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Veinte años de Nueva York en Chinatown: de la resurrección tras el 11-S a la crisis de la pandemia

Chinatown, Nueva York.

Eveline Chao

Nueva York —

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Cuando el segundo avión secuestrado por terroristas se aproximó a la Torre Sur del World Trade Center el 11 de septiembre de 2001, Amy Chin ya había huido del lugar. El primer avión ya había impactado contra la Torre Norte unos minutos antes y todo había quedado cubierto de papeles y de humo. 

“Entonces el cielo se volvió naranja y el segundo avión se estrelló contra la Torre Sur”, explica Chin, que en ese momento dirigía una organización artística china.

Consiguió llegar a su oficina, situada en una de las calles de Chinatown más al sur y más cercanas a Wall Street, y ya estaba dentro cuando sintió que “las ventanas se estremecían y la tierra las tragaba”, mientras en el exterior, una enorme nube gris se extendía por la avenida. La Torre Sur acababa de derrumbarse.

El barrio de Chinatown, situado a pocas manzanas de la Zona Cero, se llenó de humo denso, escombros y personas con aspecto aturdido y cubiertas de ceniza, que se dirigían hacia el norte de Manhattan. En los días siguientes, también se llenó de carteles de los desaparecidos –un rostro tras otro, sin que se conociera todavía su suerte– y de miembros de la guardia nacional y de la policía, impidiendo que la gente y los vehículos entraran en lo que se conoció como “la zona congelada”.

Lo que pasó a continuación no tenía precedentes en Nueva York, pero tras la irrupción de la pandemia de la COVID–19 resulta muy familiar: calles vacías, negocios paralizados, altas tasas de desempleo.

Los vecinos empezaron a estar muy preocupados por su salud; por el impacto que podía tener inhalar las partículas tóxicas que flotaban en el aire y por la incertidumbre absoluta sobre el futuro. Entonces, como ahora, esa crisis puso a prueba a la comunidad y dejó al descubierto sus problemas y, por extensión, las debilidades del país en general. Sin embargo, también sirvió de estímulo a la población para ponerse en marcha, mostró las necesidades del barrio y demostró su capacidad de recuperación.

El barrio aislado

El barrio chino de Manhattan es un enclave étnico nacido de la exclusión, una gran ironía, si tenemos en cuenta su proximidad con el ayuntamiento. Fundado por marineros y mercaderes chinos, que echaron raíces cerca de lo que entonces era una zona portuaria multiétnica y multilingüe, la cifra de residentes creció considerablemente durante la década de 1870, cuando las oleadas de violencia antichina en el oeste de Estados Unidos empujaron a un gran número de trabajadores chinos hacia la costa este. En 1882, la aprobación de la Ley de Exclusión China congeló en gran medida a la comunidad durante ocho décadas, hasta que los cambios en la ley abrieron la inmigración de países fuera de Europa occidental.

Tras los atentados del 11-S, un lugar que se caracteriza por estar fuera de lugar quedó aún más aislado. Durante ocho días, se bloqueó la entrada de vehículos y de personas no residentes y el acceso siguió siendo difícil durante muchos meses más. Durante mes y medio, dos líneas de metro se saltaron las paradas de Chinatown. Se interrumpió el servicio de las líneas telefónicas y de red y el servicio completo no volvió a funcionar hasta cuatro meses más tarde. Excepto la comunidad de Chinatown, nadie tuvo conocimiento de estos problemas o del impacto que tuvieron sobre los residentes y los negocios. “Siempre se da por sentado que los estadounidenses de origen asiático están bien”, señala la socióloga del Hunter College Margaret M. Chin.

La pandemia

Veinte años más tarde y en un nuevo contexto de crisis, muchos residentes se sienten de nuevo ignorados. El racismo y la xenofobia vaciaron las calles de Chinatown a finales de enero de 2020, meses antes de que la ciudad impusiera medidas de cierre de establecimientos para frenar la pandemia de la COVID–19.

En los devastadores 20 meses transcurridos desde entonces, numerosos negocios han cerrado, incluido Jing Fong, un enorme salón de banquetes que tenía capacidad para 800 comensales y servía a 10.000 personas a la semana. Muchos miembros de la comunidad tienen una sensación de amenaza existencial.

