Borges, Proust, Natalia Denegri y el derecho al olvido
Borges, el escritor del olvido, fue el maestro del resumen. Su renuncia a la novela para no malograr por extensión la intensidad de las ideas, su afición a divulgar la gracia de los lenguajes formales y el interés de lo que aún hoy llamamos, como él, las tramas, o sea al cablerío de acero del que cuelgan las aventuras, alcanzó dos grandes momentos de fobia: “Pierre Menard, autor de El Quijote” y “Funes, el memorioso”.
Ambos cuentos revelan la monstruosidad del recuerdo, al que para ser más precisos podemos llamar también repetición. Un tipo de repetición artística o artesanal, en estos casos expresados como tristes emulaciones de las respectivas experiencias de escribir y vivir. Escribir exactamente lo que se leyó, o recordar exactamente lo que se ha vivido es (no nos importan las exégesis triunfantes de esos cuentos) un desplazamiento hacia una zona infernal de la vida. Se trata del infierno del todo, por no decir del “todo de nuevo”, una manifestación insoportable de la totalidad como lo único, como lo mismo. El punto del que no se puede salir. Lo que anula el curso del tiempo, esa bestia alimentada del presente que para Borges “bajaba” del futuro.
Funes es la prueba uruguaya de que si se recuerda no se puede vivir. Los eventos no pasan. Que queden estacionados enloquece la percepción e impone una organización no jerárquica de la vida. Allí, la banalidad más baja tiene el máximo rendimiento de conservación. La vida es un museo de criterios indiscriminados. Quizás haya una lección inesperada en esta falla de experimentar una vida sin pérdidas, sin aire que corra entre los hechos: nadie decide sobre sus recuerdos. ¿Qué es lo que puede recordar uno de sí mismo? ¿Y uno de los demás? ¿Y los demás de uno? ¿Y los demás de los demás? Y esos recuerdos que caen de la memoria en hilachas retráctiles, que se asoman y se esconden, se extienden y se comprimen, ¿cuánto tiempo pueden sostener su “verdad”?
Proust, el escritor de la memoria (de la memoria como regodeo en la muerte), hizo de Vista de Delf, de Veermer (“un artista desconocido para siempre”) un punto híper concentrado de atención, digamos un memorial fetiche más célebre que sus remanidas madelaines de concha (para 12 unidades: 140 g. de manteca, 2 huevos, 125 g. de azúcar, 140 g. de harina, una cucharada de levadura, una cucharada de esencia de vainilla). Y es más célebre porque las madelaines son el recuerdo de un hecho de panificación más o menos subjetivo. Mientras que la contemplación de un cuadro de Veermer, del que los maestros de historia del arte nos dicen qué es antes de que nazcamos, es un hecho más o menos objetivo.
De Vista de Delf, de todo el cuadro, Proust nos subraya el interés de un crítico por un detalle: una pared pintada de amarillo. Como su nombre lo indica, el cuadro es una vista de Delf, de la que se ven barcos anclados en su puerto desde la orilla contraria, donde unas personas observan el paisaje mientras son parte del paisaje. Y el paisaje incluye, por supuesto, una nubes holandesas heladas condicionando la luz del cielo.
El sol cae desparejo, y en esa ambivalencia, un haz da de lleno contra una pared amarilla en la que se hunde la oscuridad de una ventana de ático. A Bergotte, el personaje escritor que va a morir en “La prisionera”, el quinto ladrillo de En busca del tiempo perdido, se le han disparado los números de la uremia, no obstante lo cual sale de su casa y va a ver el cuadro. Lo ve. Lo ve todo, pero de todo lo que ve se queda con algo: la pared amarilla. Antes, no le había prestado atención. Directamente, ese detalle no estaba en su memoria. Pero sí en la del crítico, por el que se arriesgó a salir con su salud deshecha. Entonces vio la pared “como la mariposa amarilla que un niño querría agarrar”, se dijo: “Así tendría que haber escrito yo”, y murió, porque así de melodramático es el arte proustiano.
