Henry Kissinger, el diplomático de EEUU más poderoso y cuestionado del siglo XX
El 15 de enero de 1978, Henry Kissinger se encontró con Richard Nixon en el funeral de Hubert Humphrey, el rival demócrata al que ellos dos habían derrotado una década antes con sus primeros trucos sucios en comandita. Ya casi no se hablaban, pero en el funeral les tocó estar cerca. Nixon no perdonaba que Kissinger hubiera contado en público lo “raro”, “desagradable”, “nervioso” y “artificial” que era el dimitido presidente. “¿Sigues tan malo como siempre?”, le preguntó Nixon aquel día. “Sí”, contestó Kissinger. “Pero no tengo tantas oportunidades como antes”.
Lo cuenta el historiador Robert Dalleck en Nixon and Kissinger, su libro sobre la intensa relación de dos hombres que se retroalimentaron en sus peores instintos y también en sus ambiciones hasta conseguir pactos impensables. El momento refleja el sentido del humor que ayudó a Kissinger a convertirse en una de las estrellas del círculo de políticos, periodistas e intelectuales de Georgetown, el barrio de los ricos progres de Washington. En los peores momentos del Watergate, Kissinger seguía yendo a las cenas de Katharine Graham, la editora del Washington Post, aunque fuera a escondidas.
En su larga vida, ha sido una presencia en la política exterior de Estados Unidos que va más allá de sus cargos oficiales. Entre 1969 y 1975 fue consejero de seguridad nacional y, entre 1973 y 1977, también secretario de Estado, primero con Nixon y luego con Gerald Ford. Pero llevaba años influyendo como asesor en los gobiernos de Kennedy y Johnson, y siguió ocupando cargos en instituciones públicas y privadas durante décadas.
En la novena década de su vida, seguía dando consejos y publicando libros sobre diplomacia, liderazgo e inteligencia artificial. También seguía creando polémica, como cuando en 2022 sugirió que Ucrania cediera parte de su país a Rusia para acabar con la guerra y escribió que los líderes ucranianos bajo las bombas rusas no habían “aprendido el arte del acuerdo”. Hacía entrevistas, participaba en debates y seguía siendo un personaje que podía aparecer en una parodia con el cómico Stephen Colbert y en bulos de anti-vacunas (con frases suyas inventadas).
En 1973, era uno de los hombres más admirados y reconocibles de Estados Unidos, según Gallup. Ese año recibió el Nobel de la Paz junto al líder vietnamita Le Duc Tho por el alto el fuego que acabó con la guerra de Vietnam. El año siguiente salió indemne del escándalo del Watergate -le salvó que Nixon desconfiara de él y no le contara esa parte de chanchullos-. Negoció el desarme con la Unión Soviética, abrió el diálogo entre Estados Unidos y China en uno de los momentos decisivos de la Guerra Fría -incluida la organización del icónico viaje de Nixon- y logró un acuerdo para terminar con la guerra del Yom Kippur entre Israel y Egipto.
Pasaron años hasta conocer detalles de su intervención directa en los episodios más oscuros y dañinos de la política exterior de Estados Unidos, en Camboya, Indochina, Timor Oriental, Chile y Argentina. Kissinger fue llamado a declarar por jueces en España, Argentina y Francia. En 2001, hijos del militar chileno René Schneider lo denunciaron en Estados Unidos por no hacer nada para impedir el secuestro y asesinato de su padre en 1970, pero el caso fue desestimado en 2005 porque, según la sentencia, el juicio correspondía a políticos y no a jueces.
El escritor Christopher Hitchens publicó un artículo en 2001 convertido luego en el libro Juicio a Kissinger escrito a modo de acusación por crímenes de guerra. Numerosas investigaciones periodísticas y la publicación de telegramas y transcripciones desclasificados por el Gobierno de EEUU antes y después documentan parte de los hechos.
