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Tras el caso de Gisèle Pelicot

Tiempo de desarticular la cultura de la violación

Cientos de personas se concentran en Francia en apoyo a Giséle Pelicot. EFE/EPA/TERESA SUAREZ

Moira Soto

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 El mito fundacional de la República romana se basa en la violación y posterior suicidio de una mujer, cinco siglos AC. La virtuosa dama patricia Lucrecia, casada con Colatino, fue asaltada sexualmente en la noche, mientras dormía, por un primo de su marido –ausente con aviso– llamado Sexto Tarquinio. El atacante la amenazó con matar a un esclavo, depositar el cadáver en su lecho y denunciarla por adulterio si no se le entregaba.

 Como todo mito, el de Lucrecia tiene varias versiones (en este caso, sobre el modo de ser Intimidada) pero todas coinciden en que ella relató el atropello al día siguiente a su esposo y a su padre, ya de regreso, anunciándoles que se mataría. Cosa que no demoró en llevar a cabo clavándose un puñal en el pecho para expiar su vergüenza. Indignados, ambos hombres dieron a conocer públicamente lo sucedido e hicieron cerrar las puertas de la ciudad a fin de que el cruel rey Tarquinio no pudiera entrar. Así fue que se estableció el gobierno republicano romano, que duró hasta el año 27 AC.

 26 siglos después, la francesa Gisèle Pelicot se entera, porque su marido Dominique es detenido en septiembre de 2020 por filmar intrusivamente a mujeres y se le secuestra el teléfono, de lo inimaginable: había sido violada por numerosos desconocidos en su propia cama, durmiendo, entre julio de 2011 y octubre de 2020. Como ha sido ampliamente difundido, Dominique la drogaba con altas dosis de lorazepam (que un médico le recetaba aparentemente sin límite) y cuando estaba profundamente dormida, la hacía violar por hombres que había reclutado en un sitio de citas, a los que daba precisas instrucciones antes de filmar cuidadosamente –a veces, con dos cámaras– cada abuso. 

 Lejos de ocultarse, Gisèle –ahora de 72– a la hora de arrancar el juicio en Aviñón, en septiembre pasado, decide dar la cara, pide que el proceso sea público, asiste a todas sesiones. “La vergüenza deben sentirla ellos”, es uno de los lemas de esta víctima atípica por la tremenda realidad que debió enfrentar, por vivir en un pueblo pequeño (Mazan), por su edad. La contracara de Lucrecia.

 “Somos todas Gisèle. ¿Son todos ustedes Dominique?”, escribieron en sus pancartas las mujeres que vienen manifestando desde que se inició el juicio, entre las cuales se suele ver algunos hombres jóvenes. Cada semana ha acudido Gisèle Pelicot, digna, elegante, con una fortaleza admirable.

Mujeres que no claudican

 El veredicto por violación agravada se conocerá el próximo 20 de diciembre. 51 varones (entre los 83 que aparecen en las grabaciones) de muy distintas edades y variado origen social han sido identificados en las obsesivas grabaciones realizadas por el “buen marido” que acompañaba a su mujer a consultas médicas motivadas por los inexplicables malestares que sufría (y que ningún galeno supo detectar). 51 hombres comunes y corrientes que –salvo unos pocos que admiten haber violado a la mujer dormida– se declaran engañados, incitados, incluso drogados por Dominique, que no les cobraba. Supuestamente convencidos de que se trataba del pacto de una “pareja libertina”.

El estrepitoso caso Pelicot evidencia, una vez más, que –a igual que el golpeador– el violador puede ser el vecino de enfrente, el compañero de trabajo o de estudio. Alguien socialmente integrado. E incluso un exministro del gabinete de Mitterrand, director gerente del Fondo Monetario Internacional entre 2007 y 2011, candidato a presidente de Francia si Segolène Royal no se hubiera interpuesto en su camino…