Sin embargo, la crisis también ha provocado una oleada de energía y autosuficiencia. Los esfuerzos de cooperación han proliferado en el barrio. Empresas, organizaciones sin ánimo de lucro y particulares han proporcionado durante la pandemia comidas gratuitas a los trabajadores sanitarios y a las personas necesitadas, y han coordinado la labor de voluntarios que patrullan el barrio en un contexto en el que han aumentado los episodios de violencia contra los asiáticos. También han ayudado a los restaurantes, de forma completamente altruista, a instalar mesas al aire libre y han recaudado fondos para ayudar a los pequeños negocios en apuros.

La vida en la zona congelada

La situación es un reflejo de los días posteriores a los atentados del 11 de septiembre, cuando, incluso con el barrio se vio sumido en el aislamiento, sus habitantes tendieron la mano a los demás.

Los restaurantes cerrados prepararon comidas para los que participaron en las tareas de rescate. Los vecinos donaron sangre, prepararon paquetes de ayuda y rescataron a las mascotas abandonadas en los apartamentos cerrados. Sinocast, una emisora de radio local en chino que se convirtió en una de las únicas fuentes de información disponibles para muchos no angloparlantes, se vio inundada de consultas de personas que preguntaban cómo donar. La emisora acabó recaudando 1,45 millones de dólares (1,22 millones de euros) para los esfuerzos de rescate, gran parte de los cuales procedían de “gente normal que pasaba por allí y dejaba uno o cinco dólares”, explica Cao K O, entonces director ejecutivo de la organización sin ánimo de lucro Asian American Federation of New York (AAF).

Cuando los días de aislamiento físico y de incomunicación se convirtieron en semanas, y luego en meses, la economía del barrio se hundió. En las dos semanas posteriores al 11-S, se calcula que 25.000 personas, el 75% de la población activa de Chinatown, se quedó sin trabajo.

Gran parte del barrio funciona con “salarios bajos y escasos márgenes de beneficio, por lo que cualquier parón de actividad es muy duro para la comunidad”, explica Patrick Kwan. Tenía 20 años el día del atentado. Más tarde trabajó en la campaña Explora Chinatown del Fondo del 11 de septiembre para la reconstrucción del turismo.

Entre otras consecuencias, el 11 de septiembre prácticamente cerró el sector de la confección, que ahora es mínimo, y que había sido uno de los mayores empleadores de Chinatown, ya que daba trabajo a entre 14.000 y 15.000 personas. Chin explica que los trabajadores eran predominantemente mujeres inmigrantes con familia y apoyaban un ecosistema de comercio vinculado: tiendas de comestibles, peluquerías, oficinas de seguros, guarderías y otros pequeños negocios. Chin tenía familiares que trabajaban en el sector de la confección en el momento de los atentados. Era temporada alta (los atentados ocurrieron durante la semana de la moda de Nueva York), y como los camiones de reparto no podían entrar ni salir, y los jefes y los trabajadores no podían contactar los unos con los otros, las fábricas subcontrataron el trabajo en el extranjero.

La mayor parte de esta mano de obra nunca se recuperó. Los trabajadores de Chinatown se dispersaron. Al principio, algunos fueron contratados para trabajar en casinos fuera del estado; otros no tuvieron más remedio que jubilarse anticipadamente. Más tarde, a medida que el dinero de la ayuda llegaba al barrio, los que pudieron sortear la burocracia recibieron una nueva formación laboral y se convirtieron en asistentes sanitarios a domicilio y trabajadores de hoteles. La comunidad se redujo en tamaño. Entre los muchos negocios que cerraron en los años siguientes estaba la tienda más antigua del barrio, 32 Mott Street General Store, fundada por el abuelo del propietario, Paul Lee, en 1891.

En una visita al barrio en diciembre de 2001, la entonces secretaria de Trabajo, Elaine Chao, dijo que “los atentados del 11 de septiembre provocaron una onda expansiva en toda la economía nacional, pero en Chinatown esa onda fue más bien un maremoto”. En comparación con otras partes del bajo Manhattan, la ayuda económica del gobierno había tardado en llegar.

“Todo estuvo cerrado durante meses desde Canal Street hacia el sur, pero las calles de Chinatown no recibieron ninguna ayuda”, explica Kwan, que ahora es asesor en la oficina del alcalde.

Las primeras rondas de préstamos para pequeñas empresas y otras ayudas solo se aplicaron a las calles más cercanas a la Zona Cero. Chin señala que los habitantes de los barrios acomodados colindantes con Chinatown, como Tribeca, que podían seguir la situación desde su segunda residencia, recibieron ayudas del gobierno, mientras que a unas pocas calles de distancia, los trabajadores que habían perdido sus puestos de trabajo no la recibieron. “Creo que se olvidaron, literalmente, del barrio”, afirma.