De Heinz a Harry
Heinz Alfred Kissinger nació el 27 de mayo de 1923 en Fürth, una ciudad feucha de Bavaria dedicada a la industria y con una comunidad de judíos relevante desde hacía siglos. Louis, su padre, daba clases de historia en un instituto y su madre, Paula, “tomaba las decisiones” porque era “la que tenía los pies en la tierra”, según contaba su hijo. Heinz estaba más interesado en el fútbol y en las chicas que en los estudios.
El ascenso de Hitler significó desde la infancia golpes, insultos y denuncias de sus propios vecinos nazis, pero Kissinger siempre insistió en quitarle importancia al trauma personal dentro de su trayectoria. “No era plenamente consciente de lo que estaba pasando. Para los niños, estas cosas no son tan serias. Ahora está de moda explicar todo de manera psicoanalítica. Pero la persecución política de mi infancia no es lo que controla mi vida”, dijo en una entrevista de 1974. Había algo de desafío contra su pasado: cuando visitó su ciudad natal en 1958, dijo que Fürth no le había dejado huella y que no recordaba “ningún incidente interesante” allí. Le molestaba especialmente que se ligara su falta de escrúpulos o su desconfianza en la democracia con su experiencia en la Alemania nazi, que prefería borrar de la memoria.
El 30 de agosto de 1938, unas semanas antes de la noche de los cristales rotos, por iniciativa de Paula, ella, su marido y sus dos hijos zarparon desde Southampton, en Reino Unido, hacia Estados Unidos, donde una tía había prometido mantenerlos pese a sus escasos recursos para que fueran aceptados en el país que les salvó la vida. Louis había sido obligado a dejar su trabajo como parte de la “limpieza” de Fürth, sus muebles habían sido confiscados y la familia había sufrido el ostracismo de sus amigos y vecinos mientras otros parientes eran encarcelados. Tíos y primos acabaron en campos de concentración y al menos una decena fueron asesinados.
Heinz Kissinger tenía 15 años cuando llegó a Washington Heights, un barrio de inmigrantes al norte de Manhattan que tenía tantos alemanes como para ser apodado “el Cuarto Reich”. Allí el refugiado se convirtió en “Henry” y aprendió inglés. Nunca perdería el acento bávaro, a diferencia de su hermano Walter, que tenía un año menos que él. Cuando le preguntaron a Walter por qué él ya no tenía acento alemán y su hermano, sí, contestó: “Porque soy el Kissinger que escucha”. Para el obituario de Walter, que murió en 2021 a los 96 años, el New York Times le preguntó por esto a Henry: contestó que era “un comentario muy inteligente” y, además, era verdad.
Kissinger hablaba de Nueva York como el lugar donde descubrió la tolerancia y por primera vez no tenía que cruzar de acera por miedo a una paliza, pero al llegar la vida de la familia tampoco fue idílica. Había grupos antisemitas en su barrio, discriminación y pobreza. Su padre sufrió depresión y le costó encontrar trabajo porque no sabía inglés. Logró un trabajo como contable, lejos de la enseñanza. Su madre aprendió rápido inglés y consiguió sacar adelante a la familia, trabajando primero como cocinera y luego montando su propio negocio de catering. Paula nunca dejó el barrio.
Con 16 años, Henry trabajaba en una fábrica al otro lado de la ciudad mientras iba a clase por la noche. Se matriculó en la universidad pública de Nueva York para ser contable. Leía a Dostoyevski, jugaba al tenis junto al último faro de Manhattan y ligaba bastante.
En 1943, con 19 años, recibió la orden de reclutamiento y después de tres meses de entrenamiento se convirtió en soldado con derecho a la ciudadanía estadounidense. Sin apenas experiencia, se encontró en el campo de batalla en Europa y en el país del que había huido.
Recibió una medalla al valor y estuvo entre los soldados que liberaron el campo de concentración de Ahlem, a las afueras de Hannover, donde los prisioneros estaban en “un estado casi no reconocible como humano” y los intentos de ayudarles fueron a menudo en vano porque ya no podían moverse o digerir comida. Kissinger le dijo a algunos prisioneros “eres libre”, pero él mismo se preguntaba el significado de la palabra ante tal nivel de destrucción y se atormentaba sobre cómo “todo el mundo había fallado” a personas despojadas de la “dignidad humana”.