Es decir, el mismísimo Dominique Strauss-Kahn (¡otro Dominique!) que en 2011 violó a una empleada de la limpieza en el hotel Sofitel de Nueva York. Ella, la valiente morena de Guinea Naffissatou Diallo, no vaciló en hacer la denuncia y sostenerla con lujo de detalles. Hay que decir que DSK ya había sido acusado en su país por agresiones sexuales, pero sus influencias lo eximieron. ND recibió amenazas, injurias, burlas (como que no era suficientemente hermosa para interesar al poderoso mujeriego), tuvo que mudarse, tener custodia. Pero no cejó en su acusación. Al cabo, en diciembre de 2012, para cerrar el caso recibió una alta indemnización del agresor que, a su vez, vio desmoronarse su prestigio, su carrera política. Años después, fue procesado por proxenetismo y de nuevo logró zafar. El escándalo internacional de 2011 tuvo su documiniserie hace cuatro años en Netflix: El imputado de la habitación 2806.

Un arma de guerra aún vigente

Ha pasado medio siglo de la primera edición de un libro precursor, esencial y que, deplorablemente, mantiene suma actualidad en muchos de sus capítulos: Contra nuestra voluntad, de Susan Brownmiller (1935), escritora y periodista destacada, enorme feminista. Entre otras distinciones, este tratado sobre la violación fue seleccionado en 1995 por la Biblioteca Pública de NY entre los 100 libros más importantes del siglo 20.

De movida, Brownmiller va al hueso planteando la capacidad estructural del varón y la correspondiente vulnerabilidad estructural de la mujer. En consecuencia, en términos de anatomía humana, existe la capacidad potencial del hombre de ejercer el contacto sexual forzado. Y este factor podría haber generado la ideología masculina de la violación.

“Desde los más lejanos tiempos del orden social, basados en el sistema primitivo del ojo por ojo, la mujer fue discriminada ante la ley (…). Por la construcción de sus órganos genitales, el macho humano era un predador natural, y la hembra humana su presa”, propone la autora, subrayando que ellas no solo podían ser obligadas por la fuerza, sino que no tenían forma de ejercer represalia (amén de que se le impusieran embarazos sucesivos).

 Entonces, punto fundamental, habría ocurrido la paradoja de que, entre los predadores, algunos desempeñaran la función de protectores: “Tal vez fue así que se cerró un arriesgado trato, la clave más importante de una dependencia histórica (…). Y aquellos que asumieron el rol de protegerla –legalizados más tarde como esposos, padres, hermanos, clan–, exigieron más de una libra de carne, redujeron su valor al de un bien mueble”. El precio histórico de esa protección fue la imposición de la castidad y la monogamia, y la agresión hacia el cuerpo de la mujer se transformó en crimen contra la propiedad del macho. Luego, el rapto y la violación, con variantes, ingresaron en las mitologías y en la vida real en diferentes puntos del planeta, consolidando el poder masculino. Tesis semejante a la que plantea Elaine Morgan en The Descent Woman (1972),  absurdamente traducido al castellano como Eva al desnudo, un exitoso clásico de las teorías evolucionistas que reflexiona sobre el triunfo de la ley del (muscularmente) más fuerte.

 Muy someramente, habría que recordar que las guerras fomentaron la violación de mujeres y niñas del bando de los vencidos (Alejandro Magno y Gengis Kahn a la cabeza), así como establecieron la esclavitud. Que aparte de trabajo forzado, para ellas también representa una temprana forma de trata. Algunas religiones hicieron su aporte a la sujeción y –en el caso del pillaje y agresión sexual de las Cruzadas, con sus nobles y peregrinos en pos del Santo Grial– a la violación masiva sufrida por las mujeres musulmanas.

Saltando en el tiempo para hacerla más corta –y no porque falten pésimos ejemplos en el correr de los siglos–, en la Primera Guerra uno de los episodios más relevantes fue la forma en que los alemanes emplearon la violación como arma de terror en su paso por Bélgica. 

