Egle Martin hizo sonar todos los tambores
Egle Martin entendía de grooves y beats. También de chacareras y bossas. Cantaba, tocaba, bailaba, pintaba. Ícono cultural de distintas causas y banderas. Adelantada a su época y, a la vez, muchas vidas muchas veces vividas.
Comenzó su formación académica a los siete años, estudiando en el Instituto del Teatro Colón. A los 14, tras su debut en el cine junto a Miguel de Molina, se volvió reina de todo lo posible y fuerza vanguardista de lo que se denominó entonces La revista moderna.
Fue la primera vedette que inventó sus propias coreografías, la primera que creó sus escenografías y vestuarios. Mientras, actuó en una decena de filmes, dirigida entre otros por Leopoldo Torres Ríos y Daniel Tinayre.
A mediados de los 60 rompió el rating junto a Pipo Mancera. Actuó junto a Ástor Piazzolla y Lalo Schiffrin. Compartió tertulias con Vittorio Gassman y Vinicius de Moraes. Interpretó Carmen a la manera de una ópera moderna en la pantalla de Canal 13. Conoció a Dizzy Gillespie y viajó con él hasta lo más alto del jazz.
Más tarde se vinculó con Brasil a través de la gran cantante Maysa Matarazzo y de Luiz Eça, pianista, arreglador y compositor, creador del Tamba Trio. Comenzó a viajar seguido a Bahía, haciendo amistad con poetas y escritores como Jorge Amado y su esposa Celia, Gilberto Gil, el gran artesano Luis Andrade y Yeda de Castro, directora del Museo de Ciencias Africanas y Orientales de Bahía, donde pudo tomar conocimiento de los misterios de África.
A través de todos ellos, Egle se conectó con los ritmos y los espíritus africanos. Disidente de la primera hora, torció su destino de figura exitosa. Comenzó otro viaje, cambiando los camarines rutilantes por otro tipo de búsqueda.
Se involucró profundamente con la cultura afrolatinoamericana y, especialmente, en la escena clandestina brasileña y uruguaya, experimentando la bossa y el candomblé. Comenzó su trabajo con una pequeña escuela de Samba de Santo Tomé, Corrientes. Hoy esa escuela, La Marabú, es una de las agrupaciones más importantes del carnaval correntino.
Fiel a su estilo sanguíneo, irreverente y transversal, se enamoró de un señor buen mozo y trotamundos que vivía en Barrio Parque. Culto y refinado y, al mismo tiempo, con el suficiente coraje para enfrentar a la indómita Egle. El agua y el aceite, parecían de unión imposible. Aunque, quizás, eran la fórmula perfecta. Sus hijas, Alejandra y Barbarita, crecieron entre la vanguardia, el jet-set y el campo profundo, sin sorprenderse de nada.
Egle fue un capítulo importante de mi propia historia. Con edad suficiente, pero un placard lleno de preguntas, experimentaba torpe mis primeros pasos románticos junto a mi amiga, Barbarita Palacios. Una romance tan imberbe y genuino como urgente en ese momento de la vida donde los recuerdos quedan marcados con fuego.
La casa de Egle y Barbarita era bella y misteriosa. Convivían en ella distintos mundos y distintas épocas. Un recoleto piso donde casi siempre era de noche y donde casi cualquier cosa podía suceder.
Un mundo de persianas bajas donde estaba toda la flora y la fauna. Una jungla de genios y geniales atraídos por el imán que eran su swing y su carisma. Podía ser Carlitos Bala o Fernando Noy. Charly García junto a Zoca o Pipo Pescador. Gustavo Santaolalla o Luis Salinas. León Gieco o Ricardo Pellican. La familia Torres o los Ábalos, comenzando por Adolfo.
Muchísimos más que los que recuerdo. Historias que valen ser escuchadas y que su familia compartirá, cuando llegue el momento.
Una noche tarde, aporreando el piano en esa sala de música increíble que parecía más bien un templo, apareció Egle y me dijo: “No sabes tocar, pero tenés swing. Ponete a laburar”.
Ahí entendí que la vida es más un recorrido por acordes raros que por mayores y menores.
Ahí aprendí que nada tiene sentido si no le pones swing. O soul, o funk, o lo que sea.
A contramano de cualquier tendencia oficial, comercial o cultural, Egle hizo de la tarea de descifrar el algoritmo de la música rioplatense una causa a la que le entregó su vida.
Marcaba 3 compases y quedaba claro que todo había comenzado en África. El candombe, el tango, el folclore. Todo lo que nos hace bailar. Todos nuestros ritos.
Hizo sonar todos los tambores: los de la rebelión, los de quienes no encajan, los de los carnavales paganos, los de las voces oprimidas.
Un mensaje de libertad en la tierra, como sólo lo entienden los iluminados o los que han logrado romper las cadenas.
Te despedimos, Egle, con músicas y salves. Artista de artistas.
Fernando Portabales no se dedicó al piano, pero es videasta y cineasta. Su última película, “Copacabana papers”, el testamento en vida de Sergio De Loof (resultado de varios días de convivencia en la suite 951 del legendario Copacabana Palace, en Río de Janeiro), se puede ver el próximo sábado 27 de agosto, a las 19.00, en el Centro Cultural Kirchner.
MF
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