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Opinión
Los cuadernos de primavera

Siempre hay que ser uruguayo

Fabián Casas Cuadernos de primavera

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Cuando en los años cincuenta la gente de la revista Contorno entronizó a Roberto Arlt para oponerlo a Borges, quien les parecía un reaccionario en política, replicaban uno de esos movimientos que en la literatura son tan ineficaces: en vez de ser soldadores (mezclar gente, cruzar estilos) iban a la guerra y se comportaban como soldados. Juan Carlos Onetti, que era uruguayo y que vivió también bastante tiempo en nuestro país, no tenía el problema de tener que definirse por alguno de los dos. Escribió un libro genial que se llama La vida breve y que tiene un estilo -personajes, lugares, tonos- que claramente están influenciados por Arlt, pero cuando la novela ficticia que un personaje sueña se convierte en la novela verdadera, lo que hace Onetti es tomar la operación mental del Borges de Las ruinas circulares. Siendo uruguayo, puede mezclar a Borges y Arlt sin problemas y hacer poesía. 

Yo fui uruguayo varias veces. Una vez sin saberlo, cuando en un fogón -me había ido de viaje por América- una chica cantó una canción muy triste que me fascinó. Cuando le pregunté quién era el autor, me dijo algo así como “Daryán”. Pasé años buscando a ese autor hasta que Tato Peirano me dijo que no era Daryán, que era Darnauchans, y que le decían el Darno. Me contó también que había una pintada célebre en una pared de Montevideo que decía: “Darnauchans, esteta decadente”. La pintada debería tener intenciones agresivas, pero a mí me pareció un elogio. Tato también me pasó el contacto de un documentalista que había hecho un documental sobre el Darno y lo llamé y él me contactó con Darnauchans, a quien le hice una entrevista.  

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Solía ir los veranos a Montevideo con mi amigo Alejandro para visitar a Tato y dar vueltas por el barrio Malvín, por la feria Tristán Narvaja, y comer algún sándwich en el Arocena. Tato vivía en Buenos Aires y cuando estaba acá hablaba bien de Uruguay y cuando estaba en Uruguay hablaba bien de Buenos Aires. Una tarde de febrero del 2012, en una comida nocturna en mi casa, se dedicó enfáticamente a destruir a los Rolling Stones. Otra nochecita, en la librería Ref de Palermo, antes de la pandemia, mientras tomábamos unos tragos, por el contrario, hizo un elogio desmesurado de los muchachos de Jagger. Le gustaba siempre ir a la contra.

Tato era alto, ancho de hombros, tenía rulos, una sonrisa pícara y una panza genial, no muy grande. De esas panzas que a veces tienen ciertos jugadores de fútbol a los que les ponen de mote “el panza”, esas panzas de cerveza rubia. Se vestía con camisas largas que nunca metía dentro del pantalón y en el verano usaba unas sandalias marrones de cuero trenzadas. Durante el invierno de Buenos Aires, a veces se ponía una campera y cuando salía del trabajo usaba un portafolios al que hacía pendular mientras caminaba tranquilo por la calle. Así lo vi una vez desde un colectivo en el que yo iba, sentado en un asiento individual, y particularmente agobiado por algún problema metafísico del momento. Recuerdo que ver caminar a Tato con esa parsimonia, sentir que él era un sobreviviente heroico de miles de batallas, me dio un ánimo especial y me cambió el día. Tato también cocinaba de maravillas. Me enseñó a hacer un guiso extraordinario, le decíamos: El guiso Mortensen. A veces venía a la casa de mi viejo y traía unos canelones que él había hecho, incluyendo diferentes tipos de salsa. Estar en la misma mesa sentado con mis hermanos, los amigos y Tato, comiendo y tomando, era para mí un momento eterno dentro de la estrechez del tiempo. 

Tato tenía una risa contagiosa. Yo siempre le pedía que cantemos juntos el comienzo de ese tema de los Red Hot Chili Peppers de su disco Blood Sugar Sex Magik, “Give it away”, y que nosotros modificábamos fonéticamente como: “iuruguey/iuruguey/iuruguey now”. Decíamos que el tema se llamaba “Uruguay ahora”. Tato fue padre antes que yo y a mí me maravillaba cómo llevaba a su hijo a todos lados sentado en el coche, en el asiento trasero. Me acuerdo que al nene le pusimos “El bebé Pairetti” porque lo veíamos siempre de copiloto de Tato.

Un acontecimiento es algo que modifica nuestra vida para siempre. Lo curioso es que, para que sea un acontecimiento, antes de que suceda no debe haber nada que haga prever que va a suceder. Una vez estuve en un temblor sísmico en Horcón, una playa de pescadores de Chile. Antes de que sucediera, empezaron a salir de la tierra un montón de alimañas y el mar se replegó hacia el fondo. Después vino el temblor. El acontecimiento, en cambio, irrumpe sin ningún aviso. La amistad es un acontecimiento. El mundo es un lugar hermoso y hostil. Y para disfrutar su hermosura y metabolizar su hostilidad, están los amigos. Uno no sabe qué vemos en el otro que nos hace, sin dudarlo, tender puentes y cruzarlos. Me acuerdo una tarde con mi amiga Noni Jessen, estábamos por cruzar una calle, parados en la vereda, recién salidos del trabajo, y ella todavía no era mi amiga. Pero antes de que el semáforo cambie, los autos se detengan y nos pongamos a cruzar, ella me dijo, sin ningún motivo, un secreto esencial de su vida. Cuando llegamos a la vereda opuesta, ya éramos amigos. Y todavía lo somos. Pero eso no quiere decir que lo vayamos a ser siempre, porque una de las cualidades de la verdadera amistad es que, como el Mago Fantasio, puede desaparecer cuando quiera, después de darlo todo

Una de las cualidades de la verdadera amistad es que, como el Mago Fantasio, puede desaparecer cuando quiera, después de darlo todo.

La amistad totalitaria no es amistad, la amistad mafiosa no es amistad, la amistad en Facebook no es amistad. Para que exista en toda su potencia, ella debe conservar siempre la diferencia, nunca fusionarse. La amistad más potente, en un sentido, es un anti casting. ¿Cómo puede ser amigo de ese? ¿Son pareja? ¡Nunca lo hubiera imaginado! En realidad es muy fácil enamorarse de Brad Pitt, pero creo que las amistades y los amores que perduran –y el gran problema nuestro es la duración- son los que al principio nos parecen hostiles, feos, e imposibles. No como esas parejas que dan la impresión de no haber sido atravesadas por la flecha de cupido, sino creadas por un algoritmo de Netflix. 

Cuando murió el esposo de Joan Didion, ella empezó a vaciar los placares, pero se negó a tirar o regalar los zapatos porque pensó que si él volvía, lo iba a hacer descalzo. Y no iba a tener qué ponerse. Uno recurre a esos pensamientos mágicos cuando la realidad te aplasta como un tsunami. Ayer abrí el WhatsApp de Tato y le escribí que había dado una clase sobre el poema Dora Markus, de Eugenio Montale. Y le pregunté si lo conocía. Me quedé esperando la respuesta, se me ocurrió que iba a atacar a Montale por hermético. Su último mensaje era de fines de marzo. Hoy había un montón de amigas y amigos, algunos nos conocíamos y otros no. Pero me imagino que lo que hacen los amigos es formar una constelación en la cual se refleja, en las noches diáfanas, la cara de nuestro amigo que nos convoca. Así Tato.

FC/CB

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