Tal vez vieron la imagen de un lagarto estirando su lengua como un látigo en las paradas del colectivo. Es el anuncio de Leo, una película animada que estrenó Netflix con la voz y la producción de Adam Sandler. La cosa es así: Leo es la mascota de un grado en el último año de primaria en una escuela de Florida, Estados Unidos.
Los chicos que componen esa clase están atribulados por un abanico de problemáticas preadolescentes: les crecen pelos en lugares que no quieren, no pueden hacer amigos por fobias, les va mal o demasiado bien en la escuela, se preocupan por cómo los ven los otros y ellos mismos. Está la popular, la nerd, el agresivo, el alérgico y una serie de categorías que la película navega combinando estereotipos con singularidades.
Sus padres son particularmente inexistentes como referentes: acuden histéricos a la escuela cuando algo no les gusta, se sacan selfies como autómatas, sobreactúan la preocupación por sus hijos pero a la vez tercerizan su cuidado en la tecnología –el caso más extremo es un drone sobreprotector–, y se quedan dormidos cuando los hijos les cuentan algo.
La trama se dispara cuando la maestra del grado se va de licencia por embarazo y aparece una sustituta: una señora añosa, amarga, defensora del libro negro de la pedagogía, lleno de reglas, libros, maltrato, obligaciones, todo a cara de perro. Sin embargo, introduce un cambio que termina siendo revelador: para educarlos en la responsabilidad individual, los hace llevar las mascotas de la sala a su casa por una noche. Tienen que devolverla al día siguiente sana y salva. Empieza una niña a regañadientes y embolsa a Leo. En su casa, en la intimidad de su cuarto, descubre que Leo habla. Y no solo eso: es un gran consejero. Día tras día, Leo se convierte en un abuelito sabio para esos niños solos, aquejados y asustados por lo que vendrá.
La película no es la gran cosa, pero además de entretenida sitúa muy bien a los actores que rodean la vida de los niños y que cumplen o no la función de acompañar su crecimiento en un momento lleno de preguntas: los padres –en este caso desconectados–, la escuela –en este caso completamente incapaz–, los amigos –aunque con ambivalencia van cumpliendo un rol cada vez más importante– y la tecnología, omnipresente, reemplazando o encauzando la compañía humana o casi humana, a tal punto que cada niño le deja su celular en la pecera a Leo para poder hablar con él en todo momento.
La semana pasada mi hijo terminó el jardín de infantes y yo aprendí que, a los cinco años, los niños ya tienen un pasado por el cual sentir una nostalgia y una conciencia de la incertidumbre del futuro que puede conmocionarlos. Me lo hizo saber él, pero también otros de sus amigos cuando en una fiesta organizada por los padres, que yo pensé que iba a ser pura algarabía, algunos cuantos se turnaron para llorar.
Es curioso, la cultura institucional nos lleva a festejar los finales de etapa con una serie de eventos: diplomas, fiestas, guardapolvos rotos. Pero a muchos niños la idea de que algo que disfrutaban se termina los pone tristes. Con su papá, tuvimos que venderle la primaria como si fuera algo mejor que el jardín, pero lo cierto es que sus argumentos en contra de esa idea eran buenos y, más cierto aun, es que no tiene opción: algunas cosas se terminan, incluso las que nos gustan. Y crecer, como dice el psicoanalista Bernard Golse, implica un poco de sufrimiento, porque si todo salió bien uno deja lugares conocidos en los que estaba a gusto.
