Vote Petro, Give Peace a Chance
Gustavo Petro ya no es tan joven, pero representa a la juventud. Al igual que Gabriel Boric, que era muy joven (porque envejeció un siglo en un mes de gobierno), es el candidato presidencial del estallido social de izquierda en un país andino de derecha. El diputado chileno treintañero y el senador colombiano sexagenario deben el favor de sus electorados a que representan a las juventudes que en octubre de 2019 y abril de 2021 explotaron contra la inepcia impositiva de veteranas y prósperas clases políticas autoritarias y derechistas. La una hija no reconocida a la vez del autoritarismo y el boom económico del pinochetismo, y la otra del Plan Colombia y de la 'seguridad democrática' del uribismo. Sebastián Piñera e Iván Duque habían sido a la vez beneficiados y perjudicados por leyendas rosas y leyendas negras entremezcladas.
“Es una historia digna de Macondo”, escribía hace casi una década el periodista, docente, y analista colombiano David Mayorga. Con toda intención recurría a la amonedada metáfora que convoca a lo asombroso para hacer un relato sobre las pesadillas del color local. Porque por detrás del estallido social se encuentra un proceso mucho más largo, el de la paz, precedido por otro muy anterior, y más extenso, el de la violencia.
Ni la explosión de protesta, ni la candidatura vigorosa de un ex guerrillero habrían sido jamás imaginables sin aquel clímax de un jueves 28 de enero de 2021 con el Auto de Determinación de Hechos y Conductas en el que un tribunal especial incriminaba por lesa humanidad a la cúpula de las FARC. Las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, que ya habían apartado su vanidoso epíteto épico obligado: la guerrilla decana y venerable, la más antigua del mundo-, que gustaba retrotraer su genealógica prosapia al Bogotazo de 1948.
Hoy en Colombia es Iván Duque un presidente saliente con casi la mitad de los años que su futuro sucesor en el Palacio de Nariño, Gustavo Petro: como si en Chile hubieran llegado Gabriel Boric y Sebastián Piñera a La Moneda con sus edades invertidas.
Años de estrategia militarista, de religión civil de odio público a las FARC, de culto al soldado conocido y desconocido como héroe del silencio de una patria inmersa en una guerra sin fin, llegaban, sin embargo, a su fin. Años de celebrar cada golpe ‘contra el terrorismo’, según la puntillosa aplicación de la receta del Plan Colombia cocinada en Washington D.C. dieron paso a la situación actual, donde la paz es un dato a su vez ya desteñido de una realidad que tiene otras demandas.
Ese momento político y social resultó la desembocadura del curso de dos estilos personales de gobernar, cada uno exitoso en sus propios términos . El modo bélico de Álvaro Uribe, que lo llevó a dos mandatos en la presidencia de la República y a ser saludado por sus votantes y por los medios y tantos analistas como el mejor presidente en la historia del país. Y las maneras conciliadoras de su sucesor, pero no heredero, Juan Manuel Santos, que buscaban cómo dejar a un lado las disputas del pasado: si fuera posible, pagando el menor costo político.
En tiempos de Uribe, Colombia estuvo tres veces al borde de la guerra con Venezuela, protagonizó una mini guerra fría con Ecuador, y fue el aliado favorito y el delator dilecto de EEUU en un vecindario de izquierda. En sus dos mandatos, Santos, que había sido ministro de Defensa de Uribe, quiso alcanzar el rango de campeón de la diplomacia, y el acuerdo de paz con las FARC concertado en la Cuba de Raúl Castro anhelaba poder exhibirse como el patrón oro irrefutable de un saber hacer político. Reinsertó a Colombia en las relaciones políticas y comerciales de la región.
La revista Time puso a Santos en la tapa y elogió al gobierno que encontró la fórmula para hacer de un Estado fallido un modelo regional de regeneración. En esa fórmula, la presencia de Santos resultó, al parecer, menos importante que los cambios que impulsó. Hoy Colombia tiene en Iván Duque a un presidente saliente más joven que su futuro sucesor en el palacio de Nariño: es como si Boric y Piñera tuvieran las edades invertidas.
