La verdad como una relación con la intimidad
Todo lo que tiene verdad me interesa y nada de lo que no tiene verdad me interesa. No me refiero, por supuesto, a la verdad como correspondencia con un hecho concreto y específico del mundo, la verdad como lo que se basa en hechos reales: hablo de una relación con la emoción y con la poesía, de una relación con la intimidad, de una completa falta de afectación.
La dificultad de esta estructura de mis gustos es que la verdad se encuentra y se pierde en lugares insospechados: muy seguido me recomiendan cosas diciéndome “esto te va a encantar” porque supuestamente se tratan de mis temas, y no, no me encantan, porque a mí los temas en realidad me dan igual, solo me importa la verdad y entiendo a la verdad ante todo como un tono; y muy seguido, también, me veo intentando convencer a mis amigos de que lean un libro sobre un tópico que en nada los convoca, que escuchen un disco de un género que les parece una antigüedad o un aburrimiento, un tratado de biología del siglo XIX, una colección de de chamamés, cualquier cosa, solo porque encontré ahí lo único que a mí me importa, esa chispa que llamo verdad pero podría llamar también vida. En esa situación me encontré en las últimas semanas, tratando de explicarles a amigos y amigas que rara vez leen sobre historia y mucho menos sobre historia económica (sobra aclarar, yo tampoco suelo hacerlo) que tenían que leer Diario de una temporada en el quinto piso de Juan Carlos Torre, que es básicamente eso que dice su título, con una referencia dedicada a los habitués del edificio del ministerio: el diario que el sociólogo Juan Carlos Torre llevó durante los años que pasó trabajando en el equipo económico de Alfonsín.
Yo, entonces, que no soy economista ni historiadora, llegué al último libro de Torre por las capturas de páginas en Twitter que estaban haciendo algunos amigos. No cualquier amigo, no todos mis amigos: de ambos lados de la grieta, mi sensación era que el libro estaba seduciendo sobre todo a los mismos que en un momento nos enamoramos de Anatomía de un instante de Javier Cercas. Diría, por un lado, que somos los que decimos que nos interesa la política pero nos interesa sobre todo cuando se trata de ideales y conflictos teóricos, y que nos regocijamos en esos momentos minúsculos en los que el mundo de los conceptos y las narraciones parece intersectarse como en un eclipse infrecuente con la suciedad de la realidad; somos, también, los que simpatizamos invariablemente con los tibios, con los neuróticos, con los líderes condenados al fracaso pero cuyas derrotas, a la larga, se muestran más valiosas para las democracias que muchas victorias, lo que el propio Cercas llamó “los héroes de la retirada”. Estos amigos eran los que posteaban páginas tristísimas pero también un poco graciosas sobre las negociaciones del gobierno de Alfonsín con el FMI, discusiones torpes y desamparadas entre personas que mientras trataban de ponerse de acuerdo para mentirles las cuentas a quien había que mentírselas se mentían entre ellas, las desilusiones cotidianas de un grupo de jóvenes idealistas en el Estado y el modo en que la manía y la depresión se alternaban en el ánimo de quienes venían a refundar la democracia y levantar el país y se fueron dando cuenta lentamente que tendrían que conformarse con lo primero, que no es poco, pero tampoco sería suficiente.
