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Don Manuel le frotó la cabeza con orgullo y levantando un vaso de vino pidió un aplauso para su hijo. Rosario ya se había ido.
Gisela Rimolo
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Ángel era el único hijo varón de cinco hermanos. El segundo de la familia Pezotti. Tenían todas las expectativas puestas en él, porque los hijos varones de los Pezotti si o sí tenían que ser militares. Angelito entonces, sería militar.
En esos años, los 50, en San Juan se celebraba el carnaval en el Club San Martín. Hacia allá partía en las noches de verano toda la familia con bebidas, empanadas y bizcochuelos.
Una noche, cuando Angelito tenía trece, le avisaron que ya estaba en edad de quedarse hasta el final del baile.
—Hoy vos te volves con los machos — le dijo Don Manuel, su padre.
—Si, Los machos de la familia nos quedamos a jugar al truco — agregó su tío, Florencio.
Mentras, las tías, hermanas y su mamá se disponían a guardar todo y volver a la casa.
—Pero yo tengo sueño, señor. Me quiero volver con la mamá.
—No hijo, hoy usted se queda —contestó su madre y le dio un beso en la frente.
Angelito se quedó sentado en la mesa mientras veía que sus hermanas cruzaban el patio del club y lo saludaban con la mano.
Sentía algo de frío a pesar del calor de Villa Krause. Angelito era muy flaco, tenía ojos negros y pómulos angulosos. Hacía un tiempo, su mamá lo obligaba a tomar leche con aceite y avena para que engorde porque el médico de la salita le había dicho que podía tener raquitismo y le preocupaba. Quizás por el raquitismo era tan orejón, se preguntaba Angelito siempre que se peinaba con gomina e intentaba taparse las orejas.
Ahora, en el patio del club solo quedaban los hombres, el bullicio, el humo de los cigarros y algún pleito de borrachos. Las damajuanas iban y venían por las mesas y cada vez que alguien brindaba por algo o alguien, el club entero estallaba en gritos y aplausos.
Los “Truco” cada vez se escuchaban más fuerte y hubo golpes en la mesa donde se disputaba la última partida. Un “quiero vale cuatro, ¡carajo!” seguido del “me voy al mazo”, fueron el puntapié para el festejo y el canto a coro de “dale campeón”.
—¡Cantante un tango! —gritó alguien por el fondo y otra vez los vasos hicieron fila para llegar a la damajuana.
Pero la testosterona de esa noche se vio interrumpida por la llegada de algunas mujeres que sigilosamente empezaron a merodear entre las mesas.
Ángel estiró el cuello para intentar divisar a su mamá con la esperanza de ser rescatado y poder irse a dormir, pero no reconoció a nadie cercano entre esas intrusas de una noche que le dijeron era solo de hombres.
Las parejas de truco se fueron dispersando, y entre cuchicheos y carcajadas se iban reacomodando las mesas.
Fue entonces cuando alguien le susurró al oído:
—Buenas noches señorito, que coqueto se lo ve hoy.
Angelito se dio vuelta y ahí estaba Rosario, la señora que trabajaba en su casa desde que era un bebé.
Rosario vivía en Chimbotes, un barrio cercano a Villa Krause. Tenía unos cuarenta y pico de años, y empezó a trabajar en la casa de los Pezotti desde que nació Teresa, la hermana mayor de Angelito con la que se llevaban dieciocho meses.
Se ocupaba de la limpieza, pero también de esperarlos cuando llegaban de la escuela y de darles la merienda. Los vio nacer a todos, prácticamente crio a los cinco hermanos a la par de sus propios hijos.
Era morruda, de piel muy blanca y el pelo bien oscuro. Siempre usaba un vestido con botones adelante y el pelo recogido en una cola de caballo pegada a la nuca.
Angelito también estaba sorprendido de verla distinta: tenía el pelo exageradamente batido y un solero bastante escotado. No pudo evitar bajar la mirada directamente a sus tetas, que se veían enormes y apretadas por demás.
—¿Qué haces acá Rosa? — indagó Angelito
Y antes de que pueda responder, Don Manuel, la saludo con un beso en el cachete un poco más largo que los de siempre, y la invitó a sentarse a la mesa.
—Siéntese, Rosario, por favor —dijo su papá, que también le tocó la pierna metiendo la mano por arriba de la rodilla.
