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OPINIÓN

Una vida distinta, sin los padres

Durante la adolescencia, los jóvenes enfrentan el duelo del modo de vida heredado de su familia, aunque no sean plenamente conscientes.
14 de febrero de 2025 06:53 h

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El duelo de los padres no es algo que se dé en el final de sus vidas, sino que comienza mucho antes. Un primer duelo de los padres se da en la juventud, en la medida en que empezamos a realizar elecciones exogámicas. Dicho de otra forma, un joven que empieza a transitar el camino hacia la exogamia, o sea, que sale del ámbito familiar, comienza a vivir en un mundo en el que los padres ya no son el horizonte ni el referente último de las cosas.

La influencia del modo de vida familiar en uno, su carácter prescriptivo, es mucho más profundo de lo que nos imaginamos. Es decir, el adolescente puede rebelarse, pelearse con los papás, pero todo eso es espuma, es la superficie del vínculo. En su dimensión más profunda, cualquier hijo adoptó un modo de vida propio de una estructura familiar. Y esa estructura familiar determina, marca, separa, deslinda lo posible de lo imposible. En este punto, como mencionaba, el adolescente empieza a ver. Más que ver, porque los niños ya ven. De hecho, los niños pequeños muchas veces lo dicen: “En la casa de mi amigo se come así”, por ejemplo. Incluso, hacen reclamos: “¿Por qué a mi amigo lo dejan hacer esto y vos a mí no? ¿Por qué en su casa después de comer van a la pileta y vos nos decís que nosotros no podemos, que tenemos que esperar a hacer la digestión?”. Siempre se trata de cuestiones sin demasiada importancia, pero el papel prescriptivo de esas cuestiones es enorme.

Entonces, los niños lo ven, pero no les toca vivir algo diferente. Creo que, justamente, la adolescencia es el momento en el que, en primer lugar, a alguien le toca duelar el modo de vida que recibió de su familia. No obstante, muchas veces no lo es. En efecto, yo puedo pensar, por ejemplo, en algo que corroboré a lo largo del tiempo: en muchas personas con una gran dificultad para establecer pareja, esa dificultad no tiene que ver con la superficie psíquica de una circunstancia determinada, como que no le gusta nadie, que los varones se borran, que las mujeres son así o asá; tiene que ver con algo relacionado con el duelo del modo de vida juvenil, o sea, con poder plegarse a otro modo de vida.

En este punto me gusta una frase que planteaban los filósofos Gilles Deleuze y Félix Guattari, cuando ellos afirmaban que conocer a alguien es conocer un mundo. Nadie conoce a nadie si no está dispuesto a vivir en un mundo distinto. Con esta idea, ellos rompen con el prejuicio de creer que conocer a alguien es saber cómo es el otro. Pero, en realidad, al conocerlo lo único que puedo saber es lo que uno proyecta en el otro, uno se conoce más a sí mismo. Conocer a alguien, dicen ellos, es habitar el mundo del otro.

Ahora bien, para cualquiera, que hasta su juventud organizó su vida en función de cierto modo de vida familiar adquirido, empezar a vivir con alguien es sumamente difícil. Y no me refiero a convivir en una pareja, sino a simplemente irse de vacaciones o pasar un fin de semana juntos. Repito, en muchos casos de personas con dificultades para establecer pareja estable y para poder consolidar un vínculo, yo me encontraba con que les era muy complicado vivir con otro. Tenían más de treinta años, tal vez empezaban a verse con alguien, y no toleraban la convivencia más de tres días. Sentían que el otro lo desordenaba, tenían una dificultad muy grande para compartir el mundo extraño.

El apego irrestricto a un modo de vivir, por lo general, tiene que ver con el que uno recibió de su familia de origen. Uno no es más maduro cuanto más sabe lo que quiere; sino en función de una mayor disponibilidad para habitar mundos posibles, mundos de otros, mundos extraños. Y un apego demasiado irrestricto al modo de vida personal, lejos de ser un acto de determinación, es una forma defensiva y una conservación del modo de vida que uno recibió. Tengo un amigo que acaba de hacer una operación inmobiliaria y tiene que escriturar una propiedad. Se le plantea el problema con el escribano de la familia, porque él preferiría otro, pero todos trabajan con él, y también es la garantía de que va a salir todo bien, esa referencia familiar se juega psíquicamente al nivel de la fidelidad.

