Y DESPUES ES AHORA
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Narraciones
Las manos sucias
Una visión
Ayer cruzaba la ciudad en bicicleta, rápido para lo rápido que mi pequeño rodado me permite desplazarme y una imagen me acometió. Veo a una chica sentada en los escalones de la escalera de un edificio. Es decir, no la veo con mis ojos desde la bicicleta, la veo dentro de mi cabeza, como si la recordara, o la imaginara. Esa chica parece dormida a primera vista. Está sentada, un poco vencida hacia adentro, son sus hombros los que se vencen, su cabeza se apoya contra la pared o acaso esté más vencida aún y su barbilla haga contacto con su pecho, de tan vencida que está. En un primer instante podría pensarse que duerme, que se durmió. Pero cuando se evalúa bien, se comprueba que esa chica está vacía por dentro. Literalmente, no como modo de decir. Esa chica es la cáscara; es solo su ropa, su cabello y su piel lo que estamos viendo: por dentro ya no tiene ni órganos ni nada, y si la tocáramos con un dedo esa figura se doblaría como un bolso vacío.
Una obra
El fin de semana fui a ver Las manos sucias, una versión de la obra de Sartre dirigida por Eva Halac en el San Martín. Acompaño a una amiga que quiere ir a ver a un compañero de trabajo pensando, en principio, qué raro Sartre hoy y también, qué será hacer y ver/ oír a Sartre hoy. Leí bastante de Sartre en mi año del Cbc, suena pretencioso, lo era, tenía un novio que era muy lector de él, por alguna razón tenía entre mis manos un ejemplar de la conferencia El existencialismo es un humanismo, intentaba leerlo en mis recreos en el último año de la secundaria, no entendía todo pero cada tanto alguna llamémosle verdad que probablemente fuera lucidez me golpeaba y con eso ya era suficiente. Entonces cuando conocí a Lucas en el Cbc todo se alineó y leíamos a Sartre y Cortázar y también a Simone y fantaseábamos con la vida de ellxs todos y a ese caldo humanista le sumaba yo también alguna línea del Goethe, algo de Nietzsche, Dostoievsky, Hesse, Kafka: mis primeros años universitarios, primeros y los únicos que tuve, teñidos por esta tradición. No tanto por entenderla pero bastante sí por percibirla o sentir eco o resonancia o sentido, que probablemente buscáramos, y que esas lecturas tenían. En esa época fuimos a ver una puesta de A puerta cerrada en algún teatro sobre Paseo Colón, todo de esa época es lúgubre y vital al mismo tiempo, algo buscábamos, algo queríamos entender, queríamos sentir, pensábamos que estudiar, formarnos, ser universitarios, pensar, cuestionar, sería nuestra herramienta para poder actuar, ser en el mundo, intervenir y modificar lo que nos parecía que no. Tanto no nos hemos alejado de la senda. Entonces, ir a ver un Sartre, también, mueve y remueve cosas. ¿Qué nos dirá Sartre ahora, hoy?
La sala Casacuberta es semicircular, creo que es mi sala favorita del San Martín. En todas la madera prevalece pero en esta, algo de su tamaño intermedio, su calidad de nave, en la que se ve bien desde todos lados y se está cerca y lejos al mismo tiempo, es una sala en la que siempre me gusta estar. Esta vez, para su puesta, Halac aprovecha la propuesta modernista de Mario Roberto Álvarez, el arquitecto que diseñó el San Martín y reproduce el decorado del palier dentro de la sala: su mural, sus muebles, su paleta. De hecho, la construcción del edificio del San Martín es de apenas unos años antes que la escritura de la obra de Sartre, que bien podría haberse paseado por esa estética modernista pues. Además, la obra reflexiona/ se pregunta acerca de la representación, en este caso al hacer política, qué roles se interpretan, cuánto hay de engaño, y por cuánto tiempo se puede sostener un papel, o cuánta fe es necesaria para ello. En la obra, un miembro burgués de un partido de resistencia comunista asume la tarea de ir a asesinar a un alto mando de su mismo partido, porque otra fracción del partido no está de acuerdo con una negociación que ese alto mando está a punto de emprender. Para eso lo mandan a convivir con su objetivo y en el transcurso de los días y las escenas se va encariñando con ese jefe, lo respeta y hasta le gana cariño, y eso hace que vaya aplazando su misión y se vaya convirtiendo en ese personaje que vino a interpretar: el del secretario de Hoederer. Sobre el último tramo de la obra aparece una línea romántica un poco forzada para mi gusto que tuerce el curso de los acontecimientos y Hugo el burgués acaba asesinando a Hoederer de un disparo pero solo por celos, por la trama pasional. Sobre el final de la obra, que sucede en dos tiempos, se vuelve al presente de la acción y Hugo, recién liberado de la cárcel, descubre que Hoederer se ha convertido en algo así como un héroe póstumo de la organización y que sus ideas, las que él debía silenciar con esa arma, prevalecieron, lo que lo deja doblemente humillado y en error. Hugo corre hacia sus verdugos y se hace acribillar, para silenciar todo de una vez.
