Jimmy Carter: el presidente más derecho y más humano
“Fue el único presidente de EEUU gracias al cual murieron menos y no más latinoamericanos”. Así definía Tulio Halperin Donghi al trigésimo noveno inquilino de la Casa Blanca. La fórmula acuñada era un reconocimiento a los efectos regionales de los cuatro años de una administración única concluida en 1981. El historiador argentino que murió en California en 2014 solía rematar este balance con otro dato estadístico de pertinencia no menos regional: “Fue el único expresidente estadounidense que en Latinoamérica y las ciudades caminaba por la calle sin temor, sin injuria y sin insulto”.
En enero de 1977, Jimmy Carter, que murió centenario en 2024 en su Georgia natal, juró a los 52 años en Washington como 39° presidente de EEUU. Sucedió a Gerald Ford, el republicano que había visto frustrada su reelección. También Carter vería frustrada la suya propia. Cuatro años después, la respuesta ineficaz de la nueva Casa Blanca a crisis económicas globales heredadas y la irresolución de una imprevista y previsible crisis diplomática con Irán privaron de segundo mandato a este presidente que había hecho de los DDHH brújula ética de sus decisiones políticas. Pero noviembre de 1980 el electorado ya no quería más justicia social: quería menos inflación. Humillante, la derrota demócrata también fue larga: durante los 12 años siguientes gobernaron los republicanos. Desde que enero de 1981 el ex actor de Hollywod y dirigente gremialista Ronald Reagan juró como 40° presidente de EEUU y sucedió a Jimmy Carter, la derecha y el neoliberalismo fueron los dueños del poder de Washington.
El hombre de la pampa
James Earl Carter Jr nació en Plains, estado de Georgia, el 1° de octubre de 1924 y murió centenario el 29 de diciembre de 2024 en esta misma localidad sureña donde había nacido. En la rural Plains (en inglés, Llanura/s) la familia Carter explotaba una plantación de maní. Al fin de la Segunda Guerra Mundial, donde había combatido como oficial a cargo de un submarino, Jimmy Carter se casó en la iglesia bautista de Plains de la que era diácono. Su esposa Rosalynn Smith, futura madre de tres hijos y una hija que sobreviven al expresidente, había sido la mejor estudiante de su promoción en la escuela pública local.
Según el último Censo decenal de EEUU, la población se duplicó en Plains desde 1976: en 2020 era de 573 habitantes. En ese número se contaban Rosalynn y Jimmy. La ex Primera Dama y el ex presidente demócrata vivieron allí antes y después de sus cuatro años en la Casa Blanca Con su apellido de casada, Rosalynn Carter fue la primera Primera Dama de la historia en participar de las reuniones formales de gobierno. Cuando Rosalynn murió en 2023 a los 93 años había vivido 77 años de matrimonio; fue enterrada en Plains. Enfermo terminal, Jimmy, el presidente más longevo y el primero de EEUU en nacer en un hospital (y no en una casa particular), pasó los últimos 19 meses de su vida en internación domiciliaria bajo cuidados paliativos. Cumplió 100 años el primer día de octubre; el ex presidente demócrata quería llegar vivo, como lo hizo, hasta el quinto día de noviembre para votar en la elección presidencial por Kamala Harris, la candidata partidaria que, a diferencia de él que en 1976 desafió como opositor a un ex vicepresidente, era una vicepresidenta que representaba al oficialismo. También a diferencia de Carter, la demócrata Harris fue derrotada en su primera postulación presidencial.
Citizen Jimmy
En vísperas de las elecciones que finalmente ganó sin mayores obstáculos en 1976, el futuro vencedor de Gerald Ford y ex gobernador de Georgia era sin embargo un bastante perfecto desconocido para el electorado nacional. A tal punto que la malograda campaña del ex vice de Richard Nixon siguiera denigrando a este rival que lo desafiaba con el latiguillo del alias lacrado por el fatigado humor político: Jimmy Who?
El triunfo en las presidenciales del año del Bicentenario de la Independencia de 1776 fue para el candidato opositor peor conocido en la historia electoral de EEUU. El desconocimiento personal no le jugó en contra a Jimmy Carter. Ya ese mismo año bicentenario se había ganado la candidatura oficial partidaria en unas primarias donde empezó como el precandidato más oscuro en la historia del Partido Demócrata. Y ya exiguos y tibios de antemano, el primer martes de noviembre los fuegos y la lumbre de la antorcha oficialista se apagaron. A la inversa que su vencedor, el candidato republicano vencido Gerald Ford resultó ser un personaje conocido por demás. Llegado a la presidencia, el ex vice del renunciante Richard Nixon había indultado a su ex compañero de fórmula para librarlo de un procesamiento judicial por el caso Watergate.
