“El capitalismo está conectado a nuestro flanco más irracional: el deseo, las ganas de tener y consumir cosas”

Desde hace algunos años, Alejandro Galliano se ha propuesto una tarea que presupone un esfuerzo intelectual excepcional: poner al capitalismo en el centro de sus reflexiones. En sus últimos libros, el recientemente reeditado ¿Por qué el capitalismo puede soñar y nosotros no? Breve manual de las ideas de izquierda para pensar el futuro (Siglo Veintiuno), y muy especialmente en La máquina ingobernable. Historia de cuatro capitalismos (El Gato y la Caja), el historiador, ensayista, editor y docente se anima con cuestiones de gran escala y no le esquiva a pensar a contrapelo. Para evitar caracterizaciones remanidas que a fuerza de utilizarse para todo terminan explicando cada vez menos, por ejemplo «neoliberalismo», La máquina ingobernable se organiza en torno a una periodización en la que cada fase del capitalismo (desde el gestacional 1.0 hasta el actual 4.0) se corresponde metafóricamente con una versión específica de un mismo tipo de software que se instala sobre un hardware más estable de instituciones, recursos y territorios. Sobre cada una de esas versiones, que resultan de las sucesivas crisis que el capitalismo ha tenido que atravesar, conversamos en esta entrevista.
–Tu libro empieza con una idea fuerte: solo recientemente se volvió a hablar de capitalismo en la Argentina. ¿Por qué te parece que ha sido así?
–Fundamentalmente por la militancia libertaria. La militancia más cultural y de redes, la que empieza con la crisis de 2018 y crece en la cuarentena. No sé si es porque sus lecturas austríacas, a diferencia de las corrientes ortodoxas, hablan de «capitalismo», o porque, como combaten al «comunismo», tienen que contraponerle algo igual de grande. De todas formas, a nivel global, algunos referentes, como Musk, también hablan del «capitalismo». Quizás, a diferencia de los 90, cuando el capitalismo estaba sobreentendido, en este momento crítico se supone que hay que militarlo.
–Suelen preguntarte principalmente sobre lo que caracterizás como capitalismo 4.0, pero me interesa arrancar por el capitalismo 1.0, caracterizado por su precariedad y marginalidad respecto de otras formas coexistentes e incluso mayoritarias. ¿La discusión entre los economistas clásicos, como Thomas Malthus y David Ricardo, era una discusión sobre un mundo todavía por venir?
–En cualquier sociedad compleja conviven varios regímenes económicos. La primera «revolución industrial» fue un fenómeno marginal tanto espacial como económicamente: los grandes negocios seguían estando en la banca y el comercio de Londres. Los talleres de Mánchester se ponderan a la luz de lo que vino después. El mayor mérito es para Adam Smith, el gran teórico del capitalismo liberal que se murió sin ver una fábrica en su vida. Malthus y Ricardo vieron un proceso un poco más maduro pero se trenzaron en una discusión de la que salieron muchos conceptos que explicaron el capitalismo posterior. Eso nos recuerda hasta qué punto la economía es una disciplina especulativa que se alimenta en gran medida de la imaginación y la abstracción.
–Aunque por momentos te referís al capitalismo como sistema, proponés sobre todo pensarlo como un entorno. ¿Cuál es la ventaja de esta caracterización por sobre la anterior, más clásica?
–Pensar algo como sistema supone pensarlo como máquina, como algo que funciona lógica y exteriormente a nosotros. El capitalismo en parte lo hace. Pero creció tanto que ya no es exterior a nosotros: nos rodea, con tecnologías, mercancías (muchas de ellas inmateriales), ciudades, paisajes intervenidos. También lo internalizamos. Y tampoco funciona lógicamente, porque es muy inestable y porque está conectado a nuestro flanco más irracional: el deseo, las ganas de tener y consumir cosas.
–Según investigadores como el sueco Johan Rockström o filósofos como el japonés Kohei Saito, ese deseo irracional de consumir pone en jaque a las posibilidades planetarias. ¿Desafiar al capitalismo es actuar contra algunos de nuestros deseos más arraigados? ¿Se pueden construir alternativas políticas atractivas para las mayorías desde esa lógica de la restricción?
