En la casa donde nací teníamos un teléfono de línea color gris. Cuando sonaba corríamos excitados a atenderlo cruzando la cocina y el living ya que estaba en la entrada de la casa, justo encima del minicomponente. La mayoría de las veces papá, mi hermana y yo nos peleábamos para ver quién llegaba primero. A la única que no le gustaba atenderlo, por más de que estuviera al lado, era a mamá. Y cuando era teléfono para ella, hacía una cosa particular: se acercaba en silencio desde donde estaba y dos pasos antes de llegar al minicomponente decía algo en voz alta. A veces una frase, como si terminara una conversación imaginaria con alguien, una indicación sin sentido, un pedido poco claro, o simplemente se reía sin motivo de un chiste que nadie le decía. Levantaba el tubo, se lo llevaba a la oreja, interrumpía su frase y atendía: “¿Hola?”
Nunca entendí para qué lo hacía, si era a propósito o si no se daba cuenta. Después del “¿hola?”, se quedaba en silencio escuchando a la persona del otro lado que le preguntaba por eso que ella había dicho y mamá sonreía como cuando se le hunde la boya al pescador y le inventaba una historia breve de algo que le había pasado, hasta que en un momento se ponían a hablar normalmente. Cortaba y mamá volvía, por decirlo de algún modo, a su estado primigenio.
A la noche, cuando mamá venía a la pieza a dormirnos a mi hermana y a mí, le pedíamos que nos contara un cuento. En vez de leernos algún libro, nos contaba historias de su infancia. Eran relatos de aventuras donde siempre estaban los mismos protagonistas. Un chico de 12 años, de contextura grande introvertido y cobarde (su hermano), un chico de la misma edad llamado “el gordo coto” que lo acechaba por cada rincón del colegio (un compañero de su escuela), y la hermana menor del primero (mamá), una chica de diez años rebelde y contestataria que siempre defendía a su hermano trenzándose a trompadas en la plaza, tirando portafolios desde un puente o prendiendo fuego guardapolvos. Quedábamos fascinados con esos relatos suyos.
Muchas veces me pregunté si esas historias breves que mamá nos contaba a nosotros o a la persona del otro lado de la línea del teléfono eran verdad o solo ficciones que construían a un personaje con el que se sentía cómoda. Quizás para ella esos momentos eran la oportunidad de ser la que pudo haber sido, como cuando nos quedamos pensando en una situación y nos imaginamos otras formas de reacción diferente a la que tuvimos.
Cuando falleció el papá de mi mamá, por recomendación de algunos amigos suyos, ella empezó a escribir en un cuaderno. Era un cuaderno de tapa dura con el forro de tela de araña celeste. Siempre lo dejaba en la cocina, arriba de la heladera, el único lugar donde –imagino– creía que nadie lo encontraría. Cuando no había nadie en casa, yo agarraba una silla y me subía a buscarlo. Leí sobre el dolor que le provocó la pérdida de su padre, y preguntas que se hacía de por qué las personas buenas se morían y de cómo era ella y cuál era su propósito en la vida. No tenía nada que ver con esa heroína combativa y contestataria de los relatos que escuchábamos antes de dormir.
En la novela de Juan José Millás ‘La soledad era esto’, una mujer, Elena Rincón, se siente ahogada en su propia vida. Recibió la noticia del fallecimiento de su madre, intuye que su marido la engaña con su secretaria, no se habla con su hija hace tiempo y es a través de dos hechos puntuales que la cosa empieza a cambiar. El primero es el descubrimiento de un diario que su madre escribió de joven (leerlo le permite conocerla a ella desde un lugar privado, pero sobre todo le permite saber lo que su madre piensa sobre ella) y el segundo es que contrata anónimamente a un detective para constatar que su marido le es infiel. En uno de los informes que recibe, el detective la nombra a ella y Elena le pide que le cuente más sobre “esa mujer”. Cuáles son sus gustos, sus costumbres, qué percibe de ella, cómo cree que es su vida. Elena Rincón, sabiéndose observada, empieza a construir una ficción de sí misma para esos ojos; la ficción de una vida que quizás de joven soñó con haber tenido.
Cuando nació mi hijo más grande yo también le contaba historias mías de cuando era chico. Las exageraba, inventaba detalles para hacerlo reír, pero sobre todo tenían una “moraleja” para que reflexionara sobre alguna situación puntual. A medida que fue creciendo y cada vez que venía un amigo suyo a casa, me pedía que le contara esas mismas historias a su amigo. Hasta que un día, hace poco, una compañera de otro grado en un acto del colegio me pidió: “¿Me contás una historia de tu infancia?”.
¿Es inevitable construir una ficción de nosotros mismos?
Seguramente ellos también algún día se preguntarán si todas esas historias mías fueron verdad o si sólo eran parte de un personaje que había inventado.
Con el paso de los años, la realidad no cambió tanto. Cuando mamá atendía el teléfono o cuando nos contaba esas historias sobre ella misma de chica, quizás no construía ningún personaje sino más bien, estaba recuperando a la persona que había sido y que no había entrado en su propia ficción. Seleccionaba (adrede o no) algunas experiencias y a otras, simplemente, las dejaba ir. Como Elena Rincón, hacía una selección de escenas para verse tal como quería a través de los ojos de otro.
A veces las utopías de vida son un fardo que cargamos con terquedad y si tenemos la oportunidad de vernos desde lejos (a través de una serie de informes) quizás podamos comprender como ella que no habitamos ficciones monolíticas sino ramificaciones que parten siempre de dudas y certezas. Y en realidad somos una especie de Sherazade que vivimos contando ficciones todos los días para evitar que nos decapite el filo de la realidad.
GH/DTC