Dos viajes fabulosos a través del tiempo y las culturas guiados por una gran cineasta italiana
Una verdadera bendición, una gran suerte poder acceder en estos tiempos de ultraderecha vociferante y ramplona, inmisericorde y falaz, a dos obras de arte fílmicas reconfortantes, por el ideario que las alienta, su singularísima belleza, la amplitud del acercamiento a mundos pasados, presentes, quizás futuros; por el espíritu inquieto pero esperanzado que las anima. Porque lo cierto que hoy es casi subversivo atreverse a la esperanza, en Italia y más allá…
Lazzaro felice (2028), en Netflix, y La quimera (2024), en salas de cine, son dos películas que, si aceptan perderse un poco en los primeros tramos, les pueden hacer volver el alma al cuerpo. Para completar una especie de trilogía, no calculada como tal por la directora, nos faltaría una primera cinta, Le Meraviglie (2014), que no está disponible actualmente. Pero ya saben ustedes que a veces todo no se puede tener en la vida. Y, por otra parte, ya es más que afortunado disponer de estas dos cintas tan reparadoras.
Antes de ir por la primera, pausemos unos instantes para presentar a Alice (pronúnciese Aliche) Rohrwacher, una regista italiana que está muy bien acompañada por otras colegas (algunas provenientes de la actuación) que se han multiplicado en el XXI en esa península, donde todavía hay mucho público para el cine en el cine. Directoras cuyos trabajos acá conocemos poco y (casi) nada: Margherita Buy, Micaela Ramazzotti, Pilar Floghieti, Valeria Golino, entre otras. Sin olvidar, por favor, a la actriz y cantante Paola Cortellesi devenida realizadora mediante la excelente Todavía hay un mañana, estrenada localmente el año pasado, ahora en Prime Video: una historia de la posguerra, en blanco y negro, que fue vista en Italia, en salas, por 6 millones de personas no neofascistas que, seguro, sabían que iban por un film de inspiración feminista, que trataba temas como la violencia de género y el derecho al voto femenino (que se concreta en 1946). La propia Cortellesi encarnó a Delia, la inolvidable protagonista.
Soñando entre dos mundos
Alice R (diciembre de 1980), hija de madre italiana (docente) y de padre alemán (violinista, apicultor), nacida en la Toscana, en Fiésole, localidad fundada por los etruscos, cuya prosperidad decayó cuando los romanos erigieron la vecina Florencia, año 59 AC. Mucho después, en 1399, se creó en Fiésole un monasterio franciscano. Y más tarde, durante la ocupación napoleónica, fueron robadas obras de arte en forma sistemática. Incluida la pieza maestra del beato Fra Angelico, Coronación de la Virgen, 1435 (hay otra versión de 1432, reconstruida en los Uffizi, de Florencia), donde en el grupo de santos figura San Francisco. Y a ambos lados, al fondo, varios ángeles.
Detalles estos para nada ociosos, ya que el santo que habló con el lobo, rastros de tesoros etruscos y un ser angélico tienen bastante que ver con Lazzaro felice y La quimera.
Alice, entonces, se crio en la Umbría, estudió literatura y filosofía en Turín, se apasionó por cada una de las artes hasta que advirtió que todas confluían en el cine, y hacia allí se mandó. Desde 2011 viene siendo seleccionada para Cannes por sus largos -también ella hace cortos muy elogiados-, empezando por Corpo celeste; en dicho festival, obtuvo el Gran Premio del Jurado por Le Meraviglie (2014, la que nos está faltando), y en 2018 fue distinguida por el guion de Lazzaro felice, pese a que el fuerte rumor la señalaba para un premio mayor. Por su film más reciente, La quimera, mereció la Espiga de Plata en el Seminci (Semana Internacional de Cine de Valladolid), por citar algunos de los galardones recibidos desde que comenzó a dirigir.
En el equipo de AR hay cantidad de mujeres, entre las cuales vale destacar a la notable Helène Louvard, su habitual directora de fotografía (también reclamada por varias cineastas del mundo como, por caso, nuestra María Alché, que la convocó para su valiosa ópera prima La familia sumergida). Y su hermana Alba R siempre tiene una participación especial como actriz en su filmografía. Ah, Louvard acepta encantada que Rohrwacher sea analógica y más todavía: estuvo de acuerdo en filmar escenas de La quimera en 35 o en 16 milímetros, según lo pidiera la situación en cuestión.
Alice, muy apreciada en Francia, ya tuvo su primera retrospectiva en el Pompidou parisino bajo un título de perfecta síntesis: Soñar entre dos mundos. Fue agasajada como gran representante del cine italiano por explorar desde el presente un pasado ancestral, navegando entre la historia y los mitos, la ruralidad y la ciudad, dignísima heredera del legado de grandes artistas. No solo de la península -Fellini, Pasolini, De Sica, Rossellini (“sopratutto”, subraya ella con su luminosa sonrisa)- sino también de otras regiones (Buñuel, Berlanga). AR, además, declara su amor por Varda, Kaurismäki, Paradjanov y la menos conocida rumano- ucraniana Kira Mouturova, 1934-2018.
