Así afronté con mi hija la muerte de mi padre, su abuelo
Ver cómo se va para siempre un padre o una madre es de los momentos más duros en la vida de una persona, aunque supongo que el modo en el que se hagan y sucedan las cosas determina mucho cómo uno se quede y cómo se desarrolla el duelo. Lamentablemente, acabo de pasar por eso hace muy poco y, pese a que soy muy protectora de mi intimidad, también soy de la opinión de que compartir es ayudar y esta, una historia triste y bonita a la vez, merece ser contada como homenaje a mi papá.
Mi padre estaba enfermo de cáncer y, pese a que inicialmente el tratamiento funcionaba, un día dejó de ser así y tuvimos que enfrentarnos a lo que nunca hubiésemos querido. Saber que tu padre tiene una enfermedad terminal te sume en un entramado de emociones que llegan a desbordarte. Me costó mucho estar centrada y rendir en mis quehaceres diarios adecuadamente. La incertidumbre diaria me minó: me podía la rabia, el miedo, la pena y no podía ser yo porque mi vida se desmoronaba por momentos.
No sólo yo perdí a un padre, mi madre perdió a un marido y mi hija a un abuelo. Después de continuos ingresos hospitalarios, una profesional que no era la médica de mi padre le dijo a mi madre, de golpe y porrazo y con frialdad, que estas serían sus últimas navidades. Mi madre y yo acompañamos a mi padre hasta que un día nos preguntaron si queríamos solicitar la hospitalización domiciliaria. No nos lo pensamos. Sabíamos que donde más a gusto estaría él sería en su casa, rodeado de los suyos, sobre todo, de su nieta, que lo adora.
Mi madre tuvo que aprender de la noche a la mañana cómo atender a mi padre en su casa y lo que suponía ser una enfermera a tiempo completo y, sin duda, lo superó con éxito. No obstante, creo que los cuidadores necesitan más ayuda de otros profesionales, pero ese es otro tema. Para ella fue muy duro tener que lidiar con el deterioro físico de mi padre, además de darse cuenta de aquello que lo atormentaba: su miedo terrible a lo que pudiese pasar, a tener que irse sin desearlo para nada. Pese a todo, mi padre nos lo hizo fácil: jamás tuvo una mala cara o una mala contestación, todo lo contrario.
Por mi parte, le di arropo, compañía, le visitaba sola, con mi hija o con mi marido siempre que podía porque sabía que eso le hacía olvidar la enfermedad por unos instantes. También dediqué tiempo a hacerme cargo de papeleos y asuntos médicos varios. Aunque me invadía la culpa cuando no estaba con él y me iba al parque o a tomarme un café, necesitaba tiempo para no estar y no ver, para no sufrir tanto.
Es raro que de la noche a la mañana tengas que atender a tu padre como una persona totalmente indefensa, que tengas que darle la mano o que te pida que no te vayas de su lado porque tiene miedo, que le des de comer, de tomar, que lo ayudes a ir al baño o a ducharse, afeitarlo cuando toda su vida lo hizo solo. Siempre salía temprano a tomar su café, daba sus paseo, trabajaba en el campo cuando estaba en el pueblo o se hacía su comida porque le gustaba comer pronto pero, desde que llegaron los ingresos, se negó a salir de casa.
En todo ese tiempo pensás mucho, te consumís pensando en el pasado, en tus vivencias bonitas, en cuando me enseñó a nadar, a andar en bicicleta, en los juegos que me hacía. Lo hablaba con él, aunque la medicación hacía que tuviera pérdidas de memoria, veíamos fotos y hablábamos y nos reíamos. También viene a la mente lo malo, las cosas que se podían haber hecho y no se hicieron, pero, al final, prevalece lo bueno, especialmente cuando no estás para perder el tiempo y es mejor crear momentos que alimenten el alma.
Ser honestos con los menores
Creo firmemente que no hay nada peor que ocultar o tergiversar información a los menores. Hay que conocer la madurez y el desarrollo emocional de tu hijo y elaborar el modo de proceder. Los niños son capaces de comprender si se les explica adecuadamente la situación. Con mi hija de siete años siempre hablé de todo, también de la muerte, del dolor, del miedo...
Mi hija vivió el proceso con nosotros. Era la primera vez que se enfrentaba a una experiencia así. Siempre le habíamos explicado lo que pasaba, aunque durante las fechas navideñas no le advertí de la gravedad de la enfermedad por miedo a que no las disfrutase igual. Finalmente, no tuve otro remedio que contarle todo cuando al poco tiempo mi padre nos dio el primer gran susto. “¿Por qué no me dijiste nada antes, mamá?”, me preguntó. “No te lo dije porque quería que estuvieses feliz y sin pensar en eso en Navidad”, le contesté. “Ya lo sabía”, replicó.
Mi hija fue mi guía durante este tiempo. Ella sabía que el abuelo se iba a morir, pero dentro de eso, el golpe de realidad llegó cuando, tras unos días muy apagado, una tarde lo vimos muy débil y decidimos llamar a la ambulancia. Esa tarde mi hija no quiso separarse de su lado, se sentó en la butaca de mi padre mientras coloreaba y le miraba vigilante de vez en cuando mientras él reposaba en su cama.
Cuando llegó la médica, mi hija seguía con su cuadernillo de dibujos, pero con la escucha puesta en lo que decía la profesional y el susto llegó cuando decidieron llevárselo al hospital. “¿Se lo van a llevar?”, dijo con cara de agobio. Fue ahí cuando mi niña entendió que probablemente el abuelo no volvería, lo besó, lloramos y así fue. No volvió a verlo con vida. Después, todo sucedió muy rápido. Mi madre y yo tuvimos tiempo de decirle lo que queríamos y por mi parte le di permiso para “volar” cuando quisiese.
Tras su fallecimiento, un día soleado y precioso después de mucha lluvia, mi pequeña, tras consultarle, también quiso despedirse de él, y la acompañamos en ese momento, mientras mi padre yacía en la cama del hospital. Tras recular un par de veces, entró a la habitación un tanto asustada porque no sabía cuál sería el escenario al que se enfrentaría, pero convencida. Seguimos juntos como familia, en el tanatorio y en el funeral. Le habíamos explicado que esos momentos merecían respeto y silencio, y el abuelo, una buena despedida. Mi padre se llevó con él un escrito mío, un dibujo de su nieta y cuatro rosas blancas de las cuatro personas de la casa. Mi hija supo estar, acompañar y respetar nuestro dolor; ella se sumió en él también.
Ella recuerda a su abuelo, habla todos los días de él desde la calma, desde el amor que siente por él y no se quedó con ninguna espina. Juntos hemos cerrado un capítulo, duro, pero unidos. Ahora la niña entiende todavía mejor que hay enfermedades devastadoras, que la muerte puede llegar en cualquier momento, pero que hay muchos modos de afrontar eso y de encarar la vida. Seguiremos sintiendo al ser amado de otro modo, quedarán los buenos momentos en la memoria por siempre, las frases, las caricias, el “papá”, me gusta repetirlo constantemente.
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