Más tarde, la Agencia Federal de Gestión de Emergencias (Fema) fijó la línea de corte de la ayuda en Canal Street, una importante arteria de este a oeste que atraviesa Chinatown, y otras organizaciones de ayuda siguieron su ejemplo. Sin embargo, la mayoría de las fábricas de confección se encontraban al norte de Canal, muchas de ellas a solo una calle.

Al igual que muchos otros negocios, trabajadores y residentes, todos experimentaban las mismas dificultades, olían el mismo humo acre de los incendios que duraron meses en la Zona Cero y, como quedaría claro en años posteriores, se veían perjudicados por el mismo amianto, mercurio y otros compuestos tóxicos que llegaban desde las torres, al igual que los que estaban al sur del Canal. Gracias a la labor de los grupos comunitarios locales y otros defensores durante los meses y años posteriores al 11-S, la línea fue finalmente rediseñada y el dinero de la ayuda llegó a raudales, aunque para entonces, muchos trabajadores ya se habían ido.

La doble pandemia

Chinatown sobrevivió al 11-S y más tarde continuó lidiando con otras situaciones adversas, como el huracán Sandy y una recesión. Luego irrumpió la pandemia de COVID–19. Una vez más, el enclave está sufriendo una parte excesiva de las consecuencias, agravadas, esta vez, por una doble pandemia de racismo antiasiático.

“Las empresas asiático–americanas fueron las más afectadas, las primeras en sufrir las consecuencias y las que menos ayuda recibieron”, escribió la AAF en un informe de mayo de 2021 sobre el impacto de la pandemia en las pequeñas empresas.

El número de estadounidenses de origen asiático en el estado de Nueva York que solicitaron prestaciones por desempleo aumentó en más de un 6.000% entre abril de 2019 y abril de 2020, el triple de solicitudes que las tramitadas por la población en general. En parte, esto se debe a que los negocios gestionados por asiáticos ofrecen servicios que se vieron muy afectados por las medidas de cierre, como restaurantes, salones de uñas y transporte.

También se han repetido muchos de los problemas que ya surgieron el 11 de septiembre: las barreras lingüísticas, las empresas que funcionan con dinero en efectivo y no llevan buenos registros, los bajos niveles de conocimientos informáticos y los programas de ayuda que no tienen en cuenta estas barreras. Durante los primeros días de la pandemia, como indica Howard Shih, director de investigación y política de la AAF, “los materiales traducidos para solicitar fondos se publicaban a menudo justo cuando los fondos se agotaban”.

Una vez más, muchos residentes de Chinatown se sienten ignorados. Después del 11 de septiembre, relativamente pocas personas de fuera de la comunidad sabían que el barrio estaba en la zona congelada, o que se quedó sin servicio telefónico completo durante casi cuatro meses, o que una vía principal importante para los autobuses turísticos sigue parcialmente cerrada hasta el día de hoy.

Epidemia de odio contra asiáticos

Ahora, comparativamente, pocos saben que las calles de Chinatown empezaron a vaciarse y los negocios cayeron en picado no a mediados de marzo, cuando la ciudad impuso por primera vez medidas de cierre de los negocios generalizadas, sino ya en enero de 2020.

“Los prejuicios injustificados hacia los negocios asiáticos en particular ya estaban teniendo un impacto negativo sobre su actividad”, subraya Shih. Desde entonces, una mezcla tóxica de miedo, desinformación y racismo –agravada por el discurso en contra de China difundida por el anterior presidente [Trump se refería al virus causante la pandemia como “el virus chino”] ha generado un aumento de ataques contra los asiáticos.

En todo el país, los delitos de odio contra los estadounidenses de origen asiático y los isleños del Pacífico aumentaron un 146% en 2020, según el Centro para el Estudio del Odio y el Extremismo de la Universidad Estatal de California. La coalición nacional Stop AAPI Hate ha registrado más de 9.000 episodios de odio contra los asiáticos desde el 19 de marzo de 2020.

El 16 de marzo de 2021, un hombre armado blanco mató a nueve personas en el área metropolitana de Atlanta, seis de ellas mujeres asiáticas. Unas semanas más tarde, un hombre armado mató a ocho personas, cuatro de ellas estadounidenses de origen sij, en unas instalaciones de FedEx en Indianápolis con una gran proporción de trabajadores surasiáticos.

