Fenómenos argentinos
Fernando Iglesias camina por la peatonal Florida. La apariencia dice que va solo, pero lo acompaña Narciso, su sombra-lago. Antes de cruzar Corrientes se encuentra con un hombre que lo aborda con ansiedad idolátrica: “Fernando! ¡¿Cómo estás?!”. Iglesias abre sus ojos de par en par (también los adelanta al modo de un telescopio robot que busca el solaz de la profundidad de campo), y contesta desde la caverna interior donde se acumulan toneladas de méritos curriculares y autoindulgencia: “Acabo de llegar de Estados Unidos”. ¡Felicitaciones, Fernando, y bienvenido a la Argentina!
La anécdota, de la que fui testigo involuntario porque la vida es así, te da y te quita, me dejó pensando acerca de qué es lo que pasa por la cabeza de una persona a la que se le pregunta sobre una cosa y responde sobre otra. A simple vista, podía verse en ese desvío una urgencia (la de cierta desesperación de Iglesias por adelantarse a un pronunciamiento), derivada de la dificultad de hacer pie en un intercambio normal de palabras cuyo 50%, como mínimo, hay que dedicárselo al arte de escuchar.
No tuve el gusto de conmoverme con el segundo acto de ese teatro del yo (del yo viajo, del yo no te escucho), si es que lo hubo. Pero, ¿y si el hombre le preguntó a Iglesias de dónde venía e Iglesias le contestó: “Bien, gracias”? Si así fue, me lo perdí. A cambio se restauró en mi memoria, como el regreso de un fantasma de sábanas negras, la figura de Iglesias durante una charla televisiva con Martín Caparrós. Sucedió en 2009 con al arbitraje de Reynaldo Sietecase, uno de los conductores de Tres poderes por el canal América. Sietecase los presenta como un locutor del Luna Park. Por si hiciera falta reafirmar la distribución ideológica de los invitados, dice que el de la izquierda es Caparrós y el de la derecha es Iglesias, a quien compensa con piedad llamándolo “escritor”.
El zócalo dice: “Carrió: ¿progresista o reaccionaria?”. Está todo listo para dirimir en el octógono el artículo de Caparrós llamado “El apocalipsis según Carrió” y publicado en Crítica de la Argentina. Saca Iglesias: “Los dos argumentos son que Carrió es apocalíptica y que es la derecha”. “¡No!”, dice Caparrós, en un corte a lo umpire que ve la pelota irse larga: “Esos no son los argumentos, pero si querés hablar de eso, hablá de eso”. Es la primera intervención de Iglesias y ya está equivocándose de objeto; en todo, caso vaciándolo de sus especificidades y rellenándolo con las propias para alcanzar en la pantalla su share de efectismo.
La idea de apocalipsis es una figura que Caparrós introduce en el artículo como un elemento oscurantista de la Historia –de la historia de la Iglesia de Roma-, donde se apoya la tradición del “honestismo”, neologismo del autor que alude a posiciones políticas iluminadas por el aura del Bien, sobre el que sopla un aire refundacional y en el que florece el encantamiento ideológico, las ilusiones de prosperidad y una pretensión de pureza que bordea la demencia.
El activismo honestista consiste en reemplazar la política como fuerza de poder público por una imposición del derecho subjetivo conocido como objeción de conciencia. Digamos que se ataca al poder político con kryptonita moralizante mientras se fortalece por indiferencia el poder fáctico. En ese esquema, la inenarrable Elisa Carrió, a cuya jefatura se reportó mucho tiempo Fernando Iglesias como el cántaro deshidratado que va a la fuente, determina porque sí que las cuestiones de grado son más importantes que las de naturaleza, para decirlo en jerga bergsoniana.
Dice Caparrós, en su artículo: “El honestismo es la tristeza más insistente de la democracia argentina: la idea de que cualquier análisis debe basarse en la pregunta criminal: quiénes roban, quiénes no roban”. El comentario es una crítica al desvío del objetivo político en nombre del objetivo moral, es decir al recorte que empuja hacia las sombras las robustecidas estructuras del capitalismo, contra cuyos cimientos de acero el honestismo se estrella con la grandilocuencia del sermón y la eficacia de la cosquilla.