Harvard
Los subsidios para los soldados que volvían de la Segunda Guerra Mundial le sirvieron para financiarse los estudios en Harvard, la meca de la intelectualidad y donde se volcó en su nuevo objetivo de ser profesor.
“Kissinger no quería vida social. Había venido a Harvard a estudiar, y estudiar es lo que hizo con una intensidad que intimidaba a sus compañeros de colegio mayor”, escribe Neil Ferguson en la biografía The Idealist (1923-1968). Muchos lo recuerdan leyendo hasta las dos de la mañana, muy serio y no interesado en chicas. Kissinger seguía con la cabeza puesta en la guerra, tenía más relación con antiguos compañeros de armas y estaba comprometido con Anne Fleischer, una contable de su barrio con la que se casó en 1949 y que era la que ganaba dinero mientras él estudiaba.
Se divorciaron en 1964 cuando su hija Elizabeth tenía cinco años y su hijo David, tres. La familia se quedó en Cambridge mientras él ascendía en Washington. Tenía fama de playboy, pero él decía que a las mujeres solo les interesaba su poder y que cuando lo perdiera se quedaría solo. En su célebre entrevista en 1972 con la periodista italiana Oriana Fallaci, dijo que las mujeres eran “un hobby” y que era muy difícil convivir con él. “Nadie va a ganar la batalla de los sexos, hay demasiada confraternización con el enemigo”, dijo en otra ocasión.
Se volvió a casar en 1974 con Nancy Maguiness, una experta en literatura francesa que conoció en la campaña de 1968. Mantuvieron su relación en secreto durante casi una década. Nunca se separaron.
La llamada política
En Harvard, Kissinger tuvo su dosis de desencanto con el Gobierno, en particular por la persecución de intelectuales, funcionarios y actores por parte del senador Joseph McCarthy que también afectó a la universidad. “Estamos siendo testigos, me parece, de algo que trasciende a McCarthy, la emergencia de una democracia totalitaria”, le escribió en 1954 a su compañero y amigo Arthur Schlesinger, que sería asesor de Kennedy.
Varios políticos se empezaron a interesar por él mientras se forjaba una reputación con sus ideas poco académicas, como la defensa del uso de armas nucleares tácticas y no sólo como último recurso de aniquilación total. Su tesis doctoral se convirtió en libro, A World Restored: Metternich, Castlereagh and the Problems of Peace, 1812-1822, y su primera defensa de la política “realista” que aspiraba a mantener el equilibrio de poderes sin grandes ideales con inspiración del Congreso de Viena.
En 1968, trabajó en la campaña presidencial de Nelson Rockefeller, el republicano y moderado gobernador de Nueva York, pero tras su derrota en las primarias, Kissinger se pasó a los demócratas. Asesoró al presidente Lyndon Johnson, a quien traicionó pasándole información a Nixon sobre las negociaciones de paz sobre Vietnam que la campaña del republicano boicoteó para que no hubiera acuerdo con el Gobierno demócrata antes de las elecciones.
Nixon “entre bambalinas, ayudó a socavar las charlas de París vía Kissinger, que estaba metido en su propia campaña de subterfugio -aconsejando al equipo de Johnson mientras le pasaba detalles al campo de Nixon”, cuenta Garrett Graff en Watergate: A History. Kissinger entonces “jugaba a todas las bandas”.
Entró en la Administración Nixon como consejero de seguridad nacional después de hacerse de rogar.
Como negociador astuto y académico respetado, contribuyó a algunos hitos de la presidencia de Nixon, como las primeras relaciones fructíferas con la Unión Soviética, que llevaron a varios acuerdos de desarme, y la apertura de relaciones con China. Con sus múltiples viajes y su fluida relación con Moscú, allanó el camino hacia el final de la Guerra Fría y pudo anunciar el final de la guerra de Vietnam.
