El futuro de América Latina
La democracia anárquica del Perú
Tengo un dolor aquí, del lado de la patria
Si alguien le pregunta a un peruano o peruana qué opina de la situación política del país, es muy probable que diga que está cansado, agotado de la secuencia de crisis que venimos enfrentando durante los últimos años. Estamos hartos de esta malsana normalidad del caos al que un puñado de políticos con intereses particulares viene sometiendo al país. Una suerte de tóxica convivencia y permanente inestabilidad: hemos tenido cinco presidentes en seis años. Y en el mismo periodo, se han impulsado seis procesos de vacancia presidencial por supuesta incapacidad moral. También en este tiempo, se ha procesado a cuatro expresidentes y una excandidata a la presidencia por corrupción y lavado de activos en el caso Lava Jato. Lo único estable en la política peruana de este tiempo es la incertidumbre y la corrupción.
En medio de esta anarquía, la indignación parece dar paso al cansancio de los grupos que antes más se movilizaban, los sectores ultraconservadores se fortalecen y desde el gobierno y el Congreso se impulsa el retroceso en políticas públicas de género, educación y transporte, que solo deterioran más la frágil democracia que el Perú recuperó el 2000, con la salida de Alberto Fujimori. Ni siquiera durante los momentos más dolorosos de la pandemia –que nos convirtió en uno de los países con más víctimas mortales por la covid-19– la clase política peruana estuvo a la altura para responder a la tragedia y el duelo de miles de familias.
La situación no ha cambiado con la llegada a la presidencia de Pedro Castillo Terrones. El maestro rural y sindicalista que derrotó a Keiko Fujimori prometiendo un gobierno diferente para los más vulnerables, acaba de cumplir un año de gobierno con cinco denuncias de corrupción en su contra, cuatro gabinetes, siete ministros del Interior y dos procesos de vacancia que no alcanzaron los votos suficientes en el Congreso (porque si lo vacan a él y a su vicepresidenta se deberían convocar a nuevas elecciones, pero en el Parlamento, nadie quiere perder su escaño).
Al otro lado, en la oposición del Congreso están varios de los que azuzaron en la segunda vuelta electoral un falso fraude e imputaron este delito a decenas de peruanos de zonas rurales, a los que nunca les pidieron siquiera disculpas. Este mismo parlamento –ahora mucho más fragmentado de cuando empezó– es la expresión del colapso de los partidos políticos: funcionan solo como un cascarón electoral, y cada congresista vota y promueve leyes de acuerdo a sus intereses particulares. El actual Parlamento acaba su primer año de gestión con una contrarreforma en la educación en marcha.
La fatiga e indignación se traduce en el amplio descrédito de la ciudadanía hacia todos los poderes del Estado. Los porcentajes de desaprobación del Congreso alcanzan el 79%, el del presidente Pedro Castillo 74%, el Poder Judicial 66%.
Pero este deterioro democrático tiene una fecha de inicio clara: el 10 de junio del 2016, cuando la lideresa de Fuerza Popular, Keiko Fujimori, luego de varios días, reconoció –aunque sembrando dudas sobre el conteo de actas– su derrota frente a Pedro Pablo Kuczynski, en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales. “Seremos una oposición responsable”, dijo, para luego convertirse en un factor desestabilizador.
La hija de Fujimori perdía la presidencia, pero ganaba el Congreso. Su partido obtuvo una avasalladora mayoría en el parlamento: 73 de los 130 escaños. Además, por primera vez, desde la recuperación de la democracia, el partido de gobierno no presidía la mesa directiva del Congreso. El fujimorismo, aliado en ese momento de otros partidos, boicoteó, por ejemplo, el trabajo del entonces ministro de Educación Jaime Saavedra –a pesar de sus altos índices de aprobación– y lo censuró como una expresión de su poder frente al Ejecutivo.
Luego, llegaron las investigaciones por el caso Odebrecht, los procesos de vacancia contra Kuczynski y la renuncia de este. Pero este mecanismo continúa siendo usado hasta ahora como una herramienta de control político.