El vino continuaba bamboleando entre las mesas cuando Angelito empezó a cabecear de sueño.
—¡No se duerma, varón! — le gritaron asustandolo.
Don Manuel anunció al grupo que aquella era la primera noche de machos de Ángel, mientras toda la mesa vitoreaba y celebraba efusivamente cada vez que lo repetía.
La noche del varón.
La noche de los machos.
La de los Hombres.
Rosario se levantó y se sentó en la silla de al lado de Angelito. Le empezó a preguntar cómo estaba, cómo estuvo la comida, como se sentía. Cosas que le resultaban raras, porque Rosario se comportaba rara. Se sentía incómodo porque le hablaba demasiado cerca, le tocaba el pelo y le pellizcaba la cara. Por instinto se corrió y se alejó un poco.
Entonces, Rosario le pidió si la acompañaba al baño, delante de su padre, sus tíos y sus primos que miraban atentos su respuesta.
Ángel levantó la mirada buscando la de Don Manuel, vaya hijo, acompañe a la Rosa.
—No tengo ganas ¿me puedo ir para la casa papá?“
—Andá boludón, anda al baño, hacete hombre —le vociferaban todos los parientes entre carcajadas.
Rosario lo agarró de la mano y cruzaron el patio del club. Los aplausos de la mesa por lo que estaba aconteciendo, se escuchaban cada vez más lejos. Ángel estaba tenso y no podía dejar de mirar al suelo, y se paró en seco cuando se dio cuenta que estaba entrando al baño empujado por Rosario que casi lo arrastraba.
Finalmente, lo arrinconó y cerró la puerta de una de las letrinas con la traba. Había olor a meo y a tinto.
—¿Estás nervioso? —antes de que Angelito pudiera contestar, le estampó un beso.
—Quedate tranquilo, te va a gustar —le dijo.
Rosario intentaba abrirle la boca con la lengua, pero Ángel estaba en shock.
Tenía una sensación rara, una mezcla de asco y angustia, y cerró los labios cada vez más fuerte para no sentir el gusto del aliento fétido a cigarrillo.
Rosario empezó a chuparle las orejas y el cuello, y con la mano le bajó el cierre y le empezó a hacer una paja mientras le decía “chz chz chz” cada vez que Angelito se movía e intentaba correrse.
Angelito cerró los ojos y sintió como Rosario se iba agachando mientras le desabrochaba la camisa y le daba besos en el ombligo. La piel se le puso de gallina, pero no por placer si no por impresión.
Los abrió de golpe cuando se dio cuenta que Rosario se la estaba chupando.
Estaba absorto.
No podía hablar, solo quería salir corriendo mientras con las manos intentaba levantarla por las axilas.
Quiso pensar en otra cosa e imaginar que sentía placer, pero no pasaba nada. Tenía el pito muerto, Angelito ya sabía lo que sentía cuando se le paraba.
La tenía toda mojada por la baba espesa y las manos callosas de Rosario que lo pajeaban con fervor y apuro, se la raspaban.
Ahora sentía vergüenza y un poco de impotencia.
Rosario se dio por vencida, ante su fracasada dedicación y un Ángel ya entregado sin oponer resistencia.
Se paró y mientras se hacia unos buches con agua de la canilla le propuso un pacto.
Ella iba a decir que habían terminado el trámite y él iba a decir que le había gustado mucho.
Rosario hablaba sola, Ángel estaba callado mordiéndose los labios como tragándose el llanto.
—Perdoname negrito, pero tu papá me pidió que te ayudara. No te quería llevar al puterio porque Doña Virginia lo iba a matar.
Angelito, sin mirarla, le pidió si lo acompañaba porque le dio un retorcijón.
Llegados a la mesa Don Manuel le frotó la cabeza con orgullo y levantando un vaso de vino pidió un aplauso para su hijo. Rosario ya se había ido.
Volvieron caminando hasta la casa por la calle de tierra y con el tío Florencio a cuestas porque había tomado de más.
Cuando entraron y Ángel se fue a acostar, le habían puesto una cortina dividiendo la pieza que compartía con sus cuatro hermanas. Ya era un hombre, por lo menos para los demás.
El lunes cuando se despertó, ahí estaba Rosario en la cocina. Con su vestido de botones, su peinado de siempre y las tetas escondidas.
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