El corte de Caparrós a la correa de transmisión del motorcito de Iglesias, quien a menudo encuentra en la velocidad y la sordera el fuerte de su discurso manija, lo dejó pedaleando en el aire. Entonces fue a lo que lo hace sentir seguro: los números. Ya se ha dicho que Fernando Iglesias suele hablar en números al modo de los niños cantores de la Lotería Nacional. En 2009, ya despunta el vicio de la numerofilia. Todavía no pasó el primer minuto del debate con Caparrós y se lo ve totalmente pitagorizado, leyendo a cuatro ojos un papelerío con el stress del actor que repasa su parlamento en la motorhome.
Dice que en 2001 cada argentino debía u$s 3.800, equivalente a $ 3.800; y en 2009 están debiendo u$s 5.200, que equivalen a $ 19.000. Que le deuda externa total es de u$s 146.000 millones en 2001 y de u$s 187.000 millones en 2009 (los PBIs eran del 48% y el 46%, respectivamente). Que la indigencia era del 13% en 2001 y del 12,8% en 2009; y la pobreza, del 38% en 2001 y del 33% en 2009. Hmmm… ¿Qué extraño suena esto? ¿Por qué el primer corte es de 2001 y no de 2003? Ah, ¡claro!: porque si juzga al gobierno que está defenestrando en la tele con los datos con los que asumió en 2003, tiene que indicar que entonces la pobreza era del 57,7%, no del 38% y, por lo tanto, su reducción fue del 24,7% y no del 5%. ¿Cachay?
La maniobra del numerópata hiperbolista es perfecta para montar sus hangares de apariencia, aplanando con un chapuceo de ciencia formal las complicaciones hermenéuticas de la política y de la historia, su arborescencia y sus matices, su desniveles y sus impurezas. En una palabra: simplifica. O en dos: simplifica y simplifica.
Apoyado en un sistema argumental de falsos encuadres de totalidad, levanta vuelo y siente el frío embriagador de las altas cumbres de la macroeconomía. Con sus ojos de halcón ve estadísticas, géneros, rubros, barras, flechas que suben y bajan, grandes escalas, los bloques del Bien y del Mal. O sea, la política como un arte abstracto fóbico a la percepción de la escala humana.
La maniobra del numerópata hiperbolista es perfecta para montar sus hangares de apariencia, aplanando con un chapuceo de ciencia formal las complicaciones hermenéuticas de la política y de la historia (...) En una palabra: simplifica.
Del honestismo, Iglesias se desembaraza diciendo que, en efecto, terminar con la corrupción no es un programa suficiente para cambiar el país: “La Coalición tiene equipos técnicos, tiene programas. A mí me sorprende, por ejemplo ahora, escuchar a Solá hablar de un ingreso para todos los pibes. Eso se llama INCINI, Ingreso Ciudadano para la Niñez, que es una propuesta del ARI, que forma parte de la Coalición, que tiene ocho años de antigüedad y que Solá nunca…” (obsérvese cómo se le traba la cabeza con Solá; la máquina contestaría de Iglesias sólo anda a peronistas).
“No, perdoname, fue una propuesta de la CTA. No digan que inventaron el café, porque el café ya está inventado”, le dice Caparrós. La interferencia hace retroceder a Iglesias en ojotas: “Martín, los ingresos ciudadanos universales son una propuesta que existen en todo el mundo”. “Sin embargo, vos acabás de decir que es una propuesta que hizo el ARI hace ocho años”, dijo Caparrós. Iglesias queda con la sangre en el ojo, acumula los gases malos de una combustión mental que dura unos minutos (defiende a los grandes bancos, a Volvo y a Mercedes Benz; e imagina una coalición de centroizquierda con Patricia Bullrich y Alfonso Prat Gay) y, un poco más adelante, salta hacia su caballo de rescate y contesta lo que se le ocurre: “Entonces seguí vos desde tu departamentito en Las Heras diciendo que todo el mundo se corrió a la derecha”.