El viaje de Nixon a Pekín en febrero de 1972 fue un hito, aunque entonces tuviera poca sustancia y, según reconocería después un ayudante de Kissinger, ayudara a “idealizar la mayor dictadura comunista del mundo”, como cuenta Tim Weiner en One Man Against The World: The Tragedy of Richard Nixon.
“Los intangibles de tu visita son más importantes que los resultados tangibles”, le dijo al presidente Kissinger, que había ido de avanzadilla el año anterior en un viaje secreto en que el después de 12 horas de debate sobre cómo contárselo al mundo se anunció la visita de Nixon. Kissinger tenía razón, el viaje es hoy hasta una ópera popular, Nixon in China.
Lobos solitarios
Pese a su desconfianza mutua, Nixon y Kissinger encajaron bien. El periodista Walter Isaacson, uno de los biógrafos de Kissinger, dice que compartían “una inclinación al secretismo, desagrado por compartir el reconocimiento con otros y una visión romántica de sí mismos como lobos solitarios”.
Una de las claves del éxito de Kissinger fue que a menudo se ponía como único interlocutor y desanimaba a líderes soviéticos y chinos a confiar en otros políticos estadounidenses. Su estrategia se le escapó para cabreo de Nixon en la entrevista con Fallaci, la periodista italiana, en noviembre de 1972, a la pregunta sobre por qué era tan popular: “El principal motivo viene del hecho de que siempre he actuado solo. A los estadounidenses les gusta mucho esto. Les gusta un vaquero que lidera el vagón del tren solo en su caballo, el vaquero que llega cabalgando solo al pueblo solo”, le dijo. Kissinger también dijo estar de acuerdo con que la de Vietnam era una guerra “inútil”.
La periodista describió después la entrevista como “la peor y más incómoda” que había hecho nunca y se quejó de las continuas interrupciones de Nixon, que llamaba sin parar a su entrevistado “como si fuera un hijo que no puede estar sin su madre”, según contó Fallaci en su libro Entrevista con la historia. Kissinger dijo que la entrevista había sido “desastrosa”.
Pero él ya había confesado a amigos periodistas en palabras mucho más crudas su incomodidad en un gobierno que él definía como “una casa de locos” llena de “granujas”. Nixon le llamaba “el chico judío”, a veces a la cara.
En la Administración Nixon desarrolló lo que luego se ha llamado política “realista”. “El bienestar del Estado justifica cualquier medio”, escribió Kissinger en Diplomacia, uno de los 20 libros que publicó.
“Nadie ha pensado más profundamente sobre asuntos internacionales. El pensamiento de Kissinger va contra todo lo que los estadounidenses creen o desean creer”, escribe Barry Gewen en The Inevitability of Tragedy: Henry Kissinger and His World, un libro que sugiere una relación entre su sufrimiento en la Alemania nazi y lo que hizo en su carrera. “Había visto cómo los procesos de la democracia pueden acabar desastrosamente mal”, escribe el periodista que ilustra un pesimismo de Kissinger que cree lo distingue de sus compatriotas porque solo creía que los líderes podían aspirar a “contener” la violencia de la que los humanos eran capaces.
La explicación académica no resistía su aplicación práctica. Algunas de sus acciones documentadas desembocaron en más violencia y más desorden con repercusiones que llegan hasta nuestros días.
Camboya, Laos, Chile
El caso más extremo fue el de Camboya y Laos, donde Nixon y Kissinger dirigieron bombardeos encubiertos. En Camboya, en cuatro años desde 1969, murieron al menos 100.000 civiles por los bombardeos de Estados Unidos que allanaron como reacción el ascenso de Pol Pot, el dictador que dirigió el genocidio de más de tres millones de personas. Cuando el New York Times reveló los primeros bombardeos en Camboya, Kissinger dijo que destruiría al responsable y supervisó personalmente las escuchas a 13 funcionarios y cuatro periodistas durante dos años, según cuenta Weiner en su libro sobre Nixon. El alcance de la campaña no se conocería hasta tres décadas después porque Kissinger, bajo las órdenes de Nixon, falsificó registros de bombardeos. La Administración de Bill Clinton reveló que EEUU lanzó más de 2,7 millones de toneladas de bombas sobre Camboya. Cinco décadas después, los agricultores siguen sin poder utilizar terreno fértil por artefactos sin detonar en su país.