 Y ya en la Segunda Guerra (soslayando, pero no olvidando, el horror indecible de cada tramo del Holocausto), vale citar el comentario fatalista escrito por el general George S. Patton en su autobiografía bélica: “Entonces anuncié que, pese a mis mayores esfuerzos, sin duda habría violaciones, y que me gustaría conocer pronto los detalles para ocuparme de los ofensores”. En otras palabras, la violación como subproducto inevitable de ese deporte masculino tan practicado: la guerra. Ni una palabra sobre el daño físico y psicológico infligido a tantas víctimas, que en ocasiones incluye embarazos obviamente indeseados (sin la posibilidad de abortar como, por poner dos casos, le sucedió a las alemanas violadas por el ejército soviético en 1945, o más recientemente, a las ucranianas violadas por los invasores rusos que se refugiaron en Polonia o Hungría).

 Violaciones como muestra de virilidad militar, violaciones a prisioneras políticas, violaciones en campus universitarios, violaciones en comisarias, violaciones en diferentes colonizaciones, violaciones en pogroms, violaciones por patotas, violaciones de mujeres en situación de calle, violaciones seguidas de femicidio…La historia (sexista) de la violación es tan antigua y –por ahora, en escala apenas descendente, según la región–tan perdurable como el patriarcado.

Violadores seriales mitológicos

Inspiradora de pintores, escultores, escritores, la mitología griega, con toda su riqueza y su complejidad, no hizo otra cosa que reflejar el sexismo imperante de la época, la misoginia de los filósofos, la vulneración de la mujer como objeto de deseo sin respetar su derecho a dar o no consentimiento. Naturalizando y reproduciendo así viejos modales patriarcales ya instalados. En el Olimpo y abajo entre los mortales, en la Antigua Grecia y en su equivalente de la apropiación romana (con cambio de apelativos), el dios de dioses Zeus no perdonó ni a su propia madre Rea; asimismo, tomó las formas de un toro blanco o de un cisne ídem para asaltar, respectivamente, a Europa y a Leda (madre de Helena, la hermosa Helena causante de la guerra de Troya); tampoco se detuvo Zeus ante la esposa de Anfitrión, Alcmena, haciéndose pasar por el marido y teniendo sexo con ella durante una larga noche de tres jornadas (después de ordenar que el sol no saliera durante ese lapso).

Según Robert Graves en su maravilloso libro La diosa blanca, las prácticas abusivas del superdios remiten a la conquista helénica de las anteriores diosas o, sencillamente, al triunfo del patriarcado sobre el matriarcado. En algún caso, las víctimas femeninas tomaron terrible venganza: Filomela, hija de Pandion, rey de Atenas, tenía una hermana, Procne, que fuera entregada por su padre a Tereo, rey de Tracia. Este, a su vez, se enamoró locamente de Filomela, pasión que supo exaltar el poeta Ovidio. Ante la negativa, Tereo la encerró en un establo oscuro y procedió a violarla sin tregua y sin culpa. Ella amenazó con hablar y él le cortó la lengua con una tenaza. Muda y privada de su libertad, pero no de su ingenio, Filo bordó sus penas en un trozo de tela. Procne recibió el mensaje y corrió a rescatarla.

Ambas fueron más lejos que la mismísima Medea: mataron al hijo que T había tenido con P, lo trozaron, lo cocinaron y se lo sirvieron al violador; de postre, le mostraron la cabeza del niño. Por decisión superior terminaron ellas y él convertidos en aves.

Y hablando de raptos, se impone mencionar el de las Sabinas que, según la leyenda, condujo a la fundación de Roma. Un ejemplo típico de robo de mujeres durante la guerra, en busca de descendencia que dio tema hasta decir basta a pintores y  escultores varones que se solazaron con semidesnudos de mujeres desesperadas.

Ya en la mitología bíblica, más allá de párrafos donde se anuncian saqueos de ciudades y violaciones, encontramos a mujeres fuertes como Judith, la que doblegó a Holofernes, e iluminó a una gran artista caravaggista, Artemisia Gentileschi, en el siglo XVII. Una excepción para su época porque, huérfana de madre a los 15, pudo aprender rudimentos en el taller de su padre Orazio, que al advertir el talento de la joven le puso un preceptor, Agostino Tassi. Este hombre la violó y después prometió casamiento, pero no cumplió. Fue juzgado por un tribunal eclesiástico, mientras que Artemisia debió pasar por pruebas humillantes.

