Marcelo Tinelli y la última muerte de la TV dinosaurio
Con días de 6 puntos de rating de promedio, Tinelli se desliza hacia un ocaso que es suyo solo en parte. El coche que lo lleva al muere se llama televisión: un escenario ya sin tótems ni magnates infalibles que comparte su territorio de alta definición libanizado con las emergencias del streaming que lo devoró por dentro.
Empieza ShowMatch y el espectador switcher no sólo puede suprimir los gritos de speaker deportivo del conductor. También puede suprimir la televisión, erradicarla y, con ella, lo que antiguamente se llamaba programación, esa agenda de poder organizadora del tiempo social que viene compactando perfiles familiares desde los cuentos de John Cheever, el escritor teleadicto.
En 1959, Norman Mailer publicó “De la plusvalía a los medios de comunicación”, un artículo terminante sobre la televisión, el opio que arrasaba con los livings norteamericanos. Empieza, para variar, resumiendo a lo grande El Capital, de Marx: el libro que descubre que la ganancia viene de la pérdida. Para subrayarlo a escala humana: “con la energía perdida de un ser humano se paga la comodidad de otro”. El propósito de Mailer es establecer que, más allá de esa verdad, cualquiera puede comprobar cada día de su vida (sea aquel que dé su energía como el afortunado que la reciba de los otros), que hay elementos nuevos merodeando y vigilando con delicadeza la cultura de la producción. Según su legendaria sagacidad, “la estabilidad de la economía deriva más en manipular el carácter psíquico del ocio que de someter a la clase trabajadora a su papel productivo”. Y luego de argumentar en detalle para qué existe, por ejemplo, el jugo de naranja envasado (para que el telespectador no pierda tres o cuatro minutos en hacerlo él), nos revela que el secreto de la doble enajenación es “invadir al asalariado en su casa”.
Me viene un recuerdo de un vecino de Mailer en Brooklin (por algún tiempo vivieron uno a metros del otro): Paul Auster. Nada que ver con lo que les vengo contando, excepto que una vez Tinelli, hace muchos años, necesitó darse corte por algo y recomendó en su latifundio llamado prime time que ahora sale a remate, la lectura de Leviatán, una novela de Auster. Ante la duda, ¿por qué no hacer soplar, con el poder del que disponía, sus aires de superioridad?
Pero estamos hablando de 1959. Desde entonces cayeron en desgracia casi todos los elementos que nombra Mailer en su ensayo: los asalariados, la estabilidad de la economía, la televisión y hasta el jugo de naranja envasado. Del futuro no se alcanza a ver nada. Pero digamos que el presente no parece estar ayudándolo.
Lo que se va con el exterminio de la televisión dinosaurio, entre otras cosas, es la administración discrecional de la manipulación psíquica de la que habla Mailer. ¿Qué poder tiene hoy un gerente de programación? ¿Qué es lo que puede imponer? Los programas suben y bajan, van y vienen, y las figuras se escurren. Hasta hace diez años se podía decir que la televisión argentina era un pueblo bajo la peste de la histeria, moviéndose a una velocidad cocainómana, con habitantes que entraban por una puerta y salían por la otra, salvo tres, cada cual con su título nobiliario falsificado: Mirtha Legrand, Susana Giménez y Tinelli. Ahora, ni eso.
La televisión está ahí, desguazada como podría estarlo en un corralón de compra-venta un termotanque que todavía funciona. De lo único que puede dar fe es de que alguna vez existió, incluso reinó dándonos ¿qué? Si recordamos sin artilugios la historia de la televisión argentina, habrá que decir (para no detenernos en ninguna de ellas) que nos dio muchas cosas, en especial una relación con distintos planetas sentimentales: novelas de Alberto Migré, Titanes en el Ring, Fútbol de Primera, Polémica en el bar, No toca botón, etcétera.
Pero salvo los inagotables comederos de Mirtha Legrand, sucedida por la belleza libre de inteligencia de su nieta, y aun considerando todas las variaciones y combinaciones de la televisión argentina desde 1951, nadie se impuso durante tantos años en el prime time como Tinelli. ¿Por qué habrá sido?
No nos internemos en la desagradable escena en la que escupió a su empleado Larry de Clay a las diez de la noche, adelante de millones de personas. Un suceso que a plata de hoy podría darse, aunque con una ínfima población testigo, si el dueño enmascarado de ese páramo llamado LN+ escupiera, por ejemplo, a Luis Majul, quien, sin dudas, por su carácter insobornable, reaccionaría con valor ante la humillación.
No nos hundamos en esa cámara séptica en la que brilla el diamante de la esclavitud. No nos dice nada porque es un hecho aislado que, por sus efectos repentinos, podría no haber sucedido. Reaccionar o no reaccionar: esa es la cuestión ignorada ante el estímulo.
Es más revelador ocuparnos de la estructura que sostuvo la figura de Tinelli durante treinta años en el prime time hasta este momento desgraciado, en el que lo vemos descomponerse como un holograma cuyo láser se quedó sin nafta. La derrota es conmovedora porque la grandeza encogida de su figura no puede asumirla. Abre y cierra su programa exactamente igual que en sus noches de gloria, y esa dimensión negacionista del fracaso que él, que estuvo en todas las alturas, podría describir para enseñarnos que de la cima sólo se puede caer (y no pasa nada), nos despierta unas hilachas de cariño terminal.
La estructura de Tinelli, quizás lo que él es, en todo caso lo que vendió como personalidad de dos cabezas, se sostuvo (hasta desplomarse) en una combinación mercadotécnica de bullying y farsa afectiva. El bullyng hizo marcas olímpicas de desprecio en aquel segmento de 2003 que llamó “30 segundos de fama”. Postulantes pobres, incluso algunos con problemas físicos y mentales, desfilaron ante las burlas de un Tinelli “tentado” por ese casting psicolúmpen, mientras un jurado de humoristas “notables” inflaba de masa crítica el escarnio. Y cada tanto, para reblandecer ese castigo en el que un famoso de décadas despachaba ilusos en medio minuto, de la cabina de ShowMatch se pulsaba el botón del melodrama para que Tinelli representara emoción, una extraña emoción de perfil insensible.
¿Es posible que treinta años de dominio del prime time televisivo haya contribuido a producir, no en su totalidad pero sí en parte, una cultura del desprecio y el afecto falso? ¿Es justo adjudicarle a esa máquina de conquista ya obsoleta llamada televisión semejante responsabilidad? Es evidente que algo de eso hay. Las máquinas presionan constantemente sobre el gusto y el carácter ofrece modelos.
Hoy pueden verse consumir representaciones de la realidad de bajo rango destinadas al entendimiento. Salen de las plataformas que eyectan series-bodrios como géiseres, y a esta altura es imposible no ver que esos productos postulan cierta imaginación, cierta inspiración que la vida adopta como escuela. Sucede desde que alguien encendió un cigarrillo a lo Humphrey Bogart. ¿Por qué no pensar en la posibilidad de que los programas de Tinelli de las últimas décadas hayan gestionado parte del desprecio entre argentinos, así como Polka pudo haber gestionado una sensiblería costumbrista orientada al conformismo? Como haya sido, estas máquinas de leyenda ya son chatarra.
JJB
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