–Construir alternativas políticas atractivas a partir de la restricción es casi una contradicción en sus términos. Todavía no se hizo y dudo que pueda hacerse en Occidente. Solo ciertas tecnologías del yo, muchas veces pastiches orientalistas como el budismo leído por Schopenhauer, funcionaron desde la restricción. Pero las traducciones políticas de eso han sido potencialmente totalitarias. El horizonte de posibilidad de una gestión planetaria que aplique un ajuste al consumo como el que requiere la crisis climática (incluyendo todas las propuestas de geoingeniería o terraformación) es tan autoritario como el proponen los adalides del capitalismo 4.0 con su «optimismo tecnológico». Pareciera que la deliberación horizontal, que fue un activo para Occidente e hizo posible la revolución tecnológica de la modernidad, hoy es un obstáculo para el planeta y para el capital. Lo digo con pesar.
–Contra lo que suele pensarse, sobre todo en estos tiempos de fuerte homologación entre capitalismo y mercado, sostenés la idea de que el capitalismo se constituyó principalmente contra el mercado y perduró de ese modo en cada una de sus encarnaciones. ¿Por qué?
–Es una idea del historiador Fernand Braudel, que tiene un fundamento estrictamente histórico: mercados hubo en todas las sociedades con algún excedente que intercambiar. Incluyendo a la URSS. Si el intercambio es parte de la sociabilidad humana, el mercado es un dato casi antropológico. La lógica del capitalismo, lo que lo distingue y le permite existir, no es el intercambio, es la acumulación: ganar para reinvertir una parte, para producir más, para ganar más, para reinvertir y así. Esa acumulación puede necesitar del mercado o no. Se puede acumular más y mejor en monopolios, mercados cerrados, con circuitos de distribución internos a la empresa. Lo dice Peter Thiel: para el capitalismo, los monopolios son mejores que la competencia.
–¿La competencia en este contexto es “para perdedores”, como sostiene Thiel?
–Es para los márgenes del capitalismo, donde sigue actuando el mercado. Pero esos márgenes, llamados «economía informal», son cada vez más grandes, involucran cada vez a más personas y movilizan cada vez más riqueza. Al punto de que el término «margen» va siendo cuantitativamente inexacto. Ese también es un dato del capitalismo 4.0.
–Decís que el desequilibrio planetario fue el motor de la modernidad. ¿Cuál es el motor de este tiempo usualmente caracterizado como post todo que nos toca vivir?
–El mismo porque el desequilibrio no hace más que agravarse. La humanidad es deficitaria: consume más energía de la que su entorno puede generar. Por eso progresamos: porque si nos quedamos donde estamos agotamos los recursos. Nuevas tecnologías, nuevos territorios. El primer boom digital, en los 90, generó una ilusión de inmaterialidad: industria sin chimeneas, autopistas del conocimiento, etc. Mentira: las industrias con chimenea estaban en Asia y los bienes llegaban en barcos diesel. Ahora hay disputas por recursos, el consumo eléctrico del machine learning disparó el consumo de carbón a niveles previos a los acuerdos de Kyoto. Si querés ponerle un post, es la post inmaterialidad. La venganza de lo real.
–¿Se podría decir que el capitalismo 2.0, configurado en tiempos de la Segunda Revolución Industrial y la expansión Imperialista, es el primer capitalismo autoconsciente?
–Es una sociedad que estimuló la creación de un enorme volumen de producción intelectual sobre sí misma, en lenguajes que todavía usamos: la primera sociología, la primera psicología, el marginalismo, es decir, el pensamiento económico moderno. Sumale el periodismo, si querés. Sin embargo al capitalismo 1.0 no le faltaron discursos sobre sí: la economía clásica, el idealismo alemán, el romanticismo, el utilitarismo, el doctrinarismo francés, etc. Solo que las modas y paradigmas académicos declararon todo eso obsoleto, mientras el pensamiento de principios de siglo XX sigue siendo canónico. En un punto es injusto. Pero es así, hasta que la academia se anime a jubilar a Freud, Weber y Jevons, o a recuperar a Novalis, Bentham y Saint-Simon.