El proceso de vacancia está contemplado en la Constitución desde 1993. Desde entonces se la ha impulsado siete veces. La primera, no fue ni en los peores años de la corrupción de Alberto Fujimori, sino recién el 2000, cuando la caída de su régimen autoritario era inevitable ante el desfile de videos que exponían los fajos de dinero sobre la mesa para la compra de votos y otros vicios de su gobierno. Los otros seis pedidos de vacancia desde el Congreso llegaron después de 2016.
Al frente del país, el gobierno de Castillo no ha logrado tampoco concretar siquiera una agenda nacional. En este tiempo, su nivel de improvisación solo hace desafiar más a la democracia peruana. Se ha rodeado de personajes cuestionables y feroces lobbistas que ahora, convertidos en colaboradores eficaces, describen cómo se distribuyeron algunas obras públicas que la fiscalía investiga. Los silencios del presidente –que no da entrevistas y no duda en aprovechar sus presentaciones públicas para denostar a la prensa– solo afianzan el caos.
El deterioro es tal que incluso ninguno de los partidos políticos más tradicionales han salido ilesos. La expresión de este debilitamiento no solo fue el triunfo de Castillo Terrones y la pérdida de inscripción de por lo menos quince de estas organizaciones políticas que antes ostentaban el poder. Incluso ahora, en las próximas elecciones para la alcaldía de la capital no participa ninguna de ellas por primera vez en 20 años.
Según las encuestas, los candidatos que lideren la intención de voto para Lima, son Daniel Urresti (de Podemos), expolicía y excandidato a la presidencia investigado por asesinato durante el conflicto armado, y el ultraconservador Lopez Aliaga, empresario, contrario al enfoque de género y excandidato a la presidencia.
Las encuestas también revelan un pedido casi nacional: que se vayan todos. Pero la historia reciente nos muestra que las vacancias, cierres de congreso y nuevos procesos electorales a los que venimos asistiendo en Perú no resuelven un problema estructural. La democracia peruana está enferma y padece de desconfianza, ausencia de diálogo y consensos, porque una camarilla de políticos, desde sus puestos de poder pretenden imponer sus agendas particulares.
Como sostiene el politólogo e investigador del Instituto de Estudios Peruanos (IEP), Paolo Sosa, reiniciar el sistema no es garantía de éxito. “El desgobierno se combate con más gobierno, peleando en el día a día y no reiniciando constantemente el sistema o haciendo eco de los delirios de actores radicales. La recuperación de la democracia requiere elevar los mínimos, no abrir oportunidades para la discrecionalidad y el oportunismo”.
El sistema político peruano es considerado desde hace mucho una democracia defectuosa, pero cada año caemos más hondo. Recientemente el analista y politólogo Gonzalo Banda, sostuvo en una entrevista con OjoPúblico. “Lo que pasa cuando hay una situación de desgobierno, donde nadie se hace cargo de nada, puede activarse el gen autoritario peruano”. Lo dice por los vacíos de poder que deja la actual situación y la ausencia de liderazgos.
“Si la gente elige a alguien que en teoría iba a transformar las cosas y esta transformación no solo no ocurre sino que se perpetúa la imagen de un gobierno y un estado corrupto y profundamente ineficiente, pues hay un momento en el que el peruano va a decir sabes qué, que alguien ponga orden en este manicomio. A mí me parece un panorama desconsolador, pero no estamos muy lejos de ello, lastimosamente. Cuando escucho ”no puede haber nada peor que el gobierno de Castillo“, yo pienso siempre, no, claro que puede haber”, dice.
La pregunta que nos hacemos muchos por estos días en Perú es si ya estamos en punto de inflexión para la democracia o si, como sucede en otros países de la región, las crisis de desconfianza y la incapacidad por garantizar un acceso más justo a los derechos terminan fortaleciendo, más allá de las ideologías, liderazgos autoritarios que socavan los derechos que se han ido ganando de a pocos.
NLA
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