Un niño no es un delfín
Clima: 32 grados.
Geografía: CABA
Emoción original: tristeza, desazón.
Factores de estrés: calor, una tos alérgica persistente.
Factores de calma: vacaciones, no hay horarios, época de cerezas.
Emoción final: desazón gratinada con dosis abundantes de alivio.
Por acá no se llega entero a fin de año. En Buenos Aires, donde vivo hace dos décadas, diciembre me aplasta. Quizá se debe a que, de chica, en mi ciudad híper calurosa, diciembre se anunciaba con brisas frescas, inusuales el resto del año. Te parabas en una esquina cualquiera y sentías un ventarrón que te levantaba los pelos y la pollera, y entonces sabías.
Acá me sigue pasando que, cada fin de año, lo peor del ranking de la vida (el que incluye, además de consumos culturales, gastronómicos y el wrapped de Spotify, experiencias vitales) se me revela de un modo ruidoso y sorpresivo. Sorpresivo, no nuevo: algo que, aunque ya conozco, me sigue desconcertando. Lo peor sucede, invariablemente, en los actos de cierre escolar. Un montón de niños y padres acalorados en un patio. Una directora leyendo discursos que derraman esa rancia combinación de marketing y pomposidad. A eso sigue la repartición de distinciones, unas cuantas nomás, de lo contrario no se lograría instalar la atmósfera de luto entre quienes no la reciben.
Entiendo, por lo que he indagado, que en las escuelas más modernas ya no se estila venderlas como distinciones académicas. Ahora se distinguen aspectos emocionales: la solidaridad, el respeto, el compañerismo. En este caso, quien no gana no es porque sea peor estudiante, solo peor persona. Todos los años pienso que, si alguien necesitara un tutorial acerca de cómo quebrar a un niño, solo tendría que someterlo a una sucesión de actos de cierre escolar.
El show es doloroso, sobre todo, para quienes no odiamos a los niños. No es tan raro, todavía hay gente (padres y madres, incluso) para quienes los niños son gente querible. En mi experiencia, para querer bien a un niño, propio o ajeno, hay que recordarse lo que un niño no es: un niño no es una audiencia, ni un dividendo, ni un depósito de taras propias que no encontramos dónde poner. Es más fácil entender lo que no es, porque lo que sí es un niño depende del niño. Un niño es una singularidad, por lo tanto, no puede encarnar valores absolutos.
Alguna vez, por esos equívocos de las rutas costeras argentinas, caí con mis hijos en Mundo Marino. Había entrenadores lanzando premios a la boca de los delfines que bailaban en calesita y hacían volatines. Había unos reticentes, tardaban más en obedecer, pero a la larga lo hacían y recibían su premio y sus aplausos. Algo más para recordar acerca de un niño es que no es un delfín. Tras años y años de asistir a actos de cierre escolar, me resulta evidente que las directoras de escuela piensan que sí lo son. Mi esperanza languidece cuando noto que los padres aplauden. Me hundo en preguntas que arrancan en: ¿se puede estudiar y estar en contra del sistema educativo? Y terminan en: ¿se puede vivir y estar en contra de la vida?
Cuando terminaba el show en Mundo Marino se abrían las compuertas que llevaban a los delfines de vuelta a la piscina en la que vivían. Nadaban hacía allá, desesperados, como quien escucha la campana del recreo. Un niño puede no ser un delfín, lo contrario es cuestionable. Cada año, por esta época, y a falta de brisas frescas, el alivio me llega cuando agarro a mis hijos de la mano, atravieso la compuerta y entramos en enero, juntando pedacitos. No es infalible, pero todo tutorial indica que, con el empeño (alguien más valiente lo llamaría “amor”) suficiente, para marzo estaremos reparados.
DTC
0