Esta fidelidad familiar puede tener que ver con otras cuestiones, como el barrio donde vivir: para algunas personas, es un movimiento psíquico importante el vivir en un barrio distinto a aquel en el que se criaron o lejos de él. O el tipo de colegio, también. La rebeldía puede ser que alguien decida no mandar a sus hijos a colegios católicos, como sus padres hicieron con él; en este sentido, se rebela contra un ideal. Pero toda esa rebeldía es de espuma, porque alguien puede conservar una absoluta fidelidad en relación, por ejemplo, con el jabón de lavar la ropa, puede elegir la misma marca que elegía la mamá. Lo que quiero ubicar es que, en la adolescencia, la rebeldía es la punta de un iceberg, que muestra que es simplemente el modo de tapar una fidelidad extrema, que solo se pone a prueba no rebelándose contra los padres. Se pone a prueba viviendo con otros, y con la posibilidad de hacerle lugar al otro en la vida.

Esta es la primera instancia del duelo, en la que ya no es que veo que hay un mundo distinto, que hay familias que hacen cosas de otra manera, sino que estoy dispuesto a vivir una vida diferente. Por eso es tan importante la juventud. Es paradójico, porque uno duela a los padres cuanto más los lleva adentro. La muerte de los padres no es el sacrificio de estos, que no existan más, sino no depender de su existencia real. Pienso, por ejemplo, en aquellas personas que, a pesar de los años, necesitan hablar con los papás todos los días, personas que ya son independientes, que tienen sus propios ingresos. No se trata de la dependencia económica, porque alguien puede necesitar el dinero de los padres y, sin embargo, que eso no vaya de la mano con la dependencia de la existencia real. Incluso, puede ser que esa dependencia se juegue o se dé en alguien que no habla jamás con los padres. De lo que se trata es de si alguien está preparado para vivir en un mundo en el que estos no estén.

¿Yo puedo vivir en un mundo en el que no estén esas prescripciones? ¿Puedo vivir en un mundo que no se continúe a través de mí? En realidad, esa es la solución: menos dependo realmente de ellos cuanto más su mundo –no ellos– continúa a través de mí. Por eso, en última instancia, puedo aceptar la muerte real de mis padres. Cuando esta llega, en cierta medida, lo esperable es que alguien simbólicamente haya podido aceptarlo. Y relaciono esto con algunas situaciones bastante comunes en la actualidad.

Hoy la medicina tiene la capacidad de hacer que la vida se estire y, muchas veces, llegado el momento en que un padre o una madre están internados y están mal, para algunas personas es muy difícil tomar la decisión de dejarlos ir. Si el médico es profesional y piensa en términos estrictamente de su disciplina, va a proponer recursos para estirar la vida. Y uno se puede preguntar: ¿con qué sentido hacerlo, si la condición es estar enchufado? Pero a veces este deseo de prolongar la vida de los padres de esta manera habla más de lo no elaborado.

Recuerdo el caso de una mujer cuya madre estaba internada. Su situación era grave, y el médico les preguntó a ella y a sus hermanos qué deseaban hacer. Ella había decidido dejarla ir, pero uno de los hermanos se negó, decía: “Yo no puedo tomar esa decisión”. Y el médico le estiró la vida a la madre, incluso quizás hasta con sufrimiento para esa mujer. Pero es que uno puede tomar la decisión de que un padre muera, pero solo si no siente que lo está matando. En esos casos, es común que nos sintamos mal de desear que se mueran. Por ejemplo, mi mamá está internada hace tres meses y yo me encuentro pensando: “Ojalá llamen de la clínica para decirme que ya está” y, al mismo tiempo, siento una culpa tremenda. Por supuesto que es muy distinto desear que alguien muera como forma de finalizar el sufrimiento que el acto agresivo de representar la muerte de alguien como si fuera una especie de venganza o acto hostil.

Y aceptar la muerte de los padres va a depender de que yo haya elaborado a lo largo de mi vida mis impulsos edípicos tempranos, que yo no siga siendo un niño que está fantaseando la muerte de los padres como frustradores o privadores. En la próxima columna plantearé la misma cuestión, pero desde el punto de vista de los padres –cuando les toca dejar ir a los hijos.

LL/MF

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