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QUÉ ESCUCHAR

Los silencios y las furias

Afiche callejero anunciando el primer concierto de Juan Carlos Baglietto en Obras.

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El disco que más y mejor habló de Malvinas no las menciona ni una sola vez. Y la paráfrasis a Jorge Luis Borges y sus camellos es inevitable porque tal vez esa sea la mejor manera argentina de hablar de algo: no nombrarlo en absoluto. Hubo, por supuesto, referencias explícitas. Reina madre, de Raúl Porchetto. Y, desde ya, esa manera tan García de decir lo que nadie se animaba a pronunciar: no bombardeen Buenos Aires. Pero el disco que contó la guerra, ya en la (¿involuntaria?) elipsis del título, fue Tiempos difíciles.

Por muchos motivos fue un álbum absolutamente atípico para lo que ya desde hacía más de una década se llamaba “rock nacional”. El bautismo había provenido de la revista más fuertemente reglamentadora de su época, Pelo, en una nota de 1970 en que se mencionaba a Luis Alberto Spinetta como “uno de los jóvenes más lúcidos del rock nacional”. Y ese rock que ya desde sus inicios había tenido, en muchos casos, rasgos musicales propios –¿o es que acaso “El tema de Pototo”, “Pato trabaja en una carnicería” o “Sueña y corre” se parecían a algo de lo que sonaba en los Estados Unidos o Gran Bretaña?– por primera vez ocupaba un lugar verdaderamente público. Malvinas obligaba al canto en castellano y el rock argentino inauguraba su posibilidad de conquistar espacios radiales y de difusión que hasta ese momento le habían estado vedados con carteles callejeros de gran tamaño. Juan Carlos Baglietto, un rosarino que había descollado en un grupo casi secreto, Irreal, aparecía en el lugar de Carlos Chaplin en una famosa escena de El pibe (The Kid, 1921). Las letras, rojas contra el blanco y negro de la foto, anunciaban el nombre del solista y el título: unos tiempos difíciles que la imagen situaba en la pobreza, en la calle, en la niñez, pero que las tapas de la revista Gente, mostrando bombardeos marítimos y anunciando un improbable triunfo bélico, situaban en otra parte.

De las diez canciones del disco cinco llevaban la firma de Fito Páez –una de ellas, “La música del Río de la Plata”, en conjunto con Baglietto–, que acababa de cumplir 19 años, que ya había formado parte de una banda notable, El Banquete, y que, en el disco, además de tocar los teclados, se erigía como director musical de un grupo que incluía a Rubén Goldín en guitarra, Sergio Sainz en bajo eléctrico, Marco Pusineri en batería y Silvina Garré en voz. Los otros títulos de su autoría eran “Aunque mañana no estés”, “Puñal tras puñal”, “Sobre la cuerda floja” y “La vida es una moneda. Los autores restantes eran Goldín (tres canciones, ”Dulce pájaro“, ”Sin luna“, y, en colaboración con Juan Manuel Monfrini, ”Los nuevos brotes“), Adrián Abonizio (antecesor de Baglietto en Irreal) con ”Mirta de regreso“, y Jorge Fandermole, con ”Era en abril“.

Si el rock nacional, en sus mejores expresiones, ya portaba una mezcla inusual e irrepetible en su ADN –The Beatles, tango, folklore (grupos vocales, Jorge Cafrune, Mercedes Sosa, Horacio Guarany, el Cuchi Leguizamón), cantantes melódicos y el proto beat de Los Gatos–, Rosario, más parecida a Montevideo que a Buenos Aires, en su escala de bares donde poetas, novelistas, pintores y músicos se encontraban a diario, aportó una nueva rareza a la alquimia: ese rock que venía de allí era letrado. Páez, Abonizio y Fandermole contaban historias.

Sus canciones no eran (sólo) confesionales. Y abordaban los mismos temas y personajes que cierta literatura rioplatense que había estado ausente en las lecturas del ya canónico rock vernáculo. En Tiempos difíciles resonaban Roberto Arlt, el grupo de Boedo y sus oficinistas y soledades, y, por supuesto, Montevideo y la poética de lo cotidiano que Mario Benedetti había patentado por esos años y que La tregua –la novela de 1959 pero, sobre todo, el film de 1974 dirigido por Sergio Renán– convirtió en hit.