Discutir con Iglesias es como hablar con la bola de acero de un flipper. Se presentan impulsos eléctricos, canales, cascadas, túneles, atracciones y rechazos magnéticos, golpes de resortes y caídas al vacío. ¿Dónde está el tema? ¿Adónde se fue? ¿Qué tiene que ver una zombicentroizquierda imaginaria con incrustaciones de Adolfo Prat Gay y Patricia Bullrich con la casa de Martín Caparrós?
Pero no hay que ser injustos. Además de un show televisivo itinerante, se corre la voz de que Iglesias tiene una obra. Te escuchamos, Fernando: “Yo vengo del periodismo. Soy un estudioso de la globalización y de la sociedad de la información. Escribí libros”. Ah, pero qué bien. Felicitaciones otra vez. Enhorabuena. Quién pudiera estudiar la globalización y saber de dónde agarrar su silueta esferoide y resbaladiza. ¿Podríamos asirla, for example, por las bondades de los grandes bancos, de Mercedes Benz, de Volvo?
Leí Es el peronismo, estúpido (2015), de Fernando Iglesias. Es un bloque impenetrable al nivel de la prosa inflacionaria que lo hincha como un escuerzo fumador (si estuviéramos hablando de sexo diríamos que es un libro incogible). En sus interiores hay saltos inexplicables, digresiones, desvíos, todos movimientos de una economía narrativa bipolar que bien podría estar contando, incluso únicamente, una doble experiencia de persecución: perseguir, sentirse perseguido.
Imaginemos por un lado a Chuck Norris o a Charles Bronson, quintaescencias dramáticas del exterminador de ideología plana. Por el otro, imaginamos al mundo con su infinidad de variables, sus combinaciones espontáneas, su hibridez, su profundidad insondable y su dinámica. En esta escena tensa estaríamos viendo la obsesión de Uno por reducir, controlar y suprimir un Todo. Pues esa es la manera con la que Iglesias intenta, con Es el peronismo, estúpido, cerrar el círculo hermenéutico (es una misión que solamente le compete a él) sobre lo que, rendidos a la evidencia de no saber muy bien qué es, los argentinos llamamos con resignación “peronismo”.
Perverso polimorfo de la política argentina, el peronismo se balancea entre la “realidad efectiva” y la presencia espectral. Lo que más cerca estuvo de definir sus perfiles transideológicos no fue un libro sino el chárter de Alitalia que trajo a Perón de su exilio en 1972. Chunchuna Villafañe, Carlos Mugica, Rodolfo Ortega Peña, José López Rega, Lorenzo Miguel, Antonio Cafiero, Carlos Menem, Leonardo Favio, Guido Di Tella, etcétera: lo que se dice una comitiva de rango extendido, con víctimas y victimarios, un goleador nato, un cura villero, un artista del cine, una top model, justicialistas de San Isidro y de academia, un menemista de La Rioja. Pero para Es el peronismo, estúpido, el peronismo es, simplemente, un monstruo de dos cabezas compuesto por el Partido Populista y el Partido Militar, asociados en una conga de sucesiones: “el Partido Militar y el Partido Populista tienen culpas diferentes en la debacle argentina pero sólo son enemigos en el sentido de una disputa feroz en el interior de la misma familia política: la del nacionalismo autoritario”.
El populismo, para Iglesias, no es de derecha ni de izquierda, razón por la cual el “berlusconismo” equivaldría al “kirchnerismo” y, por milagro de extensión, quizás Italia equivalga a Argentina, Europa a América Latina y la Fiat a la Sociedad Rural. Para avalar con una de sus ironías gruesas el ecumenismo populista, dice que el concepto no es de él sino de Ernesto Laclau, quien en La razón populista (2005) “incluyó entre sus admirados líderes populistas a Mussolini, Hitler, Mao, Perón, Mc Carthy”. Los incluyó, en efecto, pero para diferenciarlos.