Pasaron apenas un par días del ataque a Cristina. Acá también hay un arma, acá también hay una trama, acá el arma dispara y alguien muere pero no de verdad. Hendler como Hoederer se arroja al piso después del estallido en los parlantes, y hay un apagón con cambio temporal. La imagen hoy impacta más que nunca. Imagino que Hendler muere distinto hoy que hace dos días, que su caída no reverbera igual. Y esta vez, como casi siempre, las circunstancias de la así llamada realidad superan en magia a la de la ficción: un arma, un brazo, que se acercan demasiado; un arma cargada que no dispara ni aunque la gatillen, una muerte horrenda que no sucede, una muerte horrenda que construía un relato insoportable, el de callar, el de hacer callar, el de mandar a callar, con (la)/ en nombre de la violencia.
El domingo leo una columna muy lúcida de Tamara Tenenbaum en este mismo diario.
Cito su párrafo final: “Se habla a veces de que estamos saturados de política; Arendt analiza, en la parte más lúcida de Sobre la violencia, la cuestión de si la política es —como sostenían muchos teóricos con los que ella conversaba— idéntica a la violencia. Es lógico que piense esto, dice Arendt, quien cree que el Estado no es más que un instrumento de la clase dominante. Pero para una tradición igualmente importante, los que pensamos que el Estado es algo más (algo mejor) que eso, la política no es sólo algo distinto de la violencia: es su contrario. En la frase más hermosa del texto, Arendt afirma que la violencia puede destruir al poder; es incapaz de crearlo. La subrayo todos los años, como un acto de psicomagia, esperando que siga teniendo razón.”
Un avistaje
A un par de cuadras de mi casa, en una esquina soleada, a plena tarde, veo a un hombre tirándole migas a un grupo de palomas. Lo único un poco extraño o corrido de la escena es la esquina que elige para hacerlo, y que lleve una caja de cartón en la mano. Por algo me detengo, algo de la escena lo convierte en una escena a mirar. Las palomas se reúnen para picotear el pan, el hombre arroja la caja sobre ellas, encierra algunas, mete la mano por la parte superior de la caja que tiene una pequeña abertura, manipula con pericia y en cuestión de segundos hace algo con esa mano que no llego a ver, alza la caja y se aleja caminando. Por debajo del cartón asoman las patas inertes de por lo menos dos palomas. Camina hacia una bicicleta a un par de metros, abre la puertecilla de una caja que lleva atada atrás, mete el botín que nunca llego a ver del todo con la misma precisión y celeridad con la que hizo todo lo demás. Es algo que hace con frecuencia, es algo que sabe hacer, y lo hace muy bien. Acabo de asistir, con velos, al crimen de dos palomas: están vivas picoteando pan, cae una caja, les quiebran el cuello, no viven más. La auténtica y verdaderísima caja del gato de Schrödinger, ¿o sería esta su opuesto, vivas primero, muertas después?
Para la física cuántica, en la escalera, en el teatro, en la calle, bajo la caja: las cosas son y no son al mismo tiempo, están suspendidas en su posibilidad, opuesta, hasta que se definen en una dirección. Y si lo que determina esa definición es la mirada, ¿es la mirada también la que mata, o deja vivir?
RP
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