Las controvertidas prácticas laborales de Rappi, la start-up colombiana convertida en unicornio
Mientras en las calles de Colombia se respiraba un ambiente espeso, producto del cruce entre el pico más mortífero de la pandemia y un mes de paro nacional, Armando [nombre falso para proteger su identidad] recibía en el móvil una ráfaga de mensajes desconcertantes. Rappi, la poderosa empresa de servicio de reparto a domicilio, donde trabaja como repartidor desde hace año y medio, le informaba: “¡Conéctate en estos días de alta demanda y gana el triple si trabajas con la opción de auto aceptación [que implica llevar el pedido a cualquier sitio sin importar la distancia]. Aprovecha la hora de la cena y ganarás 4 mil pesos [un euro] extra!”.
Este venezolano de 23 años afincado en Medellín recuerda que en aquellas jornadas de principios de junio, cuando las movilizaciones se anunciaban más agitadas, recibía en simultáneo notificaciones sobre el cierre temporal de las oficinas de la plataforma fundada en 2015. Se trataba, dice, de una muestra más de la desconexión de la empresa con la suerte de alrededor de 50.000 repartidores en las calles de un país en estado de combustión.
Detrás del brillo de la gran start-up de reparto latinoamericana, con 360.000 repartidores activos en 9 países de la región, se asoman a partes iguales cientos de denuncias que abarcan desde el mal funcionamiento del sistema tecnológico, el algoritmo, hasta prácticas empresariales que han sido sancionadas. El gigante ha dejado por el camino tanta innovación, riqueza y poder como precariedad y explotación. Todo lo anterior englobado dentro de la llamada “economía colaborativa”.
Fuentes de Rappi tasan hoy su valor en U$S 5.250 millones. Pero el prestigio del primer “unicornio” latinoamericano, una etiqueta que designa a las empresas tecnológicas que alcanzan los U$S 1.000 millones de valoración, se ha visto desdibujado paulatinamente.
Parte del nudo se halla en el mismo punto que la Ley Rider española ha tratado de desenredar para regular la actividad de empresas como Glovo o Uber Eats y que diversas sentencias en Europa y Estados Unidos han ido aclarando: ¿Cuál es el carácter legal de la relación entre los repartidores y las plataformas digitales? Un análisis publicado en marzo por la Facultad de Derecho de la Universidad de los Andes revisó 38 sentencias en 12 países, desde Sudáfrica hasta Australia, que abordaban litigios sobre el asunto. En el 79% de los casos, los jueces declararon la existencia de una relación laboral.
Las grandes plataformas alrededor del mundo, como Rappi, esgrimen invariablemente que los trabajadores no son tal porque son libres de aceptar o rechazar los servicios a domicilio. Ellos deciden, agregan, cuándo conectarse o desconectarse. Se trata de “aliados” temporales que aceptan unos “términos y condiciones de uso de la aplicación”. De esta forma, en octubre de 2020, nació en Bogotá el primer sindicato de trabajadores de plataformas digitales del país. Inspirados por sus pares argentinos, que se agremiaron en 2018, el 4 de junio se montó vía Whatsapp la primera huelga contra una plataforma en América Latina.
Rappi, ante la presión social y algunas críticas en prensa, ha introducido pequeños cambios. Hoy sus repartidores cuentan, por ejemplo, con dos pólizas de seguro que cobijan únicamente los tiempos de entrega y una cobertura básica de protección de riesgos laborales.
Enrique [también nombre supuesto], venezolano de 41 años, sufrió en mayo un accidente en moto que lo dejó al filo de la muerte cuando se desplazaba para un reparto. Dos meses y medio más tarde sigue convaleciente. Relata que el seguro que suministra Rappi cubrió “diez terapias y una consulta”. Un aporte insuficiente que “no se hace cargo de casi nada”. Recuerda que pasó horas al teléfono en la siempre desangelada área de “Soporte”, donde “nadie tuvo una voz de aliento” tras haber permanecido diez días en coma: “Es que yo estoy vivo porque dios es muy grande, hermano”.
La situación no es exclusiva de Colombia. Carolina Hevia, venezolana de 31 años, repartidora y líder sindical, señala que un “compañero en Ecuador casi pierde el pie por un bus que le pasó por encima; en Chile hubo uno que perdió la mano; y en México otro perdió la pierna. También hay chicos que han muerto por Covid”. Según Hevia, que está refugiada en Ecuador por presuntas intimidaciones y seguimientos provenientes de la empresa que ya han sido denunciadas ante la Fiscalía, en todos esos casos ha sido necesario instaurar querellas.