En 1971, Kissinger no dudó en apoyar al Gobierno paquistaní en su campaña de exterminio contra la minoría bengalí para mostrar a los soviéticos su supuesta dureza. Cuatro años después respaldó al general Suharto de Indonesia cuando invadió Timor Este.
En 1973, respaldó el golpe de Augusto Pinochet contra el Gobierno de Salvador Allende. “No veo por qué tenemos que quedarnos al margen y ver cómo un país se vuelve comunista por la irresponsabilidad de su propia gente”, dijo en una comisión sobre operaciones secretas en 1970 sobre Chile.
Los detalles de qué hizo la CIA y bajo qué órdenes exactas de Nixon y Kissinger siguen sin ser públicos hoy pese a la desclasificación de miles de documentos. Muchos de los publicados por el Departamento de Estado siguen sin estar íntegros, pero la actuación antes y después de la Administración y su defensa del régimen de Pinochet son públicas.
En una conversación telefónica de septiembre de 1974 desclasificada y publicada por History Lab, un proyecto de la Universidad de Columbia, Kissinger comentó con el entonces director de la CIA, Bill Colby, la publicación del New York Times sobre el dinero que había destinado la CIA para apoyar a los opositores de Allende y se refirió a un gasto entre 500 y 600.000 dólares de los seis millones reservados. En otra conversación de esos días con un periodista, Kissinger no quería decir que no había estado involucrado. En otra llamada con el ex secretario de Defensa unos meses después, reconocía su “preocupación” y decía que no le gustaban “muchas de las cosas” que estaban pasando en Chile.
En 1975, ya habían salido a la luz las acciones de Kissinger y la prensa estadounidense lo acusó abiertamente de haber ayudado al golpe contra Allende. El periodista Anthony Lewis, uno de los más reputados de la época, comparaba en el New York Times la represión soviética de la primavera de Praga en 1968 con las acciones de Kissinger. “Si abrimos los ojos, no podemos dejar de ver que ahora hay una doctrina que se corresponde. Se debe llamar la doctrina de Kissinger”, escribió Lewis. “Apareció por primera vez en relación al Gobierno de Allende en Chile. En este contexto la doctrina puede ser enunciada así: Estados Unidos tiene derecho a conspirar contra cualquier gobierno constitucional de cualquier otro país si tememos que ese país se vaya de nuestra órbita”. Lewis también escribía sobre “el tormento a Camboya”, aunque entonces no se conocían todos los detalles. La doctrina Kissinger, escribió, se resumía en la “obsesión con el poder y el orden a expensas de la humanidad”.
Este legado siempre perseguiría a Kissinger en Estados Unidos y rara era la charla donde no le preguntaran por su descripción como “criminal de guerra”.
En abril de 2016, en una conversación en la universidad de Texas, en Austin, sobre la guerra de Vietnam, el director de la biblioteca presidencial de Lyndon Johnson le preguntó: “¿Qué dirá la historia sobre Henry Kissinger?”. Una mujer en la audiencia gritó “asesino”. Kissinger hizo una pausa, habló de lo agradecido que estaba a Estados Unidos por salvarle la vida, de lo difícil que es discernir los hechos en Internet y luego contestó: “Intenté hacerlo lo mejor que pude. Eso es todo lo que puedo decir”.
Henry Kissinger nació el 27 de mayo de 1923 en Fürth (Alemania) y murió el 29 de noviembre de 2023 en Kent (Connecticut, Estados Unidos).
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