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Intentará ser un correo al que los suscriptores le den Play. Una vez cada dos semanas llegará a la bandeja de entrada algo que a Julieta Roffo, su autora, le entró por un oído y, en vez de salirle por el otro, le salió por un texto. Habrá música pero también habrá ruidos, canciones y sonidos de los que sabemos todos y, ojalá, de los que sorprendan a los lectores. A lo mejor resulta bien.

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Confort y música para esperar

Dura casi tres horas pero si todavía no la viste, te juro que vale la pena: "Amadeus". Vas a entender mejor "Los Salieris de Charly".

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Leer este texto te va a llevar lo mismo que escuchar a Martha Argerich interpretando a Chopin en 1966. Es el Scherzo N° 2 y para este envío aprendí que "scherzo" es "broma" en italiano y que así se nombra a la parte "juguetona" de una obra musical.

Silvia tiene 68 años, los ojos delineados de azul, un millón de caballos de fuerza, y un consultorio que parece una romería. La sala de espera es la performance de su CV. Los dos diplomas más grandes se los dio la UBA. El de 1977 la unge kinesióloga, el de 1991, licenciada en Kinesiología y Fisiatría. Los demás cuadritos de la habitación son como ramales que se le abren a ese recorrido académico troncal: congresos sobre hombro y codo o sobre cómo mover una camilla sin lesionarse, jornadas profesionales enteramente dedicadas al fémur.

En la sala de espera de Silvia hay dos sillones de dos cuerpos para, claro, esperar. También hay una bicicleta fija, dos macetas con flores de plástico, una barra como las que hay en los salones de aprender ballet pero que acá sirve para estirar las lumbares, una lámina que dice cómo se llaman todos los músculos del cuerpo humano, la silla en la que Silvia te sienta para -acá se dice así- movilizarte, y el ganchito del que cuelgan las llaves del consultorio: los pacientes que esperan se ocupan de abrirles la puerta a los que recién llegan o a los que ya se van.

Silvia, dos millones de caballos de fuerza, va y viene entre camillas de magnetoterapia, camas de Pilates, el microondas en el que calienta la almohadilla de semillas, y el posnet por el que pasa las credenciales de prepagas y obras sociales. “Roffo, enseguida te toca”, miente Silvia. A mí y a todos los apellidos allí presentes. La estadía en su consultorio nunca dura menos de dos horas y nunca ocurre sin que te rías de una a diez veces: todas son culpa de la licenciada, especialista en huesos, músculos, articulaciones y climas amenos.

Al lado del escritorito en el que hay que firmar que accediste a tu sesión, Silvia tiene un microcomponente Sony con entrada USB. En una latita plateada, dos pen-drives, esos objetos que a esta altura de la nube digital no necesitás nunca hasta que los necesitás y no tenés idea de dónde quedó el último que usaste.

“Tengo un poco de todo porque si no me aburro yo y se aburren ustedes. Acá hay que estar alegres porque para tristes ya están los dolores que los traen a mi consultorio, la factura de la prepaga, la pandemia, los precios. Todo”, editorializa Silvia cuando le pregunto cómo elige lo que escuchamos. Desde el microcomponente, mientras un aparato me hace vibrar la cadera, escucho el Silvia-Mix. Baby, can I hold you, de Tracy Chapman, la voz de Sinéad O’Connor que dice “nothing compares to you”, Carly Simon canta Let the river run, Frank y Nancy Sinatra apilan las voces para Something stupid y Dolores O’Riordan, la cantante maravillosa y muerta de The Cranberries, susurra Ode to my family.

Casi todas las señoras de la sala de espera de Silvia usan mocasines, una mezcla de elegancia y comodidad a la que supongo que voy a aspirar cuando haya superado los sesenta, como casi todas las señoras de la sala de espera de Silvia. Mueven la patita -y los mocasines- cuando el pen-drive está en acción. Hacen los ejercicios al ritmo de la voz de turno, alguna +80 y siempre perfumada le dice a la dueña de todo este circo que qué lindo que nos ponés música, Silvia, qué bien nos hace. 

“Pongo de todo pero lo que mejor funciona es la música clásica. Esa le entra a todos. A absolutamente todos. Te das cuenta cuando empiezan a mover la cabeza o a hacer los ejercicios como con más fuerza”. Silvia baja la voz sólo para dos cosas: para hablar de política, creo que porque intenta decirle a cada paciente lo que supone que quiere escuchar, y para contarme su secreto de musicalización. “En un pen-drive, de todo, en el otro, sólo clásico. Ese lo pongo un rato una vez por hora, después sigue el otro, y así los voy mechando. Beethoven no falla, nena”, secretea, casi yéndose por el pasillo, casi pronunciando el apellido al que le está por prometer pronta atención con la voz sonriente.