No menos tormentosa resultó la polémica que surgió en junio a raíz del anuncio de que la empresa solo vacunaría a 2.000 “rappitenderos”. El comunicado suponía la aceptación del vínculo laboral y rezaba: “Priorizaremos a aquellos repartidores que en el histórico, han estado conectados más tiempo en Rappi realizando órdenes, entendiendo que son quienes corren más riesgo de contagio (…)”. El Ministerio de Salud colombiano dejó claro que un decreto que daba carta blanca a las empresas para inmunizar a sus empleados estipulaba vacunar al 100% de sus efectivos. Rappi tuvo que recular.
“Si te importan tus empleados”, afirma una analista en asuntos digitales que pide el anonimato, “debes garantizar vacunas para todos. Pero no conviertas un tema de salud pública y de dignidad humana en los juegos del hambre. ¿Vas a vacunar solo a los que más entreguen? Eso es echar a la gente a los leones”.
Mostacho blanco y mercado negro
Todo comenzó con Grability, antecesora de Rappi, fundada en 2013 por Sebastián Mejía (Cali, 1985), Simón Borrero (Cali, 1984) y Felipe Villamarin (Bogotá, 1989). El proyecto giraba en torno a un estudio de software que enlazaba a través de un dispositivo móvil, y de forma novedosa y fácil, a clientes y supermercados. Compañías como Reliance, en la India, Walmart en Estados Unidos o El Corte Inglés, entre otros, adquirieron licencias. La frontera del éxito estaba cerca.
Dos años bastaron para que el trío de veinteañeros recogiera las carencias de Grability y apostara por corregirlas. En el modelo de Grability los comercios podían tardar hasta tres días en entregar la compra a sus clientes. Estaba claro que debían agilizar esa transacción con una logística propia. Así fue como Grability fue integrada en una nueva firma, Rappi. Un software actualizado que funcionaría en adelante bajo el logo de un mostacho blanco al estilo inglés estampado sobre un fondo naranja chillón. La nueva aplicación proporcionaba tres funciones básicas: la compra de productos de supermercado, enlace a una lista de restaurantes y una opción de “antojos”.
En los primeros tiempos rondaba un aire de proyecto transformador. En Halloween muchos jóvenes colombianos se disfrazaban como repartidores. La idea era seductora. Ya no se limitaba a envíos de alimentación: ahora irrumpía la promesa de llevar “cualquier cosa” que el usuario deseara, a la hora y lugar que escogiera a través de esa tecla de “antojos”. El hoy presidente colombiano, el conservador Iván Duque, la utilizaría en la campaña electoral de 2018 como ejemplo de la “economía naranja” que prometía impulsar.
Las oficinas en Bogotá se poblaron de una legión de ingenieros que no llegaban a la treintena y que, en general, desarrollaron un sentido de pertenencia casi religioso hacia la marca, hasta el punto de referirse a ella como la “universidad”. El lugar donde todo era susceptible de ser aprendido. Donde todo sucedía. A su vez, la operación fue implantada en los grandes mercados de la región: México y Brasil para empezar. Y “los niños”, afirma una fuente que pidió no citar su nombre, “duplicaron sus salarios y se comenzaron a comportar como altos ejecutivos”.
Las cosas han cambiado y los uniformes naranja han perdido lustre. Reuters denunciaba a finales del año pasado el florecimiento de un mercado negro de perfiles de repartidores falsos que se venden a través de Facebook por hasta 160 dólares cada uno. Muchos migrantes venezolanos, algunos indocumentados, apelan a este atajo cuando el algoritmo los bloquea como sanción por un mal servicio.
El sindicato de plataformas ha presentado al menos 200 acciones legales relacionadas con “bloqueos crónicos y arbitrarios a cuentas”, apunta la abogada Sandra Muñoz. Algunas han prosperado, otras no. Lo cierto es que la crisis migratoria venezolana ha expulsado a millones de personas en un continente con altas tasas de paro e informalidad. La aplicación se ha convertido en salvavidas para muchos. Se calcula que entre el 70 y el 80% de los domiciliarios de Rappi en Colombia son venezolanos que dedican tiempo completo a la empresa.
Para la Doctora en Derecho María Lorena Florez estos fenómenos son consecuencia de prácticas empresariales que afectan a los dos extremos del negocio: repartidores y consumidores. Cuenta que una queja en Rappi tarda un promedio de 18 meses en ser resuelta. “Mi impresión es que estas empresas están en una fase donde lo único que prima es lograr hacer prosperar su modelo de negocio. Invertir lo que haga falta en marketing. Y muy lejos en la escala de prioridades están los usuarios y la atención al cliente”.
Desde su punto de vista, ya es tarde para generar “códigos de conducta empresarial para estos negocios digitales”. Y en el caso colombiano, las empresas rechazan cualquier iniciativa que sea percibida como impositiva, pero tampoco “proponen modelos de autorregulación”.