Como señala la abogada experta en inmigración Sin Yen Ling, nacida en Chinatown y que trabajaba para el Asian American Legal Defense and Education Fund (AALDEF, Fondo para la Defensa Legal y la Educación de los estadounidenses de origen asiático) durante el 11-S, “siempre que hay momentos de crisis y tragedia, se culpa a los inmigrantes”. Solo habían pasado 24 horas desde los atentados del 11-S cuando la organización empezó a recibir llamadas sobre episodios de violencia contra estadounidenses sijs y musulmanes. Ling se pasó los seis años siguientes defendiendo a neoyorquinos del sudeste asiático y musulmanes que, bajo el pretexto de la seguridad nacional, estaban siendo detenidos sin el debido proceso adecuado –de forma indefinida y en secreto– y deportados por infracciones de inmigración.

“Los momentos de crisis como el 11-S y la pandemia exponen y revelan los problemas de nuestro país, y uno de los problemas es la exclusión y el racismo”, afirma la abogada. “Ya sean musulmanes, chinos o cualquier otro grupo percibido como extranjero, vamos a ser el chivo expiatorio cada vez que ocurra algo”.

El desamparo de los sanitarios asiáticos

Durante la pandemia, los trabajadores sanitarios estadounidenses de origen asiático, que constituyen una proporción elevada del sector (el 17% de los médicos de Estados Unidos son de origen asiático, y uno de cada 14 trabajadores sanitarios de Estados Unidos es de origen asiático), también han sido chivos expiatorios. Han tenido que lidiar con muestras de odio visceral racista en el trabajo y con pacientes que no quieren ser atendidos por ellos. También sufren mayores tasas de mortalidad por COVID–19. Por ejemplo, los filipinos estadounidenses representan el 4% de las enfermeras, pero el 31% de las muertes relacionadas con la pandemia de la profesión.

Los trabajadores sanitarios a domicilio de Nueva York –la mayoría de ellos mujeres de color de mediana edad con salarios bajos, que cuidan de ancianos, discapacitados y otras personas muy vulnerables– afirman que durante el pico de marzo y abril de 2020 no se les dio el apoyo adecuado ni material de protección. Grupos comunitarios como Beyond Ground Zero Network, una coalición (que incluye a AALDEF) que surgió de la organización posterior al 11 de septiembre, estuvieron buscando en ese período la forma de conseguir material de protección en el extranjero.

En un contexto de escasez, el personal sanitario también está trabajando más y sufriendo agotamiento. Un grupo de trabajadores asiáticos de atención domiciliaria ha estado protestando por el hecho de que se les pague el límite de 13 horas establecido por el Estado por lo que, según ellos, son jornadas de trabajo extenuantes de 24 horas, un problema que ya tenían antes de la pandemia.

Peor que tras el 11-S

En realidad, los retos de Chinatown –el racismo, las carencias sanitarias, las desigualdades en el acceso a los recursos, las entidades públicas y privadas que quieren ayudar pero no saben cómo hacerlo eficazmente– son los retos del país en general. Al igual que después del 11-S, muchos en el barrio son optimistas de que Chinatown se recuperará de nuevo. Esta vez, sin embargo, tendrá que superar un muro más alto.

El impacto sobre los negocios es esta vez más profundo debido a la duración de la pandemia, la antipatía hacia los asiáticos en Estados Unidos sigue siendo elevada y las nuevas variantes del virus, como Delta, presentan nuevas amenazas. Con tantos restaurantes y escaparates vacíos, “[Chinatown] es más vulnerable ahora a un proceso de gentrificación que antes y los precios pueden subir con vecinos de mayor poder adquisitivo”, señala Margaret Chin, la socióloga. “De hecho, es un fenómeno que puede afectar a toda la ciudad”. 

En una reciente visita a su restaurante favorito de dim sum de Chinatown, “los camareros se disculpaban porque habían subido los precios de 3,25 a 3,50 dólares (de 2,75 a tres euros) el plato”, señala Patrick Kwan, asesor del alcalde. Incluso cuando ese precio era casi el mismo de hace 30 años o más, cuando él era un niño. Fue un recordatorio de lo frágil que es la vida para muchos en la comunidad y lo crucial que serán los próximos meses de reconstrucción. “Va a ser difícil”, reconoce Kwan.

Traducido por Emma Reverter

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