Cenizas del paraíso

Estaba pensando en esta primera columna, en contar el espíritu de este espacio quincenal en el que intentaré bajar a tierra alguna de las ideas —o de los gérmenes de idea— que se me aparecen a las siete de la tarde, cuando cierro la jornada laboral, me pongo los auriculares, doy tres pitadas y salgo a pasear al perro sumida en la nebulosa con la que me gusta terminar el día; planeaba escribir sobre uno de los pocos momentos de pensamiento errático que todavía tengo —y necesito—, cuando murió el Papa y fue como si todas las calles se hubieran cerrado de repente y hubiera quedado una única avenida para ir de un lado a otro, y entonces hubiera que entrar ahí de un modo inevitable, casi como condición para seguir formando parte de este mundo.
Murió Francisco.
Tengo esto para decir.
Vengo de una familia de tradición atea cuyos miembros, conforme fue pasando el tiempo y fue llegando la vejez, fueron —fuimos— entendiendo y respetando la necesidad de creer y conectar con la divinidad usando los instrumentos que cada uno necesite. Oración, mantras, matemática: todo vale cuando se trata de no ser tan infeliz e intentar ordenar el caos de la existencia. Un misterio que no se expresa en palabras, sino en formas tal vez incodificables (podrían ser algoritmos, como los de “Juego”, el episodio cuatro de la última temporada de Black Mirror, o podrían ser círculos de tinta evanescente, como los de la película Arrival) y al que la iglesia católica le dio un sentido preciso: decretaron que Dios, la inmensidad sin alfabeto, se pronuncia —entre otros dispositivos— en decálogos que empiezan con la palabra “no”.
La decisión, que suena más a un contrato para que las sociedades no se fagociten a sí mismas, terminó haciendo de la Iglesia un brazo moral del poder secular: una lógica de policía bueno y policía malo donde Iglesia y Estado se alternan los roles según convenga, y de la que no es fácil escapar, por mejores intenciones que tenga la jerarquía de turno.
Francisco ordenó una auditoría al Banco Vaticano; renunció visiblemente a lujos personales; implementó recortes salariales en las altas jerarquías; permitió a las mujeres dirigir ciertos ministerios; por primera vez bendijo a las parejas gays; recibió a una joven católica con un pañuelo verde atado en la muñeca y endureció las leyes contra los abusos sexuales en la Iglesia. Francisco hizo cosas. Pulsó el botón de un ascensor que estaba en el menos diez y lo subió al menos ocho: un nivel donde los números del Banco Vaticano siguen siendo opacos, donde sigue habiendo cardenales con chofer, cocinero y chofer del cocinero, donde no se fuerza a los obispos a colaborar con la justicia civil en casos de pederastia, donde las mujeres siguen sin poder entrar al sacerdocio y a cualquier instancia de poder real dentro de la institución y donde las parejas gays son toleradas siempre y cuando no tengan el tupé de querer ejercer la igualdad ante los ojos de Dios y, por ejemplo, casarse frente a un altar.
Es posible que ese gradualismo tuviera mucho de astucia. Entrar al Vaticano con los tapones de punta puede ser la mejor forma de morir sospechosamente y pronto, y de Francisco —entre tantas cosas que se dijeron estos días— se aseguró varias veces que fue un “animal político”, un hombre capaz de tender puentes a través del diálogo y la retórica.
La pregunta —la mía, al menos— es qué conectan esos puentes. Porque cada vez que el Papa habló del “exhibicionismo y los anuncios estridentes de los líderes políticos”, del “escandaloso aumento de la pobreza”, de los “bienaventurados que se oponen al odio y a la confrontación permanente”, y cada vez que dijo “basta de guerras” y “basta de avaricia”, siguió todo igual. Siguieron las guerras, el hambre y la corrupción (en algunos casos, los mismos que provocaban esas guerras y tenían esa avaricia pasaron a recibir la bendición papal, que no se le negó a nadie), por lo que muchas de las palabras dichas terminaron quedando flojas de sentido, o construyeron su hondura solo porque el consenso social y religioso había instalado que eran profundas, aún cuando en otro contexto —por ejemplo, cuando el “basta de guerras” lo pronuncia una Miss Universo— serían tomadas como lo que tal vez son: exhortos que, si no tienen consecuencias, son llevados por el viento.
El ejemplo más reciente se dio en el barrio de Flores —a diez cuadras de mi casa—, durante la misa por Francisco que dio el Arzobispo de Buenos Aires, Jorge García Cuerva. “El mejor homenaje es estar todos unidos porque él siempre insistió con la fraternidad universal. Hay que apostar por la unidad y respetarnos”, dijo García Cuerva ante un auditorio que escuchó, procesó y —en algunos casos— evacuó las palabras en tiempo récord, ya que quince minutos y treinta metros después estaban matándose otra vez en la vereda.
“Hay algo que no terminamos de entender los argentinos”, dijo un periodista que escuché en la radio, a propósito del descalabro que se armó, y me quedé pensando en eso. Si la curia dice “no más guerras” y las guerras suceden, si dice “basta de odio” y lo mismo, ¿quién es el que tiene que entender qué cosa?
No tengo demasiada idea. Solo pienso que, en estos últimos años, el poder político y la Iglesia volvieron a encarnar la díada perfecta que habían formado hace siglos. Después de un Joseph Ratzinger ultraconservador y oscurantista, al que llegaron a apodar “el Rottweiler de Dios” y con el que ya no rendía mucho fruto sacarse una foto —si es que Ratzinger lo permitía, porque era bastante chúcaro y sombrío—, apareció la figura perfecta, el hombre bondadoso y carismático que permitió a la Iglesia recuperar un bastión y, a mi modo de ver, también un bien de intercambio. La Iglesia volvió a ser el baño moral que se da la política cuando va al Vaticano a buscar la foto que le permita lavar sus culpas, y en contraprestación logró que el poder político volviera a ser, para la Iglesia, el cable a tierra imprescindible, el dispositivo secular al que echa mano la institución católica para mantenerse conectada al mundo en una era donde, a la hora de las preguntas y respuestas, Dios va perdiendo terreno frente al chat GPT Plus, que vino a serruchar pisos a mansalva.
Entre todos los puentes que tendió Francisco en estos años, entonces, está ese: el que une ambas esferas. El que permite que, en un mundo astillado en demasiadas partes, siga habiendo líderes políticos haciendo lo que quieren con el sosiego moral que da una bendición a tiempo, y siga habiendo una institución religiosa que —todavía hoy, y a pesar de todo— tiene autoridad moral para señalar los vicios del mundo desde un paraíso fiscal que solo rinde cuentas ante Dios, la única entidad que no las necesita.
JL/DTC
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