–El capitalismo de la Segunda Revolución Industrial produjo cartelización y oligopolios. ¿Por qué, según afirmás, el resultado de una dinámica de mercado produjo antimercado? ¿Qué conexión hay entre esta situación y las afirmaciones actuales de megamillonarios como el antes citado Peter Thiel, que consideran que la competencia es mala para el capitalismo?
–Las crisis capitalistas tienden a concentrar el capital porque destruyen empresas y las que sobreviven las absorben y se agrandan. Además, la concentración parece un resguardo ante crisis venideras. Pero no siempre es así. La crisis de los años 70 produjo una desconcentración: muchas empresas tercerizaron parte de sus procesos, las siete grandes petroleras perdieron participación en el mercado global. Eso se empezó a revertir luego de la crisis de las puntocom. Hoy, la digitalidad favorece la concentración porque los datos se valorizan en proporción directa a su volumen, y el machine learning agrava la tendencia.
–Una característica no siempre discutida cuando se habla del capitalismo de la Segunda Revolución Industrial es su efecto en la homogenización de ecosistemas. ¿Hay una relación directa entre el desarrollo de este tipo de capitalismo y lo que solemos llamar antropoceno?
–Sí. Al «antropoceno» algunos lo remontan hasta el Neolítico, cuando el desarrollo de la agricultura cerealera homogenizó varios ecosistemas habitados por humanos. Así que tanto el «antropoceno» como la homogenización son producto del déficit energético humano. Pero la gran aceleración se produce después de la segunda guerra mundial, con un despegue demográfico notable (que se frenó en los 80), un despliegue global de tecnologías y procesos debido a la transnacionalización de empresas, y un paradigma productivo «fordista», que favorecía la estandarización y masificación de todos los procesos, desde el agro (que aplicó fertilizantes, semillas y fitosanitarios del mismo tipo en diferentes ecosistemas) hasta los servicios y la industria cultural. Si bien con el «posfordismo» del capitalismo 3.0 se buscó cierta diversificación y desmasificación, la pérdida de diversidad biológica y tecnológica se agravó.
–En tu caracterización de los orígenes del capitalismo argentino, ese modelo en su momento exitoso que no podía durar y no duró, decís que siempre creció más en extensión que en profundidad. Y uno podría pensar que lo mismo ocurrió con otros procesos como la urbanización y la industrialización, que no resultaron de procesos planificados. ¿Cuánto de esa condición extensiva y casi salvaje se prolonga hasta hoy?
–Para planificar hace falta pensar a largo plazo, disponer de herramientas para ordenar a agentes diversos y tener ganas de planificar. En Argentina los ciclos económicos son muy cortos e inestables, las instituciones son débiles y muchas veces ilegítimas y para la mayor parte de los actores planificar es algo ingrato, si no innecesario. Así que las conductas y los desarrollos, aún los exitosos, son desarticulados, aislados, muchas veces desenganchados de la idea del capitalismo argentino como un sistema.
Tenés enclaves tecnológicos que funcionan de manera integrada, buena parte de la producción agrícola también (si omitimos la precariedad de las prácticas ambientales).
La urbanización sigue sin planificarse, no solo en las conurbaciones: parece haber una renuncia a planificar lo más elemental de las grandes ciudades, como arbolado o transporte público. La industria se ordenó y racionalizó en los 90, a costa de un desempleo muy grande. Después de la crisis de 2001 se volvió a favorecer un tejido industrial desparejo, muy disperso, con bolsones de muy baja productividad. La única meta fue generar empleo. Antes de enroscarnos en la eterna discusión argentina entre industriales y liberales, conviene pensar qué modelo industrial: si uno concentrado en ramas competitivas que sea capaz de exportar aunque genere poco empleo, o uno disperso que genere empleo pero que no sea competitivo. Los dos tienen un precio y la sociedad argentina a la larga no quiere pagar ninguno.