Para "Es el peronismo, estúpido", el peronismo es, simplemente, un monstruo de dos cabezas compuesto por el Partido Populista y el Partido Militar, asociados en una conga de sucesiones.
No comprender por necedad o por apuro este hecho clave del libro de Laclau, no le impidió a Iglesias insistir en el error, que viene de 2005, cuando publicó en La Nación el artículo “La sinrazón populista” para luego empotrarlo como “Capítulo 8” en Qué significa ser progresista en la Argentina del siglo XXI – Ideas y propuestas para un progresismo con progreso (Sudamericana, 2009).
La bestia exegética comienza su cabalgata destinada a aplastar los brotes de sentido allí donde aparezcan: “Toda la argumentación del reciente libro de Laclau (La razón populista, Fondo de Cultura Económica, 2005) se sustenta en una falacia de definición”. Vamos a pasar por alto “una falacia de definición” sin decirle al autor que tal vez cupiera reemplazar este ripio por “una definición falaz”. Digo, de pronto, me parece: como para desbarroquizar el bodrio. Sin perder de vista que aquí la importancia le corresponde a la palabra “toda”. ¿Toda la argumentación de un libro de más de 300 páginas puede sustentarse en una sola falacia? ¿Ta’ seguro vo’?
Posiblemente no lo esté, porque de inmediato simula un rebaje: “Si he entendido bien su tesis central…”; aunque luego continúe con su misión de reducir los desarrollos extensos del concepto de populismo en Laclau a unos escombros ideológicos comprimidos en una sola cita que no puede no producir un efecto de cliché: “plebe unificada por una serie de demandas democráticas desatendidas por las instituciones, que proclama su carácter de pueblo y reclama la construcción de una nación”. ¡Listoooooo!
Iglesias entendió mal, y siguió entendiendo mal diez años más tarde. La causa probable es que no leyó La razón populista. A lo sumo pasó corriendo por el libro para ir rápidamente a la televisión o a los diarios a despuntar el vicio de la incontinencia. De lo contrario, no se entiende que no haya advertido que el pensamiento que insiste en la obra de Laclau subraya la idea de que si hay alguna familiaridad entre los líderes del populismo de los siglos XX y XXI es por la manera de conectarse con los sectores populares (y con las variantes que fluyen simultáneamente en su interior) a través de un discurso por afuera de los considerados dominantes, lo que ocurre siempre que las instituciones de la democracia bloquean la presión ascendente de las necesidades colectivas. Más allá de estas coincidencias de origen –que no lo son de procesos ni de modelos-, sólo pueden encontrarse distinciones.
Pero tiene que haber en Iglesias algún afecto por algo que no sea sólo el que siente por la antífrasis. De modo que voy a seguir leyendo sus libros, por supuesto que con un poco más de atención que la que él le dedicó a Laclau. No, no, sí, sí, sí: ¡dije que voy-a-se-guir-le-yen-do-a-I-gle-sias! ¡Suéltenme! Es mi vida y con ella hago lo que quiero.
Ahora vengo de leer La década sakeada –Memoria y balance de una catástrofe nacional y popular (Margen izquierdo, 2016). Ya pasó, ya está. Estoy bien. La sensación general al leerlo era la de que me empujaban adentro del libro, como si estuviera viajando en un ómnibus manejado por un chofer al que le están pegando mal las horas extras y produce frenadas repentinas y aceleraciones bruscas, y –lo más reprochable- no respeta el recorrido.
Los contenidos se dividen en cuatro bloques, cuyas particularidades tienden a sostener una prosa energumenística que se hace la fama de pensamiento y se echa a dormir otra vez sobre la autoridad sacrosanta de los números, algunos de las cuales, al no ser reveladas sus fuentes, podrían surgir de un repollo oculto en algún sotobosque donde crecen los musgos de la intriga.