Alguna vez escuché una máxima que dice que hay que escribir para la posteridad; incluso si escribís sobre el presente, no hay que dejar que el presente te maree demasiado. Estoy en parte de acuerdo; antes de entregar un ensayo en general hago un escaneo rápido buscando atajadas o respuestas anticipadas a objeciones que tengan demasiado que ver con la coyuntura de la semana, con discusiones de redes sociales que a veces se nos meten en la cabeza aunque en realidad no le importan a nadie y te entorpecen los textos y el estilo. Hasta ahí, estoy de acuerdo: pero tomando la frase más en serio, nadie sabe de qué color es la posteridad, y nadie sabe la actualidad que tendrá en veinte, treinta o cuarenta años una frase que parecía que iba a envejecer en una semana (si no me creen, pueden ir ya mismo a chequear el relato desolador de la discusión del equipo económico de Alfonsín con el FMI, a ver si en la imaginación no le ponen a Sourrouille la cara de Guzmán). Agradezco, entonces, que este texto de Torre esté escrito tan desbordado de presente, con los dedos arrugados de presente; está escrito para la posteridad también, porque quien sabe escribir (y Torre sabe escribir, porque no ensucia el estilo con veleidades pero sobre todo porque sabe mirar) sabe también cuáles son las nimiedades del momento que seguirán teniendo gracia contadas de acá a muchos años, cuáles seguirán teniendo peso, cuáles seguirán narrando. En ese sentido, y como persona que sabe mucho más de libros que de economía (y resalto esto tantas veces porque un poco me da vergüenza mi lectura ignorante, pero la hago justamente porque creo que es un libro cuyo valor literario excede a las disciplinas en las que se enmarca, y que se merece, además de todas las reseñas analíticas y eruditas que va a recibir, esta lectura tangencial y emocional), una de las cosas que más llamaron mi atención fue la edición: en lugar de entorpecer el texto anotándolo y subrayándolo, las explicaciones sobre quién es quién para quienes no conocemos bien a los protagonistas de estas historias se dan antes. De esa manera, podemos sumergirnos en el trajín del día a día sin recordar, todo el tiempo, que estamos leyendo un documento: se explica como un documento, al principio, pero se lee luego como una ficción. Las cartas que Torre envió durante esa época y que sus destinatarios le reenviaron suman informaciones interesantes y le dan además otra textura al libro, porque allí se lo ve preocupado y angustiado como cualquier argentino, mucho más que como miembro de gobierno; no deja de ser tan trágico como divertido verlo atribulado por la pregunta de si va a poder comprar su departamento en plena guerra de Malvinas, como todos nosotros siempre, resolviendo nuestras pequeñas catástrofes entre las grandes catástrofes.
Nadie sabe de qué color es la posteridad, y nadie sabe la actualidad que tendrá en veinte, treinta o cuarenta años una frase que parecía que iba a envejecer en una semana
Hay muchísimos episodios del libro que me gustaría contar, pero me quedo con uno que creo que expresa mucho de su esencia y de su rabiosa actualidad. En un momento, conversando con el periodista Rodolfo Pandolfi, Torre registra algo: Pandolfi le habla de la herencia recibida, de la necesidad de contarle al pueblo el país que Alfonsín recibió, pero no parece relacionar esa destrucción con las tareas del gobierno. “‘Pero si la herencia es un desastre’”, le dice Torre, provocándolo a propósito, “‘la situación actual es por lo tanto un desastre; en consecuencia el margen de maniobra con el que cuenta el gobierno para actuar no es muy grande (...) Por lo tanto las promesas que se hicieron durante la campaña electoral debieran ser redefinidas (...)’. La sorpresa de mi interlocutor frente a este razonamiento me pareció sugestiva”. En ese momento, bastante temprano en el gobierno de Alfonsín, Torre se da cuenta de que para este hombre, que probablemente pensaba igual que muchísima gente, la pregunta por el pasado y la pregunta por el futuro eran cuestiones diferentes, cuando para él, desde adentro, se sentían como la misma pregunta. Torre se da cuenta, allí mismo, de que no tienen ninguna esperanza. Esa desazón temprana representa uno de los aspectos más tristes y emotivos del libro; pero también hay algo muy representativo en esta tesis sobre el pasado y el presente. Diario de una temporada en el quinto piso es el libro realista de un idealista; no es un libro que hable sobre la imposibilidad de la política, sobre la imposibilidad de construir en la estructura del Estado. Más bien, es un libro que habla del carácter revolucionario de la política no revolucionaria, la gestión de la democracia gris: es un libro que habla de lo contracultural que es intentar hacer política de la que no llama la atención, de la que no se puede filmar en el juicio a las juntas o mostrar en Instagram, la política no de cortar una cinta o juntar plata para comprar un resonador sino de hacer que las cosas funcionen sin que nadie se dé cuenta, la política de sostener antes que de crear en una época que solo premia lo segundo y necesita un poco más de lo primero.
TT
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