La música imaginaria de Marcelo Cohen
“En fin”, decía Marcelo Cohen cuando, después de innumerables digresiones estaba por concluir una historia o una anécdota que había tomado forma arborescente. Un ritmo verdaderamente coheniano de intercambios personales. Lo conocí primero a través de sus libros, mejor dicho, de un libro que, a comienzos de los años noventa, se exhibía en la entrada de la Gandhi de Corrientes. Como si nos dijera que, al traspasar la puerta de la librería, un mundo frondoso, de una invención y prosa desbordantes se abriría si nos atrevíamos a comprarlo. Lo hice, claro. El libro en cuestión se titula El fin de lo mismo. Aquellos relatos tuvieron un efecto electrizante. ¿De qué planeta venía semejante escritor? A partir de esa iniciación, busqué todo lo que había publicado: El sitio de Kelany, El testamento de O´Jaral, El oído absoluto, El país de la dama eléctrica. Nunca dejó de sorprenderme. Nos conocimos uno o dos años más tarde. La literatura de Thomas Pynchon y Phillp Dick fue, de entrada, una suerte de santo y seña. Pero fue la música uno de los pilares de una amistad construida a lo largo de años de intercambios y colaboraciones. Las músicas, debería decir. Con el tiempo, el Gran Cohen, como lo llamaba por un personaje de Contraluz, aquella novela de Pynchon, ofició además de iniciador en lecturas que me deslumbraron (Gene Wolfe, a quien había traducido, Jim Dodge, Brian Catling, el Ballard más osado).
La obra de Marcelo siempre ha presentado un problema de nominación. Se lo ubicó en el género fantástico porque los flaycohes, la panconciencia y los pantallator facilitaban, engañosamente, ese territorio de la literatura. Fue también leído como punta de lanza de la ficción especulativa. Creo que sus libros son resbaladizos a cualquier intento de encasillamiento: la ciencia ficción, la novela de ideas, la prosa poética, las derivas del utopismo y la crítica social, la interrogación sobre el presente, disfrazada de herrumbres post capitalistas (metáforas del realismo); todo pasaba por el tamiz de un lenguaje sometido a una torsión trepidante, como el de esas danzas y géneros de su propia cosecha que llamó “merigueles” o “mudanzos”. Me atrevo a pensar que la música no era ajena a su proyecto de escritura. Marca que despunta no solo en la variedad de neologismos y nombres portadores de un melos intraducible. Hay algo más incluso que la idea de la música como flujo, artefacto orgánico o equivalencia: su inscripción en la pulsión de la vida y la historia. La música ha vertebrado mundos y discursos (sobre la modernidad, el estado del arte después del progreso y la reacción, la disciplina y la variada punición), mapas, territorios e insularidades, obsesiones, ritornellos. De la fábula técnica a sus simulacros, del budismo zen al canon Pali.
Solo Marcelo podía escribir una novela como El oído absoluto. La isla Lorelei está embadurnada de canciones insípidas y opus ya consagrados. La música es lo “único” que le gusta a Lotario, uno de sus personajes.
Existe en la cabeza de uno, aunque nadie la esté tocando, aunque se pierda el papel donde la escribieron, aunque se quemen todos los instrumentos del mundo. La música está siempre. Es un montón de fragmentos y la memoria los junta. Entonces, cuando los junta, también está uno. ¿Eso es volverse loco?
Lotario parece hablar del mismo autor, melómano empedernido, buscador constante de novedades, el amigo juvenil de Miguel Cantilo y Litto Nebbia, compinche jazzístico de Carlos Sampayo en Barcelona, interlocutor de Adrián Dárgelos, oreja adherida a la NPR o Radio Clásica. Me llamaba para saber si conocía a la trompetista Jaimie Branch, cuya muerte temprana, pocos meses atrás, lo había descorazonado. “Tenés que escuchar a Joachim Kühn, un Jarrett alemán”, hacía saber a través del whatsapp. “¿Y? Qué te pareció Nubya García”, le interesaba mi opinión sobre la saxofonista. No se cansaba de extender la línea del horizonte de su curiosidad. En un punto, se lo decía, me abrumaba, y más cuando hablábamos sobre las derivas del experimentalismo, que situaba apenas como un momento histórico y no un programa vital, algo que se resistía a aceptar.
Se dice en “Séptimo arte”, uno de los cuentos de El fin de lo mismo, algo de lo que estaba convencido hasta los huesos:
En la película que damos hay un hombre que se suicida. Yo creo que es porque no puede escuchar música, por esas crueldades de la naturaleza.