Cuando el 22 de enero de 1977 James Earl Carter Jr asumió la presidencia, lo hizo como el ciudadano Jimmy. Hombre de diálogo, fue el primer presidente de la historia en prestar juramento bajo su apelativo coloquial cotidiano. Jimmy Carter olía en Washington a buena conciencia familiar y religiosa, a paz y transparencia, a DDHH y legalidad: a aire fresco, limpio y violento que soplara como un viento pampero desinfectante pero democrático, llegado desde la reserva moral y la inocencia rural del Sur hasta la capital del país y del pecado. Como si el credo de transparencia y legalidad fueran a librar al Distrito de Columbia de corrupción, tecnocracia y secretismo. En 1977 el Old South retenía su imagen tradicional: demócrata, blanca, agrícola. Y muy religiosa, aunque media centuria atrás su identidad fuera todavía más bautista que evangélica, más de capilla y escuela dominical que de megachurch y mass media. El candidato Carter se declaraba un cristiano nacido de nuevo que sabía que Dios, como dice el evangelio del apóstol Juan, es amor. Cuando una sentencia de la Corte Suprema asentó la constitucionalidad del matrimonio igualitario, el ex presidente aprobó la decisión judicial como un creyente: “¿Quién puede dudar de que Jesús estaría a favor del casamiento entre personas del mismo sexo?”.
Los DDHH entran (y salen) del centro del poder
Después de la corrupción e ineficacia grotescas exhibidas en el caso Watergate por la Casa Blanca, de la pasión inútil pero onerosa desplegada por el belicismo cínico pero irreal de la Secretaría de Estado y el Pentágono, la nueva administración demócrata lució, con un brillo original aunque efímero, como el antídoto correcto para la Realpolitik egoísta de la pareja Richard Nixon y Henry Kissinger. Había prometido un corte drástico del gasto militar, la coexistencia pacífica con la Unión Soviética, la reducción de la pobreza mundial, el control del armamentismo nuclear, y una reconciliación con una América Latina infestada por las dictaduras golpistas cuya instalación habían favorecido operativos criminales sólo a medias ocultos de la CIA.
Con la Unión Soviética la administración demócrata negoció un acuerdo de la serie SALT (Strategic Arms Limitation Talks) y en 1979 Jimmy Carter firmó en Viena con su par Leonid Brezhnev el entendimiento que limitaba número y tipo de misiles nucleares intercontinentales para las FFAA de las dos máximas superpotencias militares en un mundo que era todavía el de la Guerra Fría. El desentendimiento entre entre Washington y Moscú no se demoró en regresar y lo hizo ese mismo año, cuando las tropas soviéticas invadieron Afganistán e instalaron un gobierno comunista en Kabul.
En América Latina el buen éxito fue relativo pero menos breve. El impulso por recobrar para el gobierno de EEUU la reputación moral extraviada por el intervencionismo anticomunista de Nixon, Ford y Kissinger sólo halló su freno con la conclusión de la presidencia demócrata. En 1977 fue Carter quien restituyó a Panamá, gobernado por el general populista Omar Torrijos, la soberanía sobre el Canal bioceánico cuyo control hoy Donald Trump aspira a recuperar para Washington en el contexto de su enfrentamiento global con Pekín.
Una paz, una guerra, 53 rehenes y 444 días
Al Cercano y al Medio Oriente debió Jimmy Carter el logro más límpido y la mancha más indeleble de la política exterior de su presidencia.
El 17 de septiembre de 1978 el presidente egipcio Anwar Sadat y el premier israelí firmaron en Camp David, residencia vacacional de los presidentes de EEUU, el primer acuerdo de paz y reconocimiento recíproco entre el Estado hebreo y un país árabe. Un logro con resultados perduralbles: en el casi medio siglo transcurrido nunca se han visto rotas ni suspendidas la comunicación y las relaciones trabadas entre Tel Aviv y El Cairo.