–La idea de máquina ingobernable atraviesa todo el libro, pero nunca adopta mayor carnadura que cuando describís este capitalismo actual, que llamás 4.0, y caracterizás como una instancia fuertemente atravesada por la concentración del flujo financiero en las tecnologías digitales. ¿Cuáles son las razones actuales de esa ingobernabilidad recargada?
–Primero, porque el paradigma tecnológico 4.0 es muy inestable. Son máquinas virtuales que se van modificando por nuestro propio uso. Por eso todos esos análisis que se centraban en la digitalidad como mecanismo de control no estaban mal pero sobreestimaban la estabilidad de estos procesos. Además generan un parque tecnológico que altera nuestra conducta colectiva. Hasta la década del 2010 fuimos ciudadanos pasivos rodeados de receptores (radio, tv, computadoras conectadas a la web 1.0), ahora estamos rodeados de emisores receptores y compelidos no solo a opinar de cada cosa, sino a hacerlo de la manera más llamativa, que rara vez es la más racional y considerada.
En segundo lugar, hay una precarización muy grande de las condiciones de vida, en el sentido de que es cada vez es más difícil prever decisiones personales y familiares a largo plazo, sino que muchas actividades se desarrollan por fuera de los marcos legales formales, sea trabajo, consumo, etc. Esto es un poco consecuencia del funcionamiento «informal» de buena parte del capitalismo 4.0, y un poco consecuencia del agravamiento de la crisis climática que inestabiliza nuestro entorno material: ya no sabemos qué va a pasar si llueve mucho o muy poco.
–Tu caracterización del capitalismo 4.0 argentino, cuyo origen podríamos fechar en torno al colapso de 2001, hace hincapié en el modo en que se hizo sistema de una crisis. ¿Cuál es el impacto de esta ofensiva mileísta pospandémica sobre la imposibilidad de nuestro bienestarismo y nuestro neoliberalismo?
–El gobierno está tratando de construir neoliberalismo local justo cuando el neoliberalismo global está en retirada. Eso tiene una explicación: en el casi medio siglo que duró el neoliberalismo global, Argentina apenas tuvo diez años de neoliberalismo pleno en los años 90 y otros cinco años de neoliberalismo fallido en los años 70. Y ninguna de las dos experiencias terminó bien. Desde el año 2001 se extendió un modelo basado en hacer sistemático lo que durante la crisis se consideró provisional, combinando rasgos del capitalismo 3.0 (desregulación, tercerización, informalidad), con elementos del capitalismo 2.0 (proteccionismo, intervencionismo, inflación). Sacando su psicosis política, el mileísmo está aplicando un ajuste mucho más parecido a los típicos ajustes argentinos 3.0 que al anarcocapitalismo que proclama. Es el cierre de eso que empezó en 2001. Por un lado, era inevitable que terminara; por otro, no sé cómo va a salir esta manera específica de terminarlo. No creo que el mero rebote posinflacionario alcance para reactivar, supongo que el gobierno ruega que los RIGI o Vaca Muerta hagan su magia antes de que se acaben los dólares o la paciencia colectiva.
–Me pongo por un momento en abogado del diablo y retomo una pregunta antipática que circula en los medios: ¿y si les saliera bien?
–Es una posibilidad. Plantearlo desapasionadamente no me parece ni fantasioso ni terrible. No va a ser una sociedad de mi agrado, pero tampoco lo sería otro colapso económico argentino, que también es posible. Pero aun así no va a torcer los rasgos del capitalismo 4.0: informalidad, transición energética (que es una oportunidad para el gas de Vaca Muerta pero puede llevarse puesta a la mayor parte de la industria automotriz local), desglobalización (que viene dándose desde antes de Trump y para nosotros implica el drama de venderle algo al mundo cuando tu mercado interno es tan chico) y el impacto de la automatización, que parece lejano pero tarde o temprano llega.
EM/NS
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