Si Lorelei era una isla mundo, el Delta Panorámico constituyó, desde Los acuáticos, un mundo de islas con sus sonoridades, sus repertorios e instrumentos. La novela Casa de Ottro, uno de los abordajes más agudos y laterales desde la ficción sobre el kirchnerismo, gira alrededor del hábitat de un difunto ex regente de isla Ushoda, Collados Ottro. Una de sus mentoras políticas, Fronda, escudriña las habitaciones acompañada de una esforzada ciborgue:
La colección de placas musicales de esta casa… Prrff. Muchas versiones, compradas por correo a los anticuarios de isla Chilc, de una misma pieza para piano de un compositor muerto hace siglos; escoria bailable del sur de nuestra isla; baladas como Esa luz que se acerca entre la niebla no es otro barco sino un faro, para enriquecer el espíritu mientras se pedalea en bicicleta fija; o: Murmullos para una casa en penumbras y otros poemas sonoros de Caverna Sztan que también estaban en el musicalqui de mi madre la pastelera y en los audiolitos de mi hermano el albañil y mis demás hermanos, y que hoy escucha para burlarse mi hijo el perverso moderno, y enternecen a mi amiga Estuario (la urbanista). Un engendro de música para la mediocultura. Te llega a rozar y morís, Fronda. Y sin embargo el “gusto” de Ottro era una blasfemia en tiempos en que el Régimen Neoclásico preconizaba una música grave y ondulatoria, antífonas, himnos valseados, corales, o bien ruidos, crepitaciones, reverberaciones sin desenlace, el murmullo imaginario de los circuitos electrónicos.
Cohen rescribía una y otra vez, con ironía y aceptación, las consideraciones de Platón en La República sobre el papel organizador de la música en la sociedad. “Debe durar para que se mantenga el orden”, leemos en Hombres amables. Seríamos lo que suena, acaso. ¿Somos ahora “Muchachos”? ¿Estamos condenados a ese destino de entonación? Lo habríamos conversado, seguro. Aquello que hace de nosotros el sonido es una de las ideas de Gongue. Gabelio Támper cuida una isla del Delta Panorámico de posibles saqueos. Lo hace con inclinaciones orientalistas. Su instrumento de metal es su manera de afectar al entorno y los sujetos.
…cuando le doy al Gongue de Caución alzan la vista atónitos, y es que ni se habían fijado en mí. Cuando el gongue los alcanza, se les inclinan derechos, lentos, los cuerpos hacia atrás, acusando el sonido, hasta casi dar en el suelo con la nuca, y sin una pausa luego se recuperan, derechos asimismo, hasta alcanzar de nuevo el máximo de su altura. Aunque con tamaña flexibilidad podrían esquivar fácilmente la ráfaga de energales, yo igual me calzo la vibradora al hombro. A eso voy, cuando algo me da en la cara a mí, que la refresca y la embota.
La música ha sido un tema de la literatura ya en el siglo XIX con Santa Cecilia, de Heinrich von Kleist, donde la escucha puede conducir a la locura o los mismos compositores, en el caso de H. T. Hoffmann, terminan desvariados. Ocupa un lugar central en el Doctor Faustus de Thomas Mann, vía Adorno. Reverbera en la obra de Alejo Carpentier, Julio Cortázar (en especial como discoteca, capital simbólico y tópico de los encuentros sociales, salvo “El perseguidor”) y Felisberto Hernández. Podemos encontrarla también a lo largo de la obra de Phillp Dick. Cohen es parte aventajada de esa familia. Así como en Dr. Bloodmoney Dick anticipa en los sesenta la existencia de Spotify a partir de un cohete errante que desde el espacio no deja de transmitir música a pedido, Cohen hace de augur en Inolvidables veladas. Camelia Subirana cantó el tango como ninguna y esparció su leyenda por el aire de una ciudad que necesita de mitos. Ella vegetaba y permanecía.
…había muerto el alma de ella, o la conciencia o la memoria inmediata, efecto de una degeneración de las células nerviosas…pero en todo caso sólo cumplía algunas funciones vegetativas entre las que nunca hubiera estado cantar, mucho menos en público. Lo que se veía en escena, pastel glaseado bajo los focos, era un holograma proyectado desde los primeros palcos del teatro, y la voz era el convincente producto de un sampler que recogía los temas mejor grabados por la cantante poco antes de los primeros síntomas de rigidez.
El holograma era administrado por el consorcio Santhuria. La cantante era acompañada por instrumentistas verdaderos, hasta cierto punto.
