Un veraniego viaje de invierno
Qué bello es vivir (It’s a Wonderful Life), la película que Frank Capra dirigió en 1946, es el cuento de navidad perfecto. Transcurre en el primer diciembre posterior a la Segunda Guerra Mundial. Hay un buen hombre, George Bailey, encarnado por James Stewart, y un malvado banquero, Henry Potter, personificado por Lionel Barrimore. Bailey ha logrado permanecer fuera de las garras de Potter hasta que un préstamo impagable lo pone frente al abismo y lo decide a suicidarse. Su ángel de la guarda, en la víspera navideña, lo disuade al mostrarle –película dentro de la película– lo que hubiera sido la vida –o la muerte– de sus personas queridas y de su comunidad de no haber sido por él. El film está basado en el relato “El regalo más grande”, publicado por Philip Van Doren Stern en 1943 y este a su vez es una adaptación de la novela Una canción navideña, escrita por Charles Dickens cien años antes.
Hans Christian Andersen era un admirador de Dickens. Como él estaba preocupado por las condiciones de vida de los más pobres y, como él, fue un estudioso y un defensor del folklore, ese conjunto de costumbres y producciones populares a las que esa nueva palabra –saber del pueblo– acuñada en 1846 por el coleccionista y escritor William John Thoms, había dado entidad propia. Dickens tuvo entre sus preocupaciones la de la recuperar, defender y promocionar la fiesta –y el espíritu– navideño. Andersen lo visitó en dos oportunidades. En la primera, en 1947, todo anduvo bien. En la segunda, diez años después, el danés vivió en la casa del inglés y se instaló allí cinco semanas provocando el odio de toda su familia y del escritor mismo, que lo satirizó en Uriah Heep, uno de los personajes de David Copperfield y el nombre que, en 1969, tomaría para sí una de las bandas precursoras del heavy metal.
Andersen, huérfano de padre y abusado repetidamente por uno de sus maestros “para forjar su carácter”, había llegado a ser famoso como autor teatral y, sobre todo, por sus colecciones de “Cuentos de hadas”. Uno de ellos, publicado en 1845 –y allí no había hadas aunque sí una intervención fantástica, como en Qué bello es vivir–, fue el más perfecto anti cuento de navidad jamás escrito. Una niña pobrísima, vendedora de fósforos, moría de frío en la calle viendo tras las ventanas la fiesta de una familia feliz (y rica). Había, en el final, una suerte de redención feliz. La niña encendía todos los fósforos que tenía y en esa luz veía a su abuela muerta, erguida como nunca, que la llamaba para que fuera con ella y la abrazaba. “Pero en el ángulo de la casa, la fría madrugada descubrió a la chiquilla, rojas las mejillas, y la boca sonriente… Muerta, muerta de frío en la última noche del Año Viejo. La primera mañana del Nuevo Año iluminó el pequeño cadáver, sentado, con sus fósforos, un paquetito de los cuales aparecía consumido casi del todo. «¡Quiso calentarse!», dijo la gente. Pero nadie supo las maravillas que había visto, ni el esplendor con que, en compañía de su anciana abuelita, había subido a la gloria del Año Nuevo”, concluía el cuento pero lo de la gloria divina pasaba bastante desapercibido frente a la miseria mundana.
Hubo una película en 1928, dirigida por Jean Renoir, La petite marchande d'allumettes. Se la puede ver en Youtube pero se recomienda hacerlo sin volumen pues la música que le agregaron es totalmente inadecuada (el Blues de la segunda Sonata para violín y piano de Maurice Ravel, estrenada en 1927 y con la duración casi exacta del film, puede ser una mejor opción).
