Dormir a un perro
Clima: 37 grados
Geografía: Luján, provincia de Buenos Aires.
Emoción original: tristeza
Factores de estrés: mosquitos
Factores de calma: Off. Y ese vaso de clericó a las siete de la tarde.
Emoción final: serenidad, esperanza, ¿resignación?
A todos nos pasó alguna vez –dijeron mis amigos F. y S.– , lo de tener que dormir a una mascota. Dormir no es matar, pero se dice así. También se dice: fulanito se nos fue. Eso es más raro porque uno imagina que el muerto se levanta y escapa. Estos amigos tuvieron que llevar a su perra a que le pusieran una inyección, pobrecita. Le dolía todo, estaba hinchada, le drenaron el pulmón tres veces, pero se hinchaba de vuelta. Cada vez que la drenaban, la perra mejoraba. O daba esa sensación. Pero la mejoría duraba poco y entonces el temor regresaba envuelto en otra frase. De “el fin está cerca” pasaban a “¿cuándo acaba todo esto?”.
Los niños –los míos, los de ellos– querían detalles: cómo era el procedimiento, dónde ocurría, qué se hacía con el cuerpo. Los adultos dimos las explicaciones de rigor: el procedimiento es una inyección, ocurre en esa bandeja de acero, el cuerpo se crema o se entierra. ¿Qué le hace esa inyección? La duerme para siempre. ¿Le duele? Más le duele estar despierta. Después de dormirla, nuestros amigos cremaron a su perra. Cada doliente agarró un puñado de ceniza y se la llevó a su casa. La perra quedó repartida entre la maceta de una hija, el cantero de la abuela y el río Luján. Desde acá escribo, luego de haberlos acompañado a despedirla.
A mí nunca me pasó (lo de tener que “dormir” a una mascota). No le dije eso a mis amigos, porque, cuando uno está frágil, necesita universalizar su tristeza. No me pasó porque mi infancia transcurrió en un lugar y, sobre todo, en un tiempo más salvaje. No existían tantos eufemismos para la muerte. De niña tuve muchos perros, casi todos murieron atropellados. El último por mi madre: no se dio cuenta de que Junior –anciano, ciego y sordo– dormía en el garaje, justo detrás de la rueda trasera. Tardó años en recuperarse (mi madre, el perro murió instantáneamente), pero no fue su culpa. En ese entonces, los perros andaban por ahí, sueltos, expuestos a peligros de los que nadie podía –ni se proponía– salvarlos. A mis padres no se le ocurría suavizarnos el impacto de esas muertes. No se estilaba. Los perros del barrio morían reventados en la ruta, o envenenados por un vecino malo, o atragantados con un hueso. Cada muerte era un desgarro, un dolor hondo como un abismo, un hueco en el patio de tierra de las casas, donde se enterraban los restos (a veces irreconocibles) del animal. Cada vez que visito una casa con parque, presupongo que hay al menos una mascota enterrada ahí.
Hace un tiempo que vengo con mis hijos a una casita que alquilamos en el campo. No tenemos perro propio porque le tengo terror al apego y, en consecuencia, a la pérdida. Hay una parte necrosada de mi corazón que pertenece a todos los perros que perdí y que, hasta hace poco, creía irrecuperable. Desde el primer día en nuestra casita de campo, se nos instaló una perra callejera que aparece cuando llegamos y desaparece cuando nos vamos. No pienso caer en el cliché de ponderar su inteligencia, su sensibilidad, su intuición, su belleza baqueteada. Diré que, cada vez que nos recibe, mezclando dosis perfectas de cariño y desapego, hay algo que se me sana adentro.
La perra nos acompañó a la despedida en el río. En el camino de regreso repasé los discursos para hablar de la muerte que fui aprendiendo a lo largo de la vida, por si alguno de mis hijos insistía en preguntar. Un adulto, sobre todo si es padre o madre, tiene el mandato de camuflar una verdad cruel en un nombre esperanzador. O una verdad esperanzadora en un nombre cruel, según el caso. Pero volvimos callados, como cualquier otro día, esquivando charcos, espantando mosquitos, con la luna a pleno día y la perra a un costado. Me pareció bien así.
MGR/MG
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