La abogada Sandra Muñoz asevera que a la falta de reglamentación se une el poder económico que ha acumulado la firma. En los pocos proyectos de ley que han languidecido en el Congreso, la capacidad de incidencia política del gigante latinoamericano se ha hecho sentir: “Y no todo se reduce al tema de subordinación laboral. La operación de estas empresas aún no tiene un marco claro. Y como Rappi tiene tanto poder, no prestan atención ni al Gobierno ni a la sociedad civil”.
La Superintendencia de Industria y Comercio, por ejemplo, le impuso el año pasado la multa más alta en Colombia, algo menos de 400.000 euros, por violar las normas de tratamiento de datos de los usuarios. Desde Rappi se han limitado a informar que aceptan “todas las medidas impuestas”. Diversos analistas sostienen que sin normas claras, o leyes marco, los mecanismos de inspección laboral y empresarial serán insuficientes.
“La cultura de pedir perdón”
Juan Diego Castañeda, investigador de la Fundación Karisma, una ONG que trabaja en temas de derechos humanos y seguridad digital, asegura que la aplicación “aún no ofrece la opción de darse de baja. Tan solo se puede eliminar del móvil. Por eso sigue utilizando tu número de teléfono, el historial de compras, el correo y otros datos de forma totalmente indebida y muy poco transparente”.
Para la marca del mostacho blanco esas son batallas apenas perceptibles: “Tienen miles de quejas de usuarios y un goteo de sanciones en la Superintendencia. Pero nada de esto trasciende. En el ritmo frenético de la empresa no hay tiempo para un proceso de reflexión ni vocación de solucionar los problemas”, afirma una persona que trabajó allí, que remata: “En Rappi prima la cultura de pedir perdón, no la de pedir permiso”.
La compañía guarda silencio ante la pregunta sobre la percepción negativa de desequilibrio entre el mundo de los despachos y la precariedad de los “rappitenderos”. También sobre los motivos por los cuales aún arroja pérdidas, a pesar de las toneladas de capital inyectado por entidades tan acreditadas como el conglomerado japonés SoftBank, que invirtió 1.000 millones de dólares el año pasado.
Rappi acumuló entre 2016 y 2019 pérdidas netas por U$S 182,8 millones, según datos de la Superintendencia de Sociedades de Colombia. Y en enero del año pasado despidió al 6% de sus empleados. El año largo de pandemia y confinamientos ha significado una mejora en el volumen de negocio de las plataformas en el mundo. Un analista con experiencia en los movimientos de Silicon Valley lanza que desde Rappi se rumorea que este año podrían, finalmente, alcanzar el tan anhelado punto de equilibrio financiero.
El reto en las oficinas de Bogotá, por lo pronto, es catapultar la marca en una súper aplicación, al estilo de la china WeChat, y seguir expandiendo como una mancha de aceite el número de usuarios activos, que hoy llega a los 20 millones en 205 ciudades de la región. Ese es el mayor activo de la empresa.
Demasiado grande para caer
RappiTravel (compra de tíquetes aéreos), RappiPay (bancarización), TurboFresh (envíos de despensa a toda prisa), RappiCash (retiro de dinero a domicilio) son solo algunos de los diversos productos disponibles en el mostrador. Desde Rappi añaden que también existe un proyecto de entretenimiento en streaming, llamado Rappi entertainment.
Los números rojos de otras plataformas de reparto, como las estadounidenses Uber Eats o DoorDaash, han levantado suspicacias sobre la solidez del modelo de negocio de estas empresas. En el caso de Rappi, explica el analista digital, la historia se repite: sigue recibiendo dinero de inversores de capital riesgo para mantener la operación; sigue creando nuevos productos; sigue incrementando su valoración, pero sin obtener beneficios. Ni dar el salto a bolsa.
Y acota con una fórmula que hizo escuela durante la Gran Recesión: “No sé qué ocurrirá a largo plazo, pero tengo la impresión de que a estas alturas ya se trata de un invento demasiado grande para dejarlo caer”.
De cualquier forma, el Doctor en economía David Bardey concede que el relato en medio mundo apunta a que las nuevas tecnologías y las legislaciones irá hallando un punto donde las empresas puedan funcionar según sus nuevas características, a la vez que los organismos políticos y los consumidores tengan herramientas para acotar y reglamentar sus operaciones.
El abogado laboralista Iván Daniel Jaramillo añade que Rappi tendrá que ajustarse a un modelo “socialmente rentable”. Porque la crisis sanitaria y los profundos estallidos sociales en la región sugieren que mantener a miles de trabajadores en la informalidad laboral y a millones de usuarios tan expuestos a un mal servicio, no será a la larga rentable para nadie.
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