En la década sakeada se repiten consignas agresivas y se tributan con frenesí ideas propias (al modo de la coprofagia, sólo lo propio tiene cabida en el corpus textual de Iglesias), ya cocinadas en Es el peronismo, estúpido, del pensador Fernando Iglesias, varias veces citado a pie de página. Un tic de aspiraciones académicas que no se ahorra este comentario al fondo de la página 66: “17 Aprovecho la ocasión para saludar al compañero Renovador Pignanelli, quien en un programa de TV y otro de radio me dijo públicamente: ‘Cabeza llena de caca, tu cuerpo es una mierda porque saliste de la cloaca’, ‘Gorila hijo de puta’, ‘Conmigo no te metas. No sabés de dónde vengo. Si querés te pego un tiro’, y ‘¡Viva Perón, carajo!’”. Lo ha mencionado más arriba como uno de los responsables de la pesificación asimétrica de 2002 y se ve que no quiere dejar pasar la oportunidad de meter televisión en un libro.
Lo que domina el texto es el exabrupto tipo brote que se da en continuos saltos cualitativos de odio, lo que traba -y la mayoría de las veces destruye- los argumentos del autor, que podrían llegar a buen puerto si no les fallara el radiador. Esa es la falla de origen de su obra. Todos los lenguajes, todos los estilos y razonamientos se quedan cortos cuando estos asumen la representación del odio, algo que sólo puede navegar a la deriva y al nivel profundo del sentimiento. Un ejemplo es el capítulo “2,3,4: Las cuatro oligarquías”, donde describe la oligarquía agropecuaria del Centenario; la industrialista-populista del primer peronismo basada en la sustitución de importaciones; la de la “corporación peronista”, que va de 1989 a 2015; y, finalmente, la del “crimen organizado” por el “pejotismo” del conurbano y la Policía de la Provincia de Buenos Aires. Cada una oligarquía de estancieros, tres oligarquías peronistas. Un sesgo demasiado visible en un capítulo crucial que intenta remontar un relato histórico de ciento cinco años.
No hay caso. Más se nublan las entendederas de Iglesias cuanto más se acerca al peronismo. Por eso ejerce mejor el control de sus materiales (y su autocontrol) en los hechos que suceden antes de 1945. A partir de allí se desliza hacia la descarga explosiva que, por su octanaje, nos hace pensar en la irritación del racista. ¿Y si para Iglesias el peronismo no es un movimiento popular ni una estructura de partido, ni un frente electoral vacilante, ni una calamidad de la política moderna ni un nido de mafiosos, ni un cartel narcopolicial ni una serie de dinastías oligárquicas sino, simplemente, una raza?
Es una pista a seguir, impulsada por los motivos ocultos que llevan a Iglesias ya no a la disputa política de la que tiene derecho de participar todo el mundo -ni siquiera a la ilusión de triunfo con la que se autosatisface cuando discute con alguien-, sino a exhalar un aire supremacista que encuentra su éxtasis en el rechazo de lo “inferior”, que sólo puede ver como Cosa Total, además de como Cosa Baja.
Así como al racista no le gustan los negros o los chinos en términos absolutos, de unidad compacta sin matices, ante la que reacciona con la unidad compacta de la fobia, a Iglesias no le gustan los peronistas. Es una dificultad de la inteligencia, grave en un pensador, que lo lleva a relacionarse con el peronismo en términos de bolsa única donde entran, en un mismo escalafón, los Kirchner, los Moyano, Juan Perón, Eva Perón, Isabel Perón, López Rega, Rodoldo Walsh, Firmenich, Duhalde, Menem, Cafiero, Massa, Solá, La Cámpora, Guido Di Tella, Barrionuevo, Filmus, etc.
La sensación al leer "La década sekeada" era la de que me empujaban adentro del libro, como si estuviera viajando en un ómnibus manejado por un chofer al que le están pegando mal las horas extras y produce frenadas repentinas y aceleraciones bruscas
Si bien por momentos se aleja del elemento peronista para decir que hay una épica sanmartiniana, o sea militarista-populista que se aprende en las escuelas y “es por eso” –atención al cambio de vías- “que Messi no será nunca Maradona”, porque los argentinos no queremos jugadores que se entrenen “sino que lleguen rotos al Mundial por la falta de entrenamiento y sus adicciones”, lo habitual es que vuelva con los ojos cerrados a “Peronia”, que es su Neverland y su Infierno (me quedé pensando en “es por eso”: qué extraña forma de violentar una conjunción).