Duque llegó a la primera magistratura gracias al apoyo personal de Uribe y de su partido. El funcionamiento de la Justicia Especial de Paz (JEP) demostró que no era una institución creada para exculpar o reducir los cargos y las imputaciones a la hora de juzgar a la guerrilla. Es cierto que la dureza de la JEP ha sido posible porque de antemano se pactaron penas especiales para los condenados que admitieran la culpabilidad, diferentes a las del Derecho Penal común.
Duque reclamó más severidad en el reproche social, alzó el tono en la denuncia ética de los culpables, pero ya fracasó en 2018 al intentar cambiar las escalas penales previstas en los Acuerdos de Paz. Su situación fue siempre semejante a la de aquellos senadores republicanos a quienes Donald Trump, que ya había perdido la presidencial en noviembre de 2020, los urgía para que apoyaran sus denuncias de fraude.
Las FARC demostraron en los últimos años que no aplicaron, como decía Uribe y como repitió Duque, la misma táctica de la década de 1990: mostrarse como negociadores para ocultarse en el rearmarse. Colombia no volvió a vivir aquellos días de violencia contra la sociedad civil, es decir, contra la clase media, que es la que vota. Las razones originales (las diferencias partidistas) de la guerra civil colombiana se habían perdido en el tiempo. La guerra subsistía con el combustible del tráfico de droga y el interés de unos pocos en amasar fortunas personales a partir de la compra y venta de armamentos.
No hay por qué presuponer astucia en los juristas y magistrados que integran la JEP. Pero de los siete procesos que iniciaron de inmediato de resultas de los acuerdos de paz de 2016, ninguno habría sido más oportuno completar primero que el que completaron primero, sobre los secuestros. Porque el gran error de propaganda de las guerrillas, especialmente de las FARC, había sido atentar contra la clase media. Y empezaron a fines de la década de 1990, cuando la economía pasaba sus horas más frágiles por el descalabro hipotecario, la crisis de la banca local, los coletazos de la crisis de los tigres asiáticos, y la fuga de la inversión por cuenta de la violencia.
En aquellos años, las FARC comenzaron a reemplazar a los narcos como victimarios, mientras los paramilitares se mantenían en una especie de camuflaje social. La clase media había votado por la propuesta del conservador Andrés Pastrana de buscar la paz y castigar al gobierno del liberal Ernesto Samper, al que veían como instigador de la mala situación económica e ilegal por los supuestos nexos con el cartel de Cali.
Y ahí, cuando la guerrilla comenzó a secuestrar a la clase media, nada de sociable quedó en la vida social. La clase media veía que los diálogos se estancaban, que la violencia (secuestros masivos, tomas de pueblos) y las violaciones de DDHH (por guerrillas, paramilitares y narcos) se multiplicaban ante un gobierno impotente que seguía manteniendo viva una conversación fallida con unas FARC a cuyos jefes también podía ver de gira por Europa. Hoy los sucesores de aquellos jefes son los que admiten la responsabilidad y se muestran dispuestos a acatar las decisiones de la JEP: Timochenko hizo lo que Tirofijo (sólo) dijo que haría (mientras hacía todo lo contrario).
En Leopardo al sol, novela de la bogotana Laura Restrepo, la historia de dos familias consiste en una vendetta inoxidable que ni envejece ni se renueva. La retaliación marcha con prisa. Pero de pronto, también empieza a avanzar con pausas. De pronto, una masacre se pospone; de pronto, un personaje se distancia del ciclo gemelo de la esperanza y del temor. Su familia no entiende nada. Hasta que la hermana mayor propone una explicación antes obvia que bienvenida: “Es la sospecha de que la vida podría ser distinta”. Colombia está viviendo hoy esa vida. Por eso va a votar por Gustavo Petro, ex alcalde de Bogotá. Y ex guerrillero.
AGB
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