Me da bastante ternura que Silvia baje la voz para decirme una obviedad. Desde esta camilla en la que curo mis lumbares escuché hace menos de cinco minutos a no sé qué orquesta del mundo interpretar esa parte de la Novena Sinfonía que la Humanidad se puso de acuerdo en llamar Himno a la Alegría, y como todas las veces, pensé en que tiene una escala tan planetaria que sería una de las dos o tres canciones que le mostraría a un extraterrestre para contarle de qué nos tratamos los terrícolas. También pensé, pero esto ya cuando me imaginaba este párrafo, en que no sé con qué cualquier otra cosa clásica podría comparar esa composición. Con ningún párrafo de la literatura universal, con ninguna pintura, con ninguna foto, con ninguna otra melodía. De verdad: ¿qué cosa se parece a la Novena Sinfonía de Beethoven?

Entonces me parece que Silvia me dijo una obviedad pero que su obviedad no pierde un gramo de potencia. Es más, me pongo a leer para este Cuchá Cuchá que quiero escribir sobre lo que nos hace la música en este consultorio en el que me meto dos veces por semana, y resulta que la licenciada está res-pal-da-da. Tiene aval. No sólo el inconsciente colectivo (el occidental, al menos) le da la razón: la ciencia también.

Una investigación sobre música en salas de espera publicada por el British Journal of General Practice (siempre dudo sobre si corresponde traducir o no estos nombres) descubrió que el 74% de los pacientes prefieren que haya música y no silencio en el lugar en el que los toca tener paciencia antes de recibir atención médica. El 56% de los encuestados respondieron que la mejor opción para esa espera es la música clásica.

Ese mismo estudio explica por qué preferimos que haya música mientras esperamos. En un contexto en el que podríamos dedicar casi exclusivamente nuestros pensamientos a cómo nos va a ir en el encuentro médico que estamos por tener y a todo lo que tenemos que hacer una vez que esa espera termine -pensamientos que, a medida que la espera se alarga, pueden volverse más ansiosos-, la música nos entretiene, corre un poco el foco de esa lista de pendientes y, por lo tanto, nos desestresa. Entre los motivos más citados por las personas que respondieron sobre qué les hacía sentir la música en una sala de espera, el que ganó fue “me hace sentir acompañado”.

Ventajón científico de la música, dicen los del British Journal: si se la pone al volumen adecuado (medianito, tibión, tirando a de fondo), puede entretenernos, desestresarnos y, si no queremos concentrarnos en eso que suena, no nos interfiere con lo que decidamos hacer. Otro puntito inteligente de la música: en comparación con llegar a una sala de espera y que haya un televisor, los encuestados dijeron que la música les da la sensación de que esa espera será razonable, mientras que la tele les hace sentir que habrá que sentarse demasiado rato en la silla que haya quedado a mano.

Un bonus-track científico: llega Harvard al Cuchá Cuchá con un dato sobre la música que deja la sala de espera atrás pero que igual me parece hermoso. La Escuela de Medicina de esa universidad determinó que al reproducir música durante cirugías que requieren anestesia administrada directamente en la columna vertebral la dosis de sedantes que deben aplicarse al paciente se reducen hasta el 40%.

De nuevo es Barrio Norte, el consultorio de planta baja en el que te puede tocar estirarte sobre una pelota de las de Pilates o atender el teléfono y avisarle a un desconocido que para turnos por favor después de las 15. Del microcomponente sale la voz de un Elton John de hace medio siglo que canta Your song, y los Bee Gees preguntando cuán profundo es tu amor, y Extreme, con su hitazo More than words.

Mientras me explica qué ejercicio hacer para fortalecer mi cintura escapular y les promete que ya falta poquito a dos señoras y le hace un chiste al señor al que está a punto de medirle la oxigenación para saber cómo va su recuperación post-CoVid, Silvia mira la hora e interrumpe todo lo que estaba haciendo para cambiar de pen-drive. Del microcomponente sale la Serenata N° 13 de cuerdas de Mozart. Los mocasines de las señoras bailotean. El señor le entrega el dedo al saturómetro con serenidad.

Y no importa que no sepas cuál es la Serenata N° 13 de cuerdas de Mozart. Yo tampoco me acordaba el nombre cuando salí de lo de Silvia. Pero mandé un audio tarareándola al círculo rojo que creí apropiado para resolver la duda y enseguida hubo solución.

Mirá, te la dejo acá nomás.

¿Viste? Mozart no falla.

JR

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