Trump es único, pero no tanto: “el problema del mono” y otros líos con la justicia de expresidentes de EEUU
Unos días después de la renuncia de Richard Nixon, en agosto de 1974, la oficina del fiscal especial que investigaba los posibles delitos del expresidente empezó a llenarse de pósters de la película King Kong. Era un toque de humor porque Leon Jaworski, el fiscal, tenía “un mono en la espalda”, una expresión coloquial en inglés para referirse a un problema que se arrastra, pesa y es difícil de resolver. Sus colegas hablaban del “problema del mono”.
“¿En qué espalda acabaría el mono: los fiscales, el Congreso, la Casa Blanca, el gran jurado, el tribunal?”, se preguntaban dos antiguos fiscales en su libro sobre el caso y según recoge el historiador Garrett Graff, autor de Watergate: A New History (2022), el libro más completo sobre el escándalo. “¿Quién decidiría el destino de Nixon?”
Aunque Nixon dimitió antes de la votación del impeachment en el Congreso, la Comisión de Asuntos Judiciales de la Cámara de Representantes publicó su informe sobre la actuación del presidente y apuntó a 36 posibles delitos de obstrucción de la justicia. La posición del Departamento de Justicia ya era entonces que no se podía procesar en los tribunales a un presidente en el cargo, pero no había jurisprudencia sobre un expresidente. Los fiscales de la oficina especial, según cuenta Graff, escribieron entonces un texto “largo y convincente” para defender que procesar a Nixon era “necesario para el país y para el Estado de derecho”. “El sentimiento público de que Nixon ya había sufrido bastante no era adecuado cuando se ponía frente al juicio de la historia y los marcos del Estado de derecho, explicaba el memorando. ‘No creo que el sistema político simplemente pueda pasar de esto’, apoyaba el vicefiscal especial Henry Ruth”, escribe Graff.
El perdón de Ford
El 8 de septiembre de 1974, cuando se cumplía un mes de la dimisión de Nixon, el entonces presidente Gerald Ford anunció el perdón al expresidente, lo que quitaba oficialmente “el mono” de la espalda de los fiscales y los jueces que no podrían procesarlo ni juzgarlo por todos los posibles delitos cometidos en el cargo. Ford dijo con tono solemne que había que “poner final” a la “tragedia americana” que había pasado el país por las acciones de Nixon.
La decisión le supuso críticas inmediatas, la dimisión de su portavoz, la crisis en su Gobierno y probablemente la derrota electoral en 1976 contra Jimmy Carter. Su impacto se siente hasta hoy en un país donde ningún presidente ni expresidente había sido procesado por la justicia hasta Donald Trump. Parte de la explicación es la imagen intocable que tiene la Presidencia en Estados Unidos, que también apuntaló el perdón de Ford. El historiador Douglas Brinkley está entre quienes criticaron a Ford por tomar una decisión que sentaba un precedente político que suponía considerar a presidentes y expresidentes como “superhumanos que no estaban sujetos a ley como los demás”.
Pero el caso de Trump también es una excepción por sus acciones. Hasta ahora ningún político en la Casa Blanca había afrontado investigaciones por fraude, soborno, obstrucción de la justicia, violación de las leyes de financiación electoral y corrupción de cargos públicos, como detallaba el New York Times en noviembre de 2020, unos días después de la derrota electoral de Trump y cuando ya estaba abierto el debate sobre su futuro judicial y “el dilema histórico” que tendría que afrontar el país. Al final de sus días como presidente, Trump coqueteó con la idea de perdonarse a sí mismo antes de dejar el cargo, algo también inédito y de dudosa legalidad.
Desde las elecciones de 2020, Trump ha complicado su futuro con otros posibles delitos, como la incitación a la insurrección y el robo y la destrucción de documentos públicos. De hecho, el Departamento de Justicia y el FBI han acumulado más pruebas de obstrucción a la justicia en Mar-a-Lago en otro caso que puede llevar al procesamiento de Trump, según publicaba este lunes el Washington Post.
La impunidad
“La idea de una impunidad absoluta de los presidentes para que no puedan ser procesados nunca es una vuelta a una especie de prerrogativa real –”el rey no puede hacer nada malo“–, que es una de las razones por las que Estados Unidos tuvo una revolución”, escribía en 2020 en el Atlantic Paul Rosenzweig, que trabajó como abogado en el equipo del fiscal especial que investigó a Bill Clinton y luego en el Departamento de Seguridad Nacional con George W. Bush. El experto legal en el poder ejecutivo decía que siempre había defendido la posición de no procesar a expresidentes por lo que habían hecho en el cargo por temor a un “ciclo de represalias”, pero que las acciones de Trump habían puesto “patas arriba” ese argumento.