 Pero se recuperó y siguió pintando cuadros monumentales, empleándose como modelo. Por caso, para Susana y los viejos, episodio bíblico del Libro de Daniel acerca de una mujer casada que resiste el intento de abusos de dos adultos mayores. En esta pintura –mucho tiempo antes de que se hablara de male o female gaze– Artemisia denota una mirada de mujer compasiva frente al peligro que se ciernes sobre Susana, muy diferente a la óptica de la mayoría de los artistas varones que representaron ese episodio.

Algunas versiones fílmicas de abuso sexual

 En 1978, la realizadora francesa Yanick Bellon ofrece una de las primeras películas que enfoca la violación de una mujer como tema central: L’amour violé. De mediana calidad, tiene el mérito de no regodearse en la escena del ataque que es perpetrado por cuatro hombres del montón, y de acercarse con sincera empatía al sufrimiento de la enfermera protagonista que, asistida por sus amigas, decide hacer la denuncia y enfrentar el correspondiente juicio muchos años antes del MeToo.

Tiempo antes, en 1972, en un film encumbrado por la crítica, Último tango en París, se torturaba a una joven actriz (19), María Schneider, al hacerla participar, sin previo aviso, en una situación de violación anal. El director Bernardo Bertolucci, en complicidad con Marlon Brando, sorprendieron dolorosamente a María, que nunca llegó a reponerse del trauma. Según confesó años más tarde, hubo penetración. Y sin duda, la shockeante escena fue concebida y realizada buscando un efecto erotizante.

Una intención que en mayor o menor grado se transparenta en films como La naranja Mecánica (Stanley Kubrick), Frenesí (Alfred Hichcock), Los perros de paja (Sam Peckinpah)...

 En los ’80 hubo una seguidilla de cintas estadounidenses en las que, bajo el pretexto de mostrar la posterior revancha, había un detenimiento morboso en exhibir el ataque sexual. De la mediocridad de Dulce violación al buen nivel formal de Ángel de venganza, siempre proponiendo una vendetta violenta, gesto que en la vida real no es propio de las mujeres violadas. 

Pero el colmo llegó en 2003 con la efectista y seudo transgresora Irreversible, de Gaspar Noé, con la interminable violación de Monica Bellucci, de traje sexy, que se expone en la noche parisina atravesando un túnel solitario y oscuro para toparse ¡con un proxeneta! que se toma su tiempo para atacarla.

 Pedro Almodóvar, por su lado, tiene una rara obsesión con la violación (Kika, La piel que habito, etcétera, etcétera). A veces, directamente idealizándola, cosa que sucede muy en particular en Hable con ella (2002), donde el enfermero solícito y enamorado de la joven en coma, viola “cariñosamente” un cuerpo inerte y poco menos que le devuelve la vida.

Como contrapartida, dos ejemplos de films que muestran la violación como un acto francamente repudiable: Pecados de guerra (1989), de Brian De Palma, un enfoque honesto, durísimo del horror que sufre una campesina vietnamita a manos de cuatro milicos, ante la impotencia de un soldado que no solo no participa, sino que después los denuncia y manda a corte marcial. La excelente Pecados… está basada en una historia real.

 Finalmente, y sin ánimo de agotar el repertorio de películas en torno a la cuestión, otra noble producción de 1988, Acusados, de Jonathan Kaplan, que narra la violación grupal que sufre una muchacha (extraordinaria Jodie Foster), delante de testigos que arengan en un bar. Víctima en la vida real de una agresión sexual, Kelly McGillis es la abogada que la escucha y la defiende con inteligencia y coraje. Por esas fechas decía el guionista Tom Topor: “La violación es el único delito donde no se acepta la palabra de la víctima”. Y sumaba el realizador: “No existe justificación alguna para la brutalidad que una violación entraña. Acusados muestra los efectos de un acto inhumano. Espero que el público se sienta tocado por lo que logran ambas protagonistas. Dos mujeres muy diferentes entre sí, cuya relación las modifica, y cuyo accionar contribuye a modificar el mundo”.

MS/MG

  

             

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