¿Pero es en realidad al peronismo a lo que vuelve como Pulgarcito a casa, sin distinguir piedras de migas? Tal vez no, si tratamos de ver en profundidad la orientación de sus admoniciones. Puede que ejerza con espectacularidad sus aforismos porque de algo hay que vivir, y que aquí diga que “el régimen político kirchnerista no fue una dictadura tradicional como las de Videla, Pinochet o Franco”, y que allá hable de la fascinación de Perón “con las horcas”. Pero esos ataques masivos al populismo encriptan la defensa acérrima de una antigüedad reciente llamada globalización. En eso Fernando es una astilla de neomenemismo –es un menemismo moralista- flotando en el espacio. Poco control público para beneplácito de la República global; y luego, encenderle velas liberales al capital financiero para que un día se convierta en el superhéroe laborista San Cayetano.
Esta simpatía por El Globo hace que en las últimas páginas de La década sakeada se ponga sentimental, quejándose del poco mundo que tenemos: “El truco nacionalista del populismo es el habitual: subrayar los costos de la integración mientras se ocultan los de la falta de integración”. Después arma una masa quebradiza con el nazismo y el Brexit, a pesar de “sus enormes diferencias”, y se lamenta, se lamenta, se lamenta por la persistencia de los estados nacionales, que por principio practican la xenofobia. Dice: “el racismo y su versión débil, la xenofobia” son un “núcleo organizador de tipo paranoico”. Y acá me gustaría que prestaran atención porque no van a ver nunca más semejante destreza de freestyle verbal: “la xenofobia puede adoptar formas conservadoras (rechazo a los inmigrantes musulmanes, por ejemplo) o ‘progresistas’ (rechazo a las instituciones internacionales como la ONU, la UE o el FMI)”.
A ver, a ver, ¿quién es más xenófobo?: ¿el que rechaza las papas negras del verdulero boliviano o el que rechaza los préstamos intencionados de Christine Lagarde? Situar ambos personajes y las “formas” conservadora y progresista de la xenofobia en el mismo plano y con un mismo peso, sin advertir fortalezas y debilidades, revela que en la cabeza de Iglesias se cuecen ideas de falsa igualdad que olvidan las estructuras en las que se apoya el inmigrante por un lado y el organismo internacional por el otro; es decir: olvidan la cuestión del poder, para el que no hay “formas”, sean estas progresistas o conservadoras, sino fondos históricos que, por ser suaves, llamaremos de rivalidad (una rivalidad generalmente irreversible en sus desequilibrios).
Hay que imaginar ese tipo de relaciones “horizontales” entre la ONU y el mantero senagalés, entre los presidentes de la UE y el argelino que llega nadando a Sevilla, entre el FMI y el jubilado argentino, para considerar si es verdaderamente innecesaria la existencia de un Estado-nación. Como lo es para Iglesias, que simpatiza grosso con una República boluda a la que le hace ilusión que Lagarde y el verdulero boliviano compitan libremente por sus progresos personales, conforme los méritos de cada uno y respetando ambos reglas de juego claras. Más justo, imposible; y que gane el mejor.
Hay que decir que es dura la vida en el llano. Durante 2016 y 2017, Fernando Iglesias montó su comité en Intratables, de América TV. Desde allí habló para un solo espectador: el Presidente Mauricio Macri, su Julieta en el balcón, que lo ungió, ¡por fin!, como diputado oficialista. La década sakeada quizás haya influido también en los armadores de la lista al leer estas emotivas palabras en la página 516: “También agradezco el injustificado interés por mis ideas que han demostrado Gabriela Michetti, Ernesto Sanz, Patricia Bullrich y Germán Garavano…”. Felicitaciones de nuevo, Fernando. Esta vez por tus eficaces ataques de meritonitis.