La mayoría de las canciones del disco con el que comenzó la carrera solista de Baglietto estaba estructurada a la manera de cuentos cortos. Sus protagonistas estaban delineados con precisión. Tanto sus características psicológicas y sociales como las circunstancias por las que atravesaban se describían con detalle. En “Mirta de regreso”, la manera en que una escena –el diálogo que no sucede entre quien vuelve de la cárcel y su mujer, de la que asoman los zapatos debajo de la cama– se proyecta hacia el pasado y hacia un futuro igualmente sombrío (“sólo algunas noches, salís a trabajar”) y la irrupción en la canción argentina de un coloquialismo sin impostación (“Hacé de cuenta que estuve navegando/ es casi lo mismo solo cambia el paisaje”), junto con imágenes de una belleza y una potencia inusitadas. En “Era en abril”, se relataba la tristeza frente a un embarazo perdido. Quienes aparecen en estas canciones no son personajes del rock. Son personajes a secas. Personas normales que hablan como personas normales. El vecino que cayó en cana y la mujer que lo ha esperado o no lo ha hecho. El maestro o el empleado. Los amores chiquitos y, al mismo tiempo, inmensos de cada vida.

La otra gran anomalía era el propio Baglietto. Una de las grandes tradiciones del rock era la de las baladas inglesa y escocesa (la otra era la del blues). La de la voz neutra. La de la renuncia a la pasión para cantar las pasiones. La de Paul McCartney dejando que fuera la propia historia la que cargara las tintas. La mujer que junta del piso el arroz que queda de los casamientos, en “Eleanor Rigby”, o la que dice “Papi, ella se fue de casa” en “She’s Leaving Home”, son cantadas con una distancia extrema.

Baglietto, en cambio, toma fuentes argentinas. La teatralidad de algunos cantantes de tango, desde ya. Y las infinitas inflexiones que ponía en juego Spinetta –esa manera de quebrar la voz en el final de “Laura va”; la congoja sin fronteras que atraviesa al Capitán Beto–. En la voz y la manera de interpretar del rosarino, el componente narrativo de cada una de las canciones, esa manera de contar escenas, cobra vida propia. Y una y otra, la matriz de esas piezas concentradas y la forma en que el cantante las relata, palabra por palabra y matiz por matiz, se potencian mutuamente.  

Cada una de las canciones de Tiempos difíciles es extraordinaria y cada oyente tendrá una, o varias, como sus preferidas. Pero hay una que, por sí sola, rompe, o reformula, los protocolos del llamado rock nacional e, incluso, de la canción popular en su conjunto. “Sobre la cuerda floja” abría el segundo lado del LP. El protagonista era un oficinista, alguien abundante en la literatura pero ausente en el rock. Un oficinista olvidado y solitario, además. Pero un personaje de quien Páez no lo sabe todo. Él es testigo de escenas privadas pero, aun así, debe remitirse a lo que el personaje cuenta de sí mismo. “’El vino es casi como el amor’, decía”, decía uno que decía el otro. Y el recurso (“Se subió al primer taxi/ con la impotencia en quiebra/ la última noche que estaré conmigo/ será una gran fiesta, dijo”) volvía a aparecer en el final de la primera parte. El momento del gran quiebre, tanto en la vida del oficinista como en la música de la canción.

El vals inicial se transformaba, daba un vuelco. Y la nueva sección, mucho más teatral, desembocaba en una escala cromática descendente, a la manera de los madrigales de Carlo Gesualdo o Claudio Monteverdi. Ese pasaje se repetía tres veces. La primera con la frase “la última noche que estaré conmigo”, la segunda con “miró al reloj que lo observaba tenso” y la última con “cerró los ojos, no dudó un instante”. Allí llegaba la última oración: “y apretó la carne, sangró su pecho”. Después ya no había más palabras. No podía haberlas. El corte de la carne se correspondía con un corte musical. Su escuchaba (cómo no escucharlo) un pequeño silencio.  Después, la explosión del solo de guitarra eléctrica tomaba el lugar del texto. Como en el disco mismo –un disco lleno de palabras–, lo más importante era lo no dicho.

Diego Fischerman es autor del blog “El sonido de los sueños”: https://xn--sonidodesueos-skb.com/

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