Tenían caspa incluso, pero como habían dejado atrás los años de pleno magisterio actuaban con playback, y a veces, cuando la cantante se atascaba en un silencio grávido de sentido, el primer bandoneonista, que era albino, le pasaba a los demás pastillas de mentol.
La novela es de 1995, es decir, se había adelantado en 17 años a la primera aparición del holograma de un cantante fallecido, el rapero Tupac Shakur, quien había sido traído “de regreso” a la vida en el Festival de Música y Artes de Coachella Valley de 2012.
Era en cierto aspecto coheniana Hatsune Miku, la estrella pop virtual que saltó de Japón al mundo en 3D después de ser apenas el nombre de un software de Yamaha, el “vocaloid”. Miku “es” una joven de 16 años con aspecto de los personajes del manga nipón y está programada para que cualquier usuario pueda crear un tema y guardarlo en su disco duro. Devenida avatar, no solo supuso ganancias en el mundo de los videojuegos y aplicaciones, sino conciertos multitudinarios, a veces compartiendo espacio con grandes estrellas reales de la talla de Lady Gaga. En el asimétrico juego de las recomendaciones (porque Marcelo era apasionadamente voraz y generoso), creo haberle contado (y si no, lo hago ahora, Gran Cohen, porque los pensamientos también se leen en alguna parte, o merecerían ser leídos, ¿no?) cómo The End, una ópera audiovisual del japonés Keiichiro Shibuya podía escucharse en espejo de Inolvidables veladas. Lo que había hecho en 2013 Shibuya era darle “carnadura” a Hatsune Miku. Su obra, que espantó a los seguidores de la estrellita virtual, había convertido a una imagen corporativa en un objeto dramático con reminiscencias del post punk y cierto tufillo a Stockhausen. Sobre ese trasfondo, la animación reflexiona sobre el alcance del mundo de las copias y la propia finitud de los dispositivos y las cosas del mundo. Ella misma, puro pixel de colitas azules, no puede transgredir la lógica de la transitoriedad (“impermanencia, impermanencia, muchacho”, habría dicho él) y por eso canta:
Unlike before, I've now realized I will die.
He citado a Cortázar, a Carpentier, Mann y Dick. Me guardé a Marcel Proust con quien encuentro un punto de parentesco en la obra de Marcelo: las músicas imaginarias. En la novela En busca del tiempo perdido, Proust “compone”. Urde un universo complejo, total y cerrado sobre sí mismo, contaminado por la música, según Jean-Jacques Nattiez. El autor de Proust músico, desmenuza especialmente la Sonata y el Septeto de Vinteuil, la “frasecita” que acompasa la memoria de la misma narración. Si hay un Cohen músico, que hace respirar músicas propias por el solo hecho de representarlas con palabras, es el de su novela más ambiciosa (¡726 páginas!), Donde yo no estaba. Ahí se cuentan las errancias del comerciante de lencería femenina, Aliano D´Evanderey, que incluyen un encuentro con la “militancia musirrealista”. Sus claves le son explicadas por la rectora musical de esa región que visita y que se estructura según los principios de la Democracia Gentil. La propia escucha del devenir es esencial: “si uno sabe abrir la oreja, el hecho más mínimo tiene su canto”, le dicen, con aires cageanos. Porque es la música lo “único” (otra vez) que puede “encolar la vida en común sin petrificarla”. El realismo musical, lo instruyen a D´Evanderey, es un arte sin estilo, y se lo ejemplifican con algunas obras como Echándose el batón sobre los hombros al bajar la cama. El lenguaje se hace de las mismas acciones. “¿Oye el burbujeo del arroz en la cocina y el silbido de la llama?, bien: todo junto es un musiquema”. Se trata de “bautizar con timbres los hechos” y usarlos como signos. Los musiquemas son diversos.
Abundan la cacofonía, la disonancia, la organización descuidada, como en la vida… Dos corcheas en salto de quinta más un frotado de lámina de aluminio: la jeringa que extrae sangre para un análisis.
Pero D´Evanderey no confía en ese programa estético, por más que se lo traten de demostrar con una balada de Patti Valadumi, una sinfonía de Ufhat o el mismo himno de la isla. ¡Imaginar una música que no convence! La única certeza posible para Marcelo era que la música no solo penetra el aire, lo sustituye, lo constituye. Sus libros, sus reseñas discográficas, su pertinaz indagación acompañaron ese credo metafórico.
“En fin”, me detengo acá, en su honor o, quizás, porque no encuentro otra manera de cerrar este texto. Tecleo entonces la palabra “yo”, pero solo a los efectos de abandonar un meandro doloroso. Un intento de descubrirlo en el recodo de palabras que no pueden decirse.
AG
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