En una entrevista con elDiario.es en junio de 2022, cuando se cumplían 50 años del intento de robo en el Watergate, Graff explicaba que la historia de esos escándalos era “esperanzadora” en contraste con lo que estaba pasando con Trump. “Es una historia sobre cómo funciona nuestro gobierno y nuestra democracia, sobre cómo nos enfrentamos a un presidente corrupto y que abusaba del poder, lo sacamos de su cargo y lo llevamos ante la justicia. Y al mismo tiempo llevó a un increíble período de reforma de la democracia”, decía. Graff añadía entonces: “Hasta ahora. Una de las cosas que me preocupan ahora es que todavía no estamos viendo el mismo apetito de abordar los abusos de poder de Donald Trump”. La principal diferencia con el Watergate es que los republicanos no apoyaron la condena del presidente de su partido en el Congreso, como hicieron con Nixon en 1974, y Trump superó dos procesos de destitución. Nixon también mostró arrepentimiento tras su dimisión y el perdón de Ford.
La actitud de Trump y su equipo legal siempre ha sido desafiante. Cuando todavía estaba en la Casa Blanca, en octubre de 2019, un abogado de Trump argumentó ante un tribunal que si el presidente disparara a alguien en la Quinta Avenida no podría ser procesado. Aunque esta circunstancia también es objeto de debate, no hay ningún memorando legal o precedente en contra de procesar a un expresidente.
Estados Unidos ha sido hasta ahora una excepción, ya que otras democracias sí han procesado e incluso encarcelado a exmandatarios, como Portugal (José Sócrates), Francia (Nicolas Sarkozy), Italia (Silvio Berlusconi), Brasil (Luiz Inacio Lula da Silva) y Corea del Sur (Park Geun-hye). Desde 2000, según un recuento del medio político Axios, al menos 78 países en el mundo han procesado a expresidentes y ex primeros ministros.
El caso de Clinton
La costumbre de no hacerlo en Estados Unidos es una convención política aunque no solo Nixon se ha encontrado en apuros legales.
En enero de 2001, unas horas antes de dejar la Casa Blanca, Bill Clinton llegó a un acuerdo con el fiscal especial que lo investigaba para no ser procesado por mentir bajo juramento. Clinton, todavía presidente, admitió formalmente haber mentido y fue sancionado con una multa de 25.000 dólares y la suspensión durante cinco años de su licencia para ejercer como abogado en Arkansas, un castigo para él simbólico entonces, pero que le ahorró disgustos legales más serios, aunque no las facturas.
Cuando dejó la Casa Blanca, Clinton ya llevaba 10 millones de dólares gastados en abogados para defenderse mientras estaba en el cargo y –lo que más le preocupaba– de posibles casos que le quedaran pendientes después.
Las sombras de Harding
Mirando hacia atrás, hace un siglo, el presidente Warren Harding es el que tenía más papeletas de acabar procesado.
Harding murió por un infarto en el cargo en 1923, cuando apenas llevaba dos años en el cargo, pero entonces varios miembros de su Gobierno estaban siendo investigados por corrupción en relación a las perforaciones petroleras de una empresa privada en una reserva de Wyoming y algunos de sus aliados políticos y compañeros de póquer a los que había nombrado para cargos públicos ya habían tenido que dimitir por usurpar dinero público. Durante la campaña presidencial de 1920, Harding sobornó a dos mujeres que habían sido sus amantes para que guardaran silencio, entre ellas una que se sospecha era una espía alemana. Pero en ese caso no había una legislación tan desarrollada sobre fraude y financiación electoral como la actual que afecta a Trump.
La culpa
Cuando Ford perdonó a Nixon, se le acusó de haber hecho un “trato” para ser vicepresidente a cambio de ahorrarle batallas judiciales al entonces presidente. Pero el propio Nixon, según escribe la periodista Elizabeth Drew en su Washington Journal publicado en 1974, “se sentía incómodo con el perdón y dudó sobre si aceptarlo por miedo a que fuera visto como un reconocimiento de culpabilidad”. “Sin embargo, se reconcilió con la idea de aceptar la mala publicidad a cambio de evitar años de juicios caros y tal vez incluso tiempo en la cárcel”, escribió Drew.
Ford siguió dudando después de tomar la decisión y, según el historiador Jon Meacham, empezó a llevar en la cartera una tarjeta con una cita de una sentencia del Tribunal Supremo de 1915 que decía que aceptar un perdón llevaba consigo “una aceptación o una confesión” de “culpabilidad”.
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