Y hay dos óperas sobre ese cuento infantil –o de terror, tal vez sea lo mismo–, creadas por dos de los compositores más importantes de la actualidad y desde estéticas poco menos que opuestas –ambas fueron representadas en el Teatro Colón hace unos años, una en el CETC en ese entonces dirigido por Miguel Galperín y la otra en el Ciclo Contemporáneo creado por Martín Bauer–. Helmut Lachenmann compuso en 1997 Das Mädchen mit den Schwefelhölzern una pieza en gran escala, en la que el cuento de Andersen es intervenido por textos de Leonardo da Vinci y Friedrich Nietzsche entre otros, y donde los personajes son más bien los sonidos. El norteamericano David Lang, parte del colectivo Bang on a Can, creó en 2007 The Little Match Girl Passion, para voces y percusión: una Pasión a la manera bachiana –aunque sin nada de Johann Sebastian Bach– en la que también el texto original es interpelado por otros. Y los dos cuentan la historia como si se tratara de un sueño. O una ensoñación, en todo caso, es la que da cuenta de ese universo de sonidos subdivididos, espejados y proliferados hasta el infinito, en Lachenmann, y de esa suerte de letanía que cuenta sin pasión la Pasión de una niña golpeada por su padre, tratando de vender fósforos en una noche de navidad, viendo la alegría detrás de las ventanas ajenas mientras muere de frío en la calle. Como en sueños, pasado y presente, el propio mundo y el ajeno, el sufrimiento y la esperanza transitan por ese relato sin fronteras, con la misma naturalidad con que, en los sueños, la habitación conocida se transforma en un pasillo sin final, en una caída interminable.
En la navidad se canta, por lo menos en la Europa protestante –y en el mejor heredero de su cultura, los Estados Unidos de América– y existe una larga tradición de canciones navideñas. Las clásicas son las que cantan específicamente temas relacionados con el nacimiento de Jesús. Están las que simplemente se refieren al espíritu festivo, las que apenas mencionan la navidad como telón de fondo y, créase o no, largas listas –y varias en Spotify que dan cuenta de ellas– de canciones tristes de navidad. Historias de soldados que no pueden llegar a sus casas, de personas ausentes, de pérdidas irreparables y amores abandonados. En ninguna de esas listas falta “River”, de Joni Mitchell y muchos aseguran que es la más triste de todas. No sé si es así pero, con certeza, se trata de una de las mejores. Mitchell la incluyó, acompañada sólo por su piano, en el álbum Blue, de 1971 –existe una versión con cornos en el final, incluida entre los demos de la edición conmemorativa del 50 aniversario del disco–. El acompañamiento cita “Jingle Bells” –algo que la versión del musical High School, cantada por Olivia Rodrigo, pone en primer plano– y la voz de Mitchell cuenta que “está llegando la Navidad/ están talando árboles/ están poniendo renos” y se lamenta: “Oh, desearía tener un río/ podría patinar/ pero aquí no nieva”. Ella hizo llorar a su “chico”. Él se ha ido (y él es Graham Nash, nosotros lo sabemos). Y ella canta “ojalá tuviera un río tan largo/ enseñaría a mis pies a volar./ Oh, desearía tener un río/ podría patinar./ Hice que mi chico dijera adiós./ Está llegando la navidad/ están talando árboles/ están poniendo renos/ cantando canciones de alegría y paz./ Ojalá tuviera un río/ podría patinar”. Entre las versiones más bellas de esta canción extraordinaria, no deberían faltar la de James Taylor, que aparentemente fue el primero en escucharla, en su casa, en la fiesta de navidad de 1970, la de Linda Ronstadt con un arreglo de cuerdas à la Eleanor Rigby, la de Madelaine Peyroux en dúo con K. D. Lang y las dos de Herbie Hancock, una de 2007 con la cantante Corinne Bailey Rae, Lionel Loueke en guitarra, Dave Holland en contrabajo, Wayne Shorter en tenues pinceladas de saxo soprano y Vinnie Colaiuta en batería y la otra con la propia Mitchell, en vivo en el Festival Yahoo, nuevamente con Shorter, Holland y Colaiuta.
Casi al mismo tiempo, en 1970, se editó Navidad con Mercedes Sosa. Ella, con la voz cristalina, casi aérea, está en su mejor momento y el repertorio no incluye los previsibles villancicos sino canciones nuevas, como “Navidad en verano” de la dupla Ariel Ramírez-Félix Luna, “La cruz del niño”, de Oscar Alem y Hamlet Lima Quintana, “Negrita Martina” de Daniel Viglietti, “Navidad 2000” de Hilda Herrera y Antonio Nella Castro o la hermosa “Navidad de Juanito Laguna”, del Cuchi Leguizamón y Manuel Castilla. La guitarra de Kelo Palacios es impecable, como siempre, y los arreglos de Oscar Cardozo Ocampo a veces, solo a veces