El 4 de noviembre de 1979 un hecho violento en Teherán signó con su trazo último, luctuoso y definitivo la parábola de ese experimento en el arte optimista de gobernar y de conducir las relaciones internacionales que fue para EEUU la administración Carter. Estudiantes iraníes entusiastas de la revolución islámica del ayatolá shiita Ruhollah Khomeini ingresaron en la Embajada de EEUU y retuvieron a 53 personas empleadas en la legación diplomática. En su discurso del Estado de la Unión de enero de 1980, Carter calificó el hecho como “chantaje” y al personal retenido “víctimas del terrorismo y la anarquía”. En Irán, la acción era considerada en términos de resistencia contra el gobierno de EEUU que socavaba la gobernabilidad de la Revolución islámica, que había sostenido y protegido desde 1953 al régimen depuesto de la dinastía Pahlavi y dado refugio a Mohammed Reza Pahlavi derrocado el 11 de febrero de 1979. Una vez fundada la República Islámica, sus autoridades solicitaron la extradición del último Shah de Irán para que fuera juzgado por terrorismo de Estado y y por presuntos delitos de lesa humanidad cometidos por la policía política secreta. Washington denegó la solicitud. Una señal de complicidad con aquellos crímenes o de interés por encubrirlos, decodificaron en Teherán.
La ‘crisis de los rehenes’ duró 444 días y engendró otras crisis. EEUU consideraba que Irán había incurrido en una violación fragante de los principios del Derecho Internacional consagrados en la Convención de Viena de 1961 que otorgaba inmunidad al personal de las sedes diplomáticas en el extranjero. Para defender esos principios, fracasadas las negociaciones, el presidente Carter ordenó la operación militar Garra de Águila, una intervención que involucraba a los portaaviones de guerra que patrullaban las aguas del Golfo Pérsico y que fue puesta en marcha el 24 de abril de 1980. El rescate falló, y en el fracaso murieron un civil iraní y ocho militares norteamericanos cuando su helicóptero se estrelló accidentalmente contra un acorazado de la propia flota. Cyrus Vance, el Secretario de Estado, renunció de resultas de la impotencia para cumplir sus cometidos demostrada por las FFAA más poderosas del mundo.
Cuando en septiembre de 1980 Irak invadió Irán, al presidente iraquí Saddam Hussein no le faltaron estímulos ni crédito ni armas de EEUU. Había comenzado la guerra Irak-Irán, que duraría ocho feroces años. En la nueva encrucijada, el gobierno de Teherán decidió reanudar bajo la mediación del gobierno de Argelia las negociaciones interrumpidas con Washington. Los rehenes fueron entregados por Irán a la custodia de EEUU un día después de la firma de los Acuerdos de Argel y apenas un par de minutos más tarde de que Ronald Reagan jurara presidente.
‘No queremos más justicia social: queremos menos inflación’
Ni menor ni menos letal para el presidente Carter sino aún más determinante para su impopularidad que el desprestigio internacional fue la crisis económica nacional y las turbulencias del mercado energético que la administración demócrata peleó con los instrumentos equivocados. Las decisiones políticas resultaban no sólo ineficientes sino sobre todo contraproducentes. El gobierno estableció controles a los precios del petróleo y de los combustibles con la expectativa de aplacar o enervar así las corridas especulativas. No fue esto lo que ocurrió. La inflación galopante fue acompañada en su súbita aceleración por la recesión: en los dos últimos años del período presidencial demócrata el modelo de stagflation (estancamiento + inflación) setentista alcanzó su clímax, su apoteosis y su cúspide. La ínfima popularidad de Carter corría cuesta abajo hacia su nadir. Entre las élites golpistas de las dictaduras latinoamericanas circulaba un chiste antidemocrático y revanchista: “La mejor prueba de que en EEUU cualquiera puede ser presidente es su presidente”.
La crisis económica y energética nacional e internacional se agravaban en espiral y el derrotismo había visto reabrirse la cicatriz mal cerrada de Vietnam con la herida fresca de Irán. En enero de 1981 el presidente Carter abandonó para siempre la Casa Blanca. En noviembre de 1980 había perdido las elecciones y su popularidad y aprobación continuaron bajando después de la derrota. De los sondeos emergía como un líder fallido, débil e inepto.
Decididamente, en 1980 el electorado de EEUU ya no quería más justicia social. Quería menos inflación. El primer martes de noviembre el triunfo del candidato republicano conservador Ronald Reagan fue arrollador. Cuando este ex actor de films de guerra, ex sindicalista de Hollywood, y ex gobernador de California –con el que a veces se compara a Donald Trump, ex animador de realities en la televisión chatarra– juró como presidente, el neoliberalismo había llegado a Washington para quedarse.
AGB
0