Quedarse con algo (incluso con lo que antes fue desapercibido) como Bergotte con ese fragmento de pared clareada por el sol, nos recuerda la dinámica y la estructura cambiantes del recuerdo. ¿Por qué fijarlo? En honor a la verdad, seguro que no. La verdad va y viene en al carro del lenguaje que la saque a pasear. Sin embargo, la tendencia, aún hoy en este mar de dispersión, es hacer una memoria que quede fija, sembrar de monumentos el recuerdo y darle a una parte lo que no se podría obtener del todo. Una calamidad policial que le debemos a la tecnología, que si no es tecnología del movimiento lo es de la memoria.
Esta larga introducción con Borges y Proust de adornos de lujo obedece a una causa justa: recordar que el 17 de marzo, la Corte Suprema de Justicia de la Nación tratará en audiencia pública el llamado “derecho al olvido” por una denuncia de Natalia Denegri contra Google por asociar su nombre con el “Caso Cóppola”, por el que la conocimos juntos a otros grandes personajes del teatro de la vida.
Denegri no quiere que se olviden de ella, sino que no la recuerden exclusivamente como una chica de 17 que cantaba “¿Quien me la puso?” antes o después de alguna batalla campal organizada por Mauro Viale en los estudios de América T.V.
Ahora tiene 43 y desearía que cuando escribamos su nombre en el buscador de Larry Page y compañía no aparezca asociado a la velocidad del rayo a una caterva de delears de los años '90. Preferiría, con razón, que en “noticias destacadas” saltara en primer lugar su ficha de Wikipedia: “actriz, conductora de televisión, productora y escritora argentina, residente en Miami”; “ha ganado diecisiete premios Emmy” con documentales “humanitarios” sobre Venezuela.
El derecho al olvido es, en realidad, el derecho a no dejar que lo que sea que fuimos o somos se cristalice en una escena. Hay en esa jibarización de sinsentido biográfico una injusticia poética. ¿Quién podría ser reducido con precisión a una sola escena, a una sola frase, a una sola imagen solamente porque es memorable para los otros? Esta claro que la experiencia de vivir tiene matices selváticos y desérticos, por lo general ignorado hasta por sus protagonistas. O se tiene una historia de vida productiva, ese tipo de historia insoportable en la que el héroe o el amanuense del héroe nos cuenta todo lo que hizo, o sea todo lo que produjo. O se arrea la vida para confinarla en un hecho aislado y representativo en el peor sentido dramático. Salvo que ese hecho aislado sea Eróstrato incendiando Artemisa o Bin Laden Manhattan. Queda para una literatura del silencio que nadie va a escribir, contar la vida de quienes nunca hicieron nada (los hay, los hay).
Natalia Denegri no es, no puede ser, solamente una chica que se trenza en lucha con otras mujeres desde hace treinta años y desfila tarde y noche por las pantallas mientras canta una canción, la única que grabó en su vida, para darle al basural que la contrató una chispa más de “doble sentido”. Eso tiene un límite. Por eso nuestros corazones laten de felicidad al saber que los supremos de la Nación Argentina, esos príncipes de la jurisprudencia, el secretismo, las acordadas, las coordenadas intrigantes, los trajes de Giesso, los autos blindados, el tributo cero a la oficina de impuestos, el brindis navideño a lo revista Gente, las mesas ovales, las secretarías, los conmutadores, las ferias y las masas finas van a obligarse a ver una y otra vez, porque es un gaje del oficio, el video de “¿Quién me la puso?” y los archivos en los que Yayo Cozza, Samantha Farjat, el ex Juez Berlusconi y la Momia Demelli redujeron al país en “un caso”.
Veo en ese futuro que está llegando al Doctor Lorenzetti, al Doctor Rosenkrantz y al resto de los otros doctores, absorber hasta el último segundo de VHS para impartir el fallo que estamos esperando desde El Día del Jarrón. Nada hay más importante que este asunto. ¿Cómo será la ceremonia? ¿Habrá risas contenidas, habrá ironías solapadas? ¿O imperará el ceño fruncido de siempre, la legendaria seriedad sacerdotal, los nervios bajo control? Los esperamos, amigos de la Corte, para hacernos una imagen definitiva de ustedes.
JJB
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