Los ruidos y olores sobre los que no sabemos escribir
A veces pienso que a la mayoría de la literatura que leo y también a la mayoría de la literatura que escribo le faltan olores, texturas, incluso ruidos, aproximaciones al mundo que no tengan que ver con las palabras y las imágenes visuales. Suelo creer que tiene algo que ver con nuestra educación audiovisual: quienes nos criamos, como prácticamente todos los escritores y escritoras vivos hoy, en un mundo en el que la cultura de masas es fundamentalmente audiovisual, seguramente tenemos en alguna medida cabezas formateadas por las formas de relatar del cine, las series y la televisión, y hay que hacer esfuerzos conscientes para correrse de esas maneras de mirar y de contar. Algo de esto debe ser cierto, pero intuyo también que no se trata solamente de una cuestión de lenguajes. Lo pienso, sobre todo, porque las veces que intento o veo intentos de reponer en los textos esas dimensiones no visuales no puedo evitar verlos como eso, intentos, costuras que se notan en los textos, descripciones que sobran, detalles que el autor puso ahí para que admiremos sus ojos (o su nariz, en realidad, o sus manos, por ponerle un órgano a las imágenes táctiles) pero que no nos conducen a ningún mundo.
Estos días que pasé leyendo Hamnet, la última novela de la irlandesa Maggie O'Farrell, me di cuenta de lo que hoy creo que es la verdad: no es que falten olores y texturas en nuestros textos porque no sepamos o no queramos encontrarlos, es que faltan porque faltan en nuestras vidas. Hamnet está situada en la época de Shakespeare, y protagonizada por Agnes, que en la ficción construida en la novela es la esposa de Shakespeare; pero lo primero que al menos a mí me llamó la atención del libro, mucho más que la presencia del mejor escritor de la historia (que nunca pasa de ser una presencia fantasmal o derivada: es padre, es hijo, es marido, no mucho más, y además de eso vive solo en Londres), es ese mundo hecho de incomodidades, de animales vivos y muertos, de plantas que ayudan y plantas que se interponen, de enfermedades desconocidas y enfermedades temidas. Es una decisión inteligente de la parte de la autora: no nos lleva al siglo XVI con un lenguaje engolado o antiguo. No hay ningún atisbo de imitación de la literatura de la época, que de hecho evadía mucho más estas condiciones prosaicas de la vida que la novela de O'Farrell. Lo que nos conduce como lectoras y lectores a sentir que estamos habitando otra época es esa proximidad con la tierra y el sudor, con la oscuridad y con la sangre hasta en la más cotidiana de las tareas, esa cercanía con la violencia y con la muerte, que, sin embargo, no termina de desdramatizarlas: lo interesante es que, en un mundo en el que, por ejemplo, que los padres o los abuelos sean profundamente agresivos con sus hijos y nietos es algo más o menos aceptable, esos hijos (el propio Shakespeare con su padre en un momento, y el hijo de Shakespeare, Hamnet, con ese mismo padre violento convertido ahora en abuelo) no parecen experimentar esa violencia como irrelevante. Lo notan, lo sienten, lo sufren.
Y en parte esa sensibilidad fuera de lugar termina siendo, en algún sentido, el tema central de la novela. El libro se llama Hamnet por el hijo real de Shakespeare que muere a los once años en circunstancias no del todo confirmadas; en la novela, Hamnet muere de peste, y su madre Agnes, que en el pueblo tenía casi fama de bruja, se encuentra sumida en un duelo y una culpa por no haber podido ayudar a su hijo que para su entorno es completamente inexplicable. Es más o menos sabido que eso que hoy nos parece la peor de las tragedias —perder a un hijo, sobre todo a un hijo que es un chico o un adolescente— era cotidiano hace un par de siglos, y lo lógico sería, entonces, que ni las madres ni los padres lo experimentaran como el hecho traumático que nos parece hoy. No nos extrañaría que una mujer que perdió un hijo de once años se viera sumida en una depresión extrema, ni siquiera que no quisiera salir en la calle; pero en la época de Agnes una reacción de ese estilo es considerada absurda. Las mujeres que la rodean se asombran de su incapacidad de seguir adelante con la vida como si no hubiera pasado nada. La primera vez que el Shakespeare de la novela escucha el nombre de Agnes lo escucha mal, y entiende que Agnes se llama Anne (no casualmente, el nombre de la mujer de Shakespeare en la vida real), igual que su difunta hermana: Shakespeare se da cuenta, entonces, de que desde que enterró a su hermana no había vuelto a pronunciar ese nombre en voz alta. Hoy nos parecería impensable, olvidar así a una hermana muerta, o parecer olvidarla. Pero la sensación es que en la novela Shakespeare, y sobre todo Agnes y Hamnet viven en una especie de desfasaje con su tiempo, en el una sensibilidad extemporánea se mezcla con las costumbres y los rituales de la época.
Ya lo dije: en la novela, Agnes tiene fama de bruja desde chica. Dicen que ve cosas y que hace pociones. Ninguna de esas dos caracterizaciones de las brujas debería llamarme la atención, pero lo de “ver cosas” cobró otro sentido para mí a medida que el libro avanzaba. Está muy extendida hoy la reivindicación de las brujas como mujeres poderosas, que hacían cosas que otras personas no podían o no se atrevían a hacer, pero yo nunca antes había pensado en las brujas como personas que sentían cosas que otras personas no podían o no querían sentir, eso, ser bruja como una forma no de superpoder sino de supervulnerabilidad; que sigue siendo una forma de sabiduría, la sabiduría de reconocer un daño o un dolor donde otras personas sencillamente ven la vida, la necesidad de olvidar, de seguir con las cosas como si no hubiera sucedido nada.
TT
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