Creer o perderse las maravillas
Alice Rohrwacher se mueve en el género maravilloso -pasemos del remanido “realismo mágico”, prego- como beben los peces en el río. En sus films, lo sobrenatural está fuera de toda discusión. Ella misma lo dice: se trata de otra lógica, como sucede en los cuentos de hadas. Es decir: no hay dos lógicas que se opongan: la “normalidad” y lo “fantástico” se integran y complementan. Los milagros son posibles, solo hay que hacer un desprejuiciado acto de fe como espectadores. Muy jugada nuestra AR, siempre dando en la tecla justa porque, para mejor, sabe mucho de músicas de todos los géneros y las hace brotar de las imágenes en el momento propicio.
Para Lazzaro -aparte de Piero Crucitti, su aliado de siempre- tenemos arias de Traviata, de Norma, preludios de Bach… Para La quimera, compases del Orfeo de Monteverdi, el aria de concierto Vorrei Spiegarvi, de Mozart, Improntus de Schubert. Y Gli Uccelli, de Battiato.
Felice Lazzaro gira en torno a un personaje ingenuo como un niño, bondadoso como un santo, humilde de toda humildad. Un bienaventurado según el Sermón de la Montaña que narra el evangelista Mateo, elegido por Pasolini para su contemplativa Pasión…, de 1964. Un santo este joven vinculado a San Francisco, El bufón de dios (1950), que realizara Rossellini, luego de su trilogía antifascista (Roma, ciudad abierta; Camarada; Alemania, año cero).
Como el Lázaro evangélico, este chico de unos 20 que vive en un caserío de pobres campesinos explotados, muere accidentalmente y resucita -sin haber sido enterrado-, pero 20 años después, igualito a sí mismo, respetado por el lobo que mata corderos. Este Lazzaro, crédulo y generoso, no se modifica nunca, ni física ni espiritualmente.
Al igual que la gente esclavizada por una aristócrata, la Reina del Cigarrillo, Lazzaro trabaja en las plantaciones de tabaco, hace todo lo que le piden, hasta cierto punto explotado por los explotados. Como San Francisco, es “el santo de todos” (una definición del propio Rossellini), una santidad en sentido humano, acaso con un toque de locura que el no actor (surgió de un casting del que no quería participar) Adriano Tardiolo, afectado del síndrome de Asperger, encarna de manera, sí, milagrosa.
Este film parte de una historia real de abusos practicados por una marquesa que se aprovechó del aislamiento y la ignorancia en que vivían los integrantes de una pequeña comunidad dentro de sus propiedades. Una versión de la esclavitud que ya estaba prohibida. AR no idealiza a los desposeídos, aunque sí los compadece como víctimas de un sistema cruel. Extraordinario el final con esa demostración del fascismo ordinario de la gente común de la ciudad, pretendidamente civilizada…
En La quimera, los desheredados serían los representantes de una cierta picaresca popular, los tombaroli que saquean tumbas muy antiguas, los “ajuares de los muertos”, para venderlos a mercaderes del arte. La cuestión del consumismo desaforado en sus distintas manifestaciones disgusta a la directora que entiende que estos ladrones con piezas de un engranaje. Quien atraviesa la película manteniéndose al margen es Arthur, un forastero inglés, un extraño, alguien entre el mundo de los vivos y el mundo de los muertos. Vale remarcar que el británico Josh O’Connor (The Crown) se ganó bien ganado este rol cuando –después de ver los dos primeros largos de Alice, le rogó por escrito trabajar con ella–. Y Alice, que tenía casi listo el guion de La quimera cuyo protagonista era alguien de 65, se conmovió e hizo modificaciones transformando al personaje en un joven Orfeo desconsolado en busca de su bienamada desaparecida. Arthur además tiene el don de ver lo invisible, de percibir dónde están los tesoros etruscos bajo la tierra con la que se va mimetizando su ropa.
Es que él va en pos de una quimera a la que acaso atrape bajo las formas de una hermosísima diosa esculpida. O quizás la encuentre gracias a un hilo rojo que cerca del final cuelga del techo de la tumba recién descubierta, hilo que ya se vio apenas al comienzo de esta obra embriagadora donde hay una vieja dama de pelo blanco (Isabella Rossellini), madre de la desaparecida Beniamina, que protege a este romántico cada vez más consustanciado con el pasado. En la casa de la dama trabaja una joven mujer extranjera llamada Italia (la brasilera Carol Duarte) que tiene hijos clandestinos mestizos. Italia está bien viva y fundará algo así como una comuna de mujeres y niños en un local público desafectado.
Según se desprende de sus declaraciones, la propia quimera de Alice Rohrwacher es ir hacia un mundo menos roto, menos destructor: “Devolver el asombro a nuestros ojos”. Probablemente recuperar algo de los valores de los etruscos, esa civilización pre-romana igualitaria, sin jerarquías… Aquí cabría, pues, cerrar estas líneas con un par de versos de un poema de Pasolini: “Del mondo antico e del mondo moderno/ era rimasta solo la bellezza”.
MS/MG
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