Justicia K, de Kafka
Nadie describió con palabras tan simples el mundo oscuro, plagado de aporías, que le tocó vivir como Franz Kafka. Si bien no somos herederos de su literatura -quién pudiera-, somos herederos de ese mundo. “El lenguaje de Kafka se comporta como el agua entre la infinita multiplicidad de las bebidas”, dijo Hannah Arendt cuando analizaba esa inquietante paradoja de un lenguaje sin floripondios que sabe elaborar una pasmosa metáfora del Estado, de la justicia, de la vida más íntima de nuestras culpas y tormentos.
En El Proceso, K. es acusado de algo pero nadie puede explicarle de qué se lo inculpa. Se le inicia un proceso y él no puede dilucidar cuáles son las leyes que lo estructuran. En busca de las causas de la querella apenas logra descubrir que detrás de su detención existe una “gran organización”. Un ajetreado laberinto de guardias que aceptan sobornos, inspectores caricaturescos, falsos fiscales que inventan pruebas, jueces que dictaminan sentencias sobre la base de diatribas en contra de la corrupción generalizada. En fin, un vasto e inabarcable sistema judicial permanentemente colapsado por el constante ajetreo de un maremágnum de secretarios, edecanes, escribas, sirvientes y todo tipo de servicios de espionaje.
¿Cuál es la finalidad de esa gigantesca organización? se pregunta K. y llega a la conclusión de que se trata de un aparato montado para acusar a personas inocentes y someterlas a un ininteligible proceso que no lleva a ninguna parte porque nadie es inocente.
Es obvio que Kafka no describe la realidad de hoy, pero su experiencia personal lo hizo vidente. Su protagonista quiere creer que, a pesar de la falta de resultado aparente, no necesariamente un proceso de esa naturaleza deba resultar en aporías. Por eso contrata a un abogado que parece de oficio, pero no lo es. Todos los abogados tienen la misma receta: lo mejor es adaptarse a las circunstancias porque, en aras del proceso, toda crítica al sistema resulta poco razonable.
K. decide despedir al abogado y se reúne con el edecán de la prisión que, con palabras pomposamente indecidoras, alaba hasta el paroxismo la oculta grandeza del sistema recomendándole dejar de preguntar por la verdad porque no hay que pensar que todo es verdadero. Lo que hay que pensar es que es necesario. Tanto el abogado como el edecán han intentado demostrarle que así viene la vida, así viene el mundo y es obligación de todos “someterse al orden del mundo.”
Quiere decir, responde K., que la mentira es el orden del mundo.
En esa instancia es cuando termina de entender que va a perder el juicio, precisamente porque intenta demostrar que la acusación no se basa en datos reales, sino en una ficción convertida en verdad universal sin que nadie pueda comprobarla. K. es sacrificado por una maquinaria abstracta que fabrica necesidades aleatorias, incomprobables, mentiras como slogans de campaña, significantes vacíos. Algo parecido a esa fe que hoy ostenta el Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires en una educación ficticia, que -dicho sea de paso- ha desfinanciado de manera obscena durante toda su gestión.
Esa maquinaria sigue rodando en función de las mentiras sobre lo aparentemente necesario, de manera que un ciudadano que no quiere someterse (a esta maquinaria, al orden mundial) es una suerte de criminal por oponerse a una instancia que tiene carácter divino. Arendt descubre en K. al hombre moderno, “criado, educado y domesticado en esa maquinaria para que acepte el rol que le ha sido asignado donde se relaciona con sus congéneres no por afinidades, sino por la función que ejerce en la vida.”
El Proceso es la radiografía de las condiciones de vida, sobre todo la población judía, bajo el Imperio Austrohúngaro. Kafka era abogado, trabajaba en una compañía de seguros laborales. Entre otras tareas, se ocupaba de gestionar permisos de residencia a judíos migrantes. Sabía de burocracia y conocía a la perfección lo que es vivir bajo un régimen burocrático autoritario, el mismo que pocas décadas después se convertiría en una fábrica de aniquilar a seres humanos por considerarlos simplemente una raza prescindible sobre el planeta.
¿Existe hoy el Estado burocrático autoritario? ¿Existen en nuestro país zonas liberadas que proclaman ser autónomas y se dirimen bajo una jurisprudencia hecha a medida? No estamos bajo el Imperio Austrohúngaro, pero nuestra justicia se articula con profusos mecanismos espúreos que resultan igual de coercitivos a la hora de defender el bien común.
Propongo un ejemplo: cuando Cecilia Segura estuvo a cargo de la Auditoría General de la Ciudad de Buenos Aires concluyó que solo podía ejercer el control sobre el 13% de los gastos totales del gobierno. ¿A la Justicia la maneja la Política? Seguramente es así. ¿Se compran jueces y fiscales (nepotismos, amiguismos y aportantes incluidos) para garantizar fallos favorables a las decisiones del ejecutivo? ¿La justicia porteña es realmente la “caja negra” de la Ciudad de Buenos Aires? Parecería que lo es: el presupuesto para ese sector, que es de 37.000 millones de pesos, equivale al 48% de la administración gubernamental. Quiere decir que la justicia consume más o menos lo mismo que toda la Legislatura, que todo el Gabinete de Horacio Rodríguez Larreta, que todos los organismos de control y que la AGIP, que es el organismo de recaudación fiscal.
Pero, ¿cuál es la razón profunda de este estado de cosas, que deja a los ciudadanos comunes en una suerte de desamparo jurídico donde no prosperan demandas por ruidos molestos, por la desmesurada reducción de espacios verdes, por avasallamiento institucional, por leyes compradas por emprendedores inmobiliarios para la absurda privatización del espacio público? ¿Quién o quiénes defienden a la Ciudad y sus habitantes del descalabro inmobiliario cuando, en plena pandemia, se “compran” excepciones al volumen y la altura de los edificios a gusto del bolsillo del constructor? ¿Estamos ante un urbicidio cuyo brazo ejecutor es la complicidad del Poder Judicial? En plena pandemia, cuando el mundo entero tiende a descentralizar los conglomerados urbanos, nuestro intendente sigue insistiendo en construir una megalópolis para 6 millones de habitantes cuando hoy no superamos la cifra de 3 millones que ya teníamos en 1946.
Respuesta a estas desoladoras preguntas que dejan a la ciudadanía en una situación kafkiana de indefensión fue la que dio días atrás el fiscal Federico Delgado desde estas mismas páginas. Partiendo del fallo local de la “cámara amarilla” en aras de continuar con la presencialidad escolar, su análisis amplía el espectro y se refiere a estado general de la justicia en nuestro país. Sostiene que las instituciones de todos los ciudadanos se han convertido en herramientas que sirven a intereses privados. “La llamada 'sentencia a medida' es un caso paradigmático en nuestra vida pública.”
Delgado lo interpreta como el síntoma de un problema mucho más abarcativo: se trata de un proceso paulatino e inexorable de expropiación de lo público. Es decir, las instituciones ya no funcionan para el bien común. Le sirven a solamente a un puñado de interesados con poder. Y se pregunta: “¿Por qué pasa? Entre otras cosas, porque no pasa nada. No hay costos para quienes participan de estos procesos, ya sean funcionarios públicos o particulares”. La cuestión es que no hay costos reales para nadie y, si nadie es culpable, todo el mundo es culpable: es la situación de K. en El Proceso.
Y estaríamos tentados en sostener: es una utopía que la justicia se depure a sí misma, cuando el poder político está esencialmente imbricado con ella. “El uso privado de la cosa pública se transforma en una tentación para quienes tienen recursos. Es casi una regla informal”, acentúa Delgado.
Y remata de manera contundente: “La tensión por las clases presenciales se inscribe en esta matriz. Se traduce en la posibilidad de contar con sentencias judiciales como una herramienta propia. Es peligroso. Un martillo sirve para clavar un clavo, pero también para lastimar. El uso privado del expediente des-ciudadaniza y la república democrática se alimenta de ciudadanos.”
GM
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