Los cinco años, también para mi sorpresa, son una edad suficiente para entender algunos aspectos de la amistad, ese entendimiento, ese amor, esa cofradía que armamos con algunas personas –tal vez pocas– que hace que queramos estar con ellas, jugar con ellas, inventar algo con ellas. Mi hijo tiene a su gran amigo que el último día de clases le llevó un dibujo que tenía una carita triste, con lágrimas que le salían de los ojos. Me pidió que hiciéramos planes con él aunque ya no vayan a ir a la misma escuela porque no se lo quiere olvidar. Yo lo siento como una responsabilidad que espero poder cumplir. Respetar determinadas voluntades de los niños es desautomatizar nuestra vida cotidiana adulta guiada por el mantenimiento de un engranaje apretadísimo de trabajo, familia, vida social e inflación. ¿Podré cuidar las pequeñas burbujitas que él se armó? ¿Su pasión por el dibujo, sus incipientes amistades, sus ganas de jugar? Una vez, Liniers me dijo algo que reproduzco de memoria porque la entrevista no está digitalizada: “Cuando somos chicos todos dibujamos. Si seguís dibujando cuando vas creciendo te convertís en dibujante”. No soy afecta a idealizar la infancia, creo que reemplazar intereses es una parte perfectamente natural y hasta deseable de crecer, y que no hay intereses más puros que otros. Pero ahora sí me interesa esto: ¿en qué momento es que dejamos de dibujar?¿Podría ser diferente?
Frente a un cierre de etapa que lo conmueve, el desafío es, también, hablarle a mi hijo como a un niño y no como a un adulto. Me gustaría decirle que aprender lo va a motivar, que va a explorar juegos que todavía no conoce, que va a conocer a mucha gente nueva y que, por simple probabilidad, algunos de todos ellos van a ser sus grandes amigos; que lo vamos a ayudar a conservar todo eso que hoy ama hasta que realmente quiera otras cosas, pero que no va a abandonarlo porque nosotros nos cansamos de sostenerlo.
Me gustaría decirle que va a crear nuevas burbujas en donde se sienta cómodo y querido como ahora y que si eso no sucede vamos a hacer todo lo posible para que suceda. Me gustaría convencerlo de que todas esas preguntas dificilísimas que tiene se las va a poder hacer a gente que sabe mucho más que nosotros y que se dedica a saber cómo contestarlas.
Me gustaría que mantenga la curiosidad y la motivación y que las reglas de la escuela primaria sean solamente una ayuda para que sepa cómo seguir haciendo eso que le gusta: me gustaría que la pasión siga siendo su guía. De paso, me gustaría posponer todo lo posible su contacto con la parte de la realidad que nos angustia y nos mortifica.
Me gustaría también no convertirme en esos padres de Leo que usan las escuelas y a los niños como una escenografía para ostentar su supuesta completitud y excitación ante las redes, y que mi hijo no necesite ir a hablar con un lagarto cuando tenga un problema, aunque también agradezco uno de los aprendizajes que me dio el jardín de infantes: saber que hay un montón de adultos sabios y comprometidos para ayudar a los niños con eso que nosotros no podemos, no queremos, no sabemos o que, simplemente, no nos corresponde. Las buenas maestras, lo tengo clarísimo, les enseñan a los chicos y a sus padres.
Así como crecer siempre viene con una dosis de amargura, eso no implica que tengamos que abandonar todo lo que nos hacía felices de chiquitos y convertirnos, como dice Luis Pescetti, en preceptores de nosotros mismos, viudos de nuestra propia niñez o exiliados políticos de nuestra infancia.
Tener hijos puede llevarte a pensar en el futuro muy a menudo. Incluso, el hecho de dialogar con niños puede a veces hasta convencerte de que ese futuro tiene que ser mejor que este presente. No es fácil in this economy ni en este mundo. Pero eso es también intentar transitar los desafíos con “la fertilidad de la mirada nueva” que traen los niños, como dice, de nuevo, Pescetti, en ese libro encantador de autoayuda para adultos que es Cómo era ser pequeño. En esas páginas, el autor explora la metáfora del inmigrante. Los niños son “extranjeros en el tiempo”, dice. Llegan a un lugar en el que los adultos estamos hace rato y dependen de nosotros para conocerlo. Por eso necesitamos ayudarlos a sentirse más seguros, cómodos y aliviados. A la vez, su extranjeridad nos transforma, nos hace ver las cosas un poco distintas.
Ahí vamos hacia lo nuevo, tratando de que también ahí se sienta como en casa.
NS
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