Juró el 10 de diciembre de 2017. Lo primero que hizo fue correr como loco a cambiar pasajes por plata. Se lo reprocharon, en nombre de su alma pura. Descubierto, se descartó de la bolsa de módulos, y alardeó por Twitter diciendo que antes de asumir como legislador ganaba más. Alguien le pidió ver su declaración jurada. Ahí la transparencia se enturbió un poco. No mostró nada y habló de sus ingresos como escritor, por “tres libros a una media de 40.000 ejemplares de $400/$500 y entre 10% y 14% de derechos”. Otra vez nubes de números, palabras, monedas y porcentajes cursan la atmósfera a la velocidad verbal de los niños prodigios que contestaban en Odol Pregunta ¡con seguridat!
Pero, ¡ay!, Fernando, Fernando: look at me. Nos estás obligando a darte un mentís. Es doloroso que un paladín de los números se ponga a toquetear cantidades. Si tu autoestima considera que vendiste 120.000 ejemplares de tres libros (hemos de suponer que hablás de los últimos tres, que son los que más vendieron: Es el peronismo, estúpido, La década sakeada y El año que vivimos en peligro, publicados entre 2015 y 2017), mejor para tu vida interior. Pero la realidad exterior del Excel dice que fueron alrededor 65.000, y he ahí una merma. Esperemos que no a todos los números que revoleás al aire, como el malabarista de semáforo sus clavas, les agregues o les quites ese pequeño margen de más del 90%.
Pero esto es un tour de force y hay que mirar hacia adelante, donde me espera un fin de etapa: El año que vivimos en peligro – Cómo sobrevivió el gobierno de cambiemos al Club del Helicóptero (2017). Veo al libro como un desnudo dorsal de su autor. Es decir domo una ofrenda, una oferta, una entrega total –también en alma- a un solo lector: el Presidente Mauricio Macri. Lea o no lea, es a él a quien está destinado, como lo estuvieron las monerías y remilgos y sobreactuaciones y mohines desplegados en Intratables.
La idea del Club del Helicóptero viene de La década sakeada, donde la formula por primera vez. Como dijo el propio Iglesias en televisión: él es el inventor de ese concepto. Alrededor de esas aspas decide hacer una memoria que va de noviembre de 2015 a mayo de 2017, primeros 19 meses de Cambiemos en el gobierno, un “año largo” con el que Iglesias parece invertir el chiste que hizo Eric Hobsbawn cuando llamó “siglo corto” al período 1917-1991. Lo hace en forma de mensuario, con los consabidos números que van y vienen, abren y cierran ventanas, asocian elementos familiares y planetas distantes, más o menos como ocurre con las cifras de venta de sus libros.
Pero sucede que sus propósitos de adulación presentan un problema, porque el numeraje restrospectivo comienza a caer por el agujero negro de la prospección, lo que reduce la actualidad política del gobierno a una expresión de deseos y hace saltar una pregunta como el payaso con resorte que sale de la caja de sorpresas: ¿cuáles son las fuentes de los números del futuro?
Como si sembrara claveles del aire en el cielo, Iglesias sale a ocupar el inmenso porvenir con un empleo fantástico de los números, en la línea de los consabidos augurios de Pobreza Cero. Fue cuestión de que pasara un poco el tiempo desde la publicación de su libro para que sus cimientos de goma comenzaran a ceder. Dice Iglesias en el capítulo-coda “Qué significa hoy ser progresista”, una actualización de Qué significa ser progresista en la Argentina del siglo XXI: “Aquí van algunos números de la obra pública en realización y proyectada de Cambiemos, según el informe presentado en junio de 2017 al Congreso de la Nación por el Jefe de Gabinete”.
“Aquí van algunos números”, como quien dice: “Ahí va la bala de realidad”. El voto de fe que hace Iglesias de esos números es tan apasionado, tan religioso, que la emoción le impide distinguir entre la obra “en realización” y la obra “proyectada”, e imaginar que todas esas proezas (veinte aeropuertos, quintuplicación de energías renovables, la Red de Expresos Regionales en la CABA, la renovación de puertos, la extensión del sistema de Metrobús, etc) podían congelarse por la entrada sin xenofobia el FMI en julio de 2018.
Observemos la desilusión de Iglesias varios meses más tarde de sus vaticinios, contrapesada por la euforia de sueños nuevos: “Es cierto que hay una reducción en la obra pública en el presupuesto nacional. Pero ahora aparece un fenómeno nuevo, que es la Participación Público-Privada (PPP). De hecho hoy se firmaron en Olivos los primeros contratos en esa modalidad…”.
Es un momento triste en el que se apaga un poco el fuego de hater que le da vida a Iglesias, sobre todo si se recuerdan tiempos mejores en el interior de El año que vivimos en peligro, en cuyo microcosmos podían cumplirse los deseos de gastada, bananismo y disciplinamiento imaginario contra cualquier diferencia. Como ocurre en la página 354, donde Iglesias decide recordar su discusión televisiva con Martín Caparrós en 2009, traerlo otra vez al ruedo y encuadrarlo en lo que llama “la izquierda ojo de bife” (y no sólo a él; también a otros, en una remake de la “bolsa única”).
Dice Iglesias; “A todos ellos –Caparrós, Abraham, Asís, Sarlo- me gustaría azotarlos intelectualmente con una frase maravillosa de mi mayor héroe en este lío: Joseph Brodsky”, y refiere una cita que, como de costumbre, no tiene nada que ver con lo que viene hablando –ah, los problemas de ensamblaje de Iglesias-, y de la que cuelga pidiendo atención la palabra “azotarlos”.
Así que azotar, ¿eh, pillo? La figura, que enciende la imaginación de subsuelos mal iluminados y podría completarse con la del desnudo dorsal que Iglesias ofrece en el interior de El año que vivimos en peligro, desata inquietudes sombrías. Como si Iglesias revelara, con su modo tenaz de ejercer y provocar la violencia en nombre de la Razón, que para él la discusión política sólo puede ser entendida como un epifenómeno del sadomasoquismo.
Quedan de El año en que vivimos en peligro muchos momentos inolvidables. El enésimo recuerdo de los insultos de Pignanelli (con los que es evidente que Iglesias goza), unas ironías contra “la Patria Pyme”, el desprecio por lo que llama “el modelo productivo del conurbano (hecho de ”talleres jurásicos“ y ferias como La Salada), una vindicación de Buenos Aires, Rosario y Córdoba (las ciudades ”más grandes y avanzadas“ donde el peronismo nunca logró afianzarse); y una pasión desenfrenada por el Metrobús, antimateria de la ”conurbanización“ y milagro que por el que ”los estándares de vida de la Capital se adentran en la Provincia“, como ocurriría con el de La Matanza, del que celebra ”el plantado de 1390 árboles y 44.000 plantas“, las ”613 rampas“ y las ”1100 lámparas LED“ (por al carácter hiperbólico del comentario, me parece que acá se está desnudando mal para el Ministro de Transporte, Guillermo Dietrich). ¡Qué buena idea! ¡Qué idea progresista! Imposible no ver un futuro metrobuseante bajo una lluvia de gotas plateadas y doradas: un Highline Park por encima de los basurales de Gonzales Catán, una ruta de Atlanterhavsveien penetrando la Villa Itatí. La imaginación vuela.
Nos vamos a ir despidiendo de estos libros de Iglesias y de su hidalga figura con unos fragmentos a elección. Que sean los de las páginas 495 y 496 de La década sakeada, donde se le da por la suavidad (todavía no había cobrado su banca de 2017), haciéndole la pasadita al Presidente Macri: “Más allá de quién sea, que ahora sea presidente un ingeniero, es decir: alguien venido de una profesión ligada a la producción y no al conflicto por la producción como es el caso de militares y abogados, me parece una óptima señal para el futuro”. Misión cumplida, Fernando. Lo diste todo. Ahora vestite y andate.
JJB
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