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Y DESPUÉS ES AHORA

Los Lampe y eso que mi madre no es de andar perdiendo amigas por ahí

Una foto que recuerda un momento en la relación entre los Paula y los Lampe.
19 de junio de 2021 00:01 h

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Hoy a la mañana estaba en el baño y de repente ¡zápate!, se me aparece Alejandra Lampe. Alejandra Lampe, no nos vimos nunca más.

La googleo, aparece. Tiene otro apellido ahora, eso lo sabía. Al día siguiente de su casamiento cambió su mail por otro con el apellido del marido flamante. Es médica y sigue llamándose así, como él. Hay una foto clara de ella en la red, tiene un centro médico con otras médicas en una ciudad de Alemania. Se la ve profesional, radiante, y con el pelo prolijamente planchado como siempre. El monumento a la estabilidad, a que una vida sí puede ser planificada. Desde la secundaria ya, la entonces Lampe supo que quería triunfar, hacer algo importante, progresar. Ya en la secundaria Alejandra rindió un año libre para estar en el mismo curso que su hermana mayor. Y fue siempre la mejor alumna y pudo así entrar a una buena universidad y recibirse de doctora y casarse bien, con el heredero de una familia de chocolateros, y sin embargo médico él también, siempre la ética del trabajo, por qué no.

Conozco a Alejandra desde que nací, nuestras madres eran amigas. Eran. Y eso que mi madre si hay algo que no es, es de andar perdiendo amigas por el camino, más bien lo contrario. Y sin embargo en este caso son los Lampe, la familia entera, quién nos exilió de su entorno, a los Paula en su totalidad, de una sola vez. 

Gisela y Mónica tuvieron dos hijas cada una, casi a la misma vez. Mónica una, Gisela una, Gisela otra y después nací yo, todo dentro de tres años. Mónica y Gisela son bastante parecidas, rubias oscuras de pelo pesado, flacas, atléticas, enérgicas. Hay una foto con las hijas cruzadas: cada una tiene una castaña y una rubia, pero invertidas. Me gustaba ver esa foto como una trampa óptica: tenía que mirar dos veces para darme cuenta de que no estaba en brazos de mi mamá. Porque qué parecida que era esa señora a mi mamá real. Gisela se había casado con un alemán, Olaf. Años antes mi mamá y mi papá habían ido a probar suerte a Alemania, una suerte tímida asumo, porque no se quedaron más que un par de meses, dice mi madre que ella no tenía tanto la intención de quedarse allá. Fueron con mi hermana de bebé y estuvieron allá con los Lampe.

De ese viaje recuerdo fotos de mi mamá, Gisela y Olaf con pantalones campana, vestidos holgados y pañuelo en la cabeza. Recuerdo particularmente una foto de Olaf caminando por la calle con mi hermana en brazos, dándole la mamadera. Recuerdo también que mi madre decía que él admitía que esa visita le había despertado las ganas de ser papá. Y creo que es un fenómeno que existe ese, el del niñe faro, por llamarlo de alguna manera: un hije de alguien alrededor que nos alumbra por primera vez la posibilidad de cuidar y ver crecer a unx así. Yo tuve el mío propio, Pedrito Ajaka, que tuve cerca en todo el primer tiempo de su vida, primero por amor a su mamá pero luego e inmediatamente a él. Desde la panza, como futuro y después, él, todos sus primeros años en los que le estuve cerca. Y no es casualidad que algo se haya roto entre nosotros cuando quedé embarazada yo: Pedro me odió. Recuerdo haber ido a visitarles y ver su cara de odio. Me revoleó el regalito que le había llevado en esa ocasión y tenía razón: eso que se cocinaba adentro mío no era tan buena noticia para nuestra relación. Así que mi hermana fue la bebé faro para el matrimonio Lampe y no tardaron mucho en tener a su primera hija.

Los Lampe vivieron siempre en Alemania, los Paula siempre acá. Pero como Gisela tenía familia en la Argentina, venían una vez por año. Mi papá también fue muy seguido a Alemania a lo largo de por lo menos veinte años, porque trabajaba en una empresa argentino-alemana y siempre que pudo los fue a visitar. 

En 1994, cuando cumplí quince años, mi mamá y mi papá me regalaron un viaje a Alemania. Mi hermana ya lo había hecho a sus quince pero ella era más osada y había visitado a varias familias amigas y se había quedado alrededor de dos meses. A mí no me daba el entusiasmo para tanto pero sí me pareció bien pasar mis vacaciones de invierno de acá en el verano de allá. Y mi condición fue visitar a los Lampe nada más. Me daba vértigo andar viajando sola por Alemania, cambiando de ciudad en tren, como había hecho mi hermana. Era, también, mi primer vuelo transoceánico. Así que el plan era pasar todo el mes en Düsseldorf, con ellxs. Pero mi visita coincidía con sus vacaciones de verano y la familia había alquilado una casa antigua en las laderas de Cannes, así que la mitad de mi viaje a Alemania lo pasé en Francia finalmente. 

En el viaje de ida en el avión me tocó en un asiento de tres con dos hombres tampoco muy duchos en viajar lejos, tanto que la desenvuelta parecía yo. Mi mamá me había impreso un mapita del aeropuerto de Frankfurt, al que llegaba el avión gigante y tenía mínimamente estudiado el camino que tenía que recorrer para ir a tomar el avión de conexión. Y además, sabía alemán, lo que me convirtió en la guía espontánea de los señores timoratos. Así que tuve que aplazar mi miedo y timidez para convertirme en aquella adolescente temeraria que ellos veían en mí. En algún momento en los pasillos de Frankfurt nos deseamos suerte y nos dijimos adiós.

En el segundo avión, más pequeñito este, vomité. Tomé un jugo de naranja, tenía languidez de los largos viajes, el avión se movía más que el anterior, y vomité. No llegué a agarrar la bolsita así que me vomité encima, el jugo de naranja recién bebido más que nada, sobre mi buzo blanco especial, casi la única prenda que usaba. A dos asientos de distancia había una señora alemana que no pudo no haber visto la situación, que ni se inmutó, hizo como si nada hubiera sucedido, nada. Me saqué el buzo y lo doblé sobre sí mismo. Un primer acercamiento a la idiosincrasia de la gente sobra la que volaba en ese momento. Respeto por el espacio ajeno: sí. Empatía: te la estaría debiendo.

Cuando salí de migraciones en el pequeño aeropuerto de la ciudad de Düsseldorf, me esperaban los Lampe y yo llevaba el buzo blanco atado a mi cintura, con el lamparón hacia el lado de mi pantalón. Más tarde lo metería en la lavadora sin aclarar nada, ahora que lo pienso, no sé por qué tanto pudor, por qué me habré dejado marcar el camino por la señora impertérrita. Detrás de esa estela robaré helados del freezer de noche en lugar de pedirlos y desdeñaré a la hermanita menor en silencio, por similar razón, la de la implosión.

En esas vacaciones leí compulsivamente, por no hablar. En la casa eso y en la playa escuchaba música en un walkman, no sé por qué así. En mi relato interno, quería estar en mi casa en Buenos Aires y todo me parecía mejor allá, supongo que la convivencia con otra familia con sus reglas me irritaba. Eso y mi flamante adolescencia, claro está. No podría decir que me divertí esas dos semanas en Cannes. La casa que habían alquilado estaba lejísimos del mar y de todo en realidad, así que dependíamos del auto del matrimonio para desplazarnos, y ellos evidentemente hacían sus planes de Costa Azul que no siempre incluían a la familia numerosa. Así que había días que estábamos ahí dejados a nuestra suerte en esa casa calurosa y de muebles viejos, donde leí sin parar.

Varios años después hubo dos episodios que, reconstruyendo la historia con mi hermano, concluimos que deben haber sido definitorios a la hora de ser exiliados de la vida de los Lampe.

Una es que cuando mi hermano estuvo de intercambio en Alemania, visitó a los Lampe como se debía y tuvo un affaire con Alejandra, mucho antes de que ella fuera doctora. No entiendo cómo pero se citaron en París y pasaron un fin de semana romántico ahí. A los Lampe senior no les causó nada de gracia esta historieta.

Y la segunda, o primera en realidad, es que unos años antes, Alejandra misma había pasado casi un año en Buenos Aires, viviendo en nuestra casa familiar, mientras hacía una pasantía en el Hospital Alemán. Siento que aquella fue la vez que más cerca estuvimos, que Alejandra más se relajó, a la relación con todxs nosotrxs, a nuestro modo de vivir. Recuerdo que en esa época hasta se puso a pintar, algo que le gustaba mucho y hacía muy bien, pero para lo que no tenía tiempo en su vida productiva y dirigida de la carrera médica en Düsseldorf. 

La última vez que pasamos tiempo juntas fue en el 2001. Había ido a filmar una película a Barcelona, me quedé más días y los fui a visitar. Pero esa vez, en lugar de quedarme en la casa familiar en las afueras, me quedé con ella en su pequeño departamento en la ciudad. Ella estaba estudiando, yo estaba, a los ojos de ella y de su familia, muy perdida. Y yo estaba bastante perdida pero eso es también, un modo de vivir, la deriva.

Yo no quería volver a Buenos Aires porque aún vivía con mis padres y no tenía un verdadero trabajo, aunque estudiara actuación y volver para mí era enfrentarme a todo eso. Así que le ranché la casa una semana o más, ella se iba a la facultad y yo a caminar por la ciudad y escuchar discos de prestado en una tienda. Un día la acompañé a su universidad, almorcé con ella en el campus y estuve en el laboratorio de los microscopios, testigo de unas vidas de otrxs. De noche ella tenía sueño y dormía en la única cama y ambiente del departamento, y yo me encerraba en el baño con luz, a leer. El fin de semana fuimos juntas a la casa de sus padres y me hicieron la intervención: que qué pensaba hacer de mi vida, que por qué estaba recalando ahí, que qué me proponía, que cuál era mi plan. Entonces, acorralada y completamente impedida de decir que estaba angustiada y que no sabía bien porque con el teatro claramente me pasaba algo pero cómo iba yo a vivir de eso y Letras, que era lo que siempre había pensado, qué sé yo, dije que había pensado que quería vivir en Barcelona y estudiar en la Pompeu Fabra, voilá, cualquier cosa, una idea que saqué de la galera, otra vida posible y Olaf, el pater familias me dijo: muy bien. Al día siguiente me llevó a sacar un pasaje ida y vuelta Düsseldorf-Barcelona, claro que ese regreso nunca lo usé. Así que al día siguiente me encontraba yo otra vez en la pensión en el Barrio Gótico, más sola imposible, y llegué a ir a la universidad y sentarme en su patio, bajo las palmeras, viendo a los estudiantes pasar, asistiendo a otras vidas de otrxs, que tampoco serían para mi.

Ese fue mi último episodio con los Lampe, el de los matrimonios habrá sido un par de años después. Habrá sido también la última vez que mi mamá y mi papá viajaron a Alemania juntos, a visitar a mi hermano que ya estaba viviendo allá.

Rigurosamente, visitaron a los Lampe en su viaje, rigurosamente en Düsseldorf. En las fotos, mi madre luce un cuello de lana peluda, que ella misma se tejió, sobre la cabeza, protegiendo las orejas del frío. Sobre el cuerpo, un tapado que alguna amiga le prestó, salido de los Alpes bávaros en el año ‘82. Hicimos comentarios sobre su look al ver las fotos, nos preguntamos qué habrían pensado los Lampe al presentarse públicamente con mi madre con esa facha, los Lampe siempre de Polo impoluto en tonos negro blanco y azul marino, las Lampe siempre con el pelo planchado y maquillaje en los ojos, delineados, hasta para desayunar. Esa fue la última vez que ellxs se vieron, y creo que sólo compartieron ese almuerzo. Le decíamos a mi mamá que ella había empujado esa amistad de años al abismo, con ese tapado tirolés y el peluche en la cabeza, escarnio público para la pulcritud Lampe; que mi parte había sido aquel número fallido de voy a estudiar Letras en la Pompeu para volver a Buenos Aires y arrojarme definitivamente a los brazos del teatro independiente, en tu cara Olaf Lampe. Mi hermano, por su parte, había aportado aquel romance casi incestuoso en la ciudad del amor y mi padre, aunque nunca se dijo, pensamos que habría aportado lo suyo al irse escandalosamente de la empresa en la que siempre había trabajado para abrir un emprendimiento personal pero con parte de la clientela de la empresa que dejó, en el altillo de su casa, demasiado para los Lampe que no nos dijeron chau pero desaparecieron del mapa de los Paula como si se los hubiera tragado el océano.

Supimos a través de conocidxs que en algún momento vinieron a Buenos Aires, la familia entera, hace varios años ya pero, por supuesto, no se comunicaron con nosotrxs.

Más allá de las bromas, creo que a mi mamá la puso muy triste haber perdido a Gisela, su amiga de la juventud. Porque todo el resto del entramado de familias se debía, básicamente, a esa amistad. Mi mamá no es de andar perdiendo amigas por ahí, ni de distanciarse. No conoce la neurosis y sus cumpleaños se suelen desdoblar en dos días porque sus amigas todas juntas no caben en su patio, literal.

Con Gisela algo falló, sin duda fuimos nosotres, los Paula, con nuestro desorden e impertinencia, que asustamos a la familia impoluta y le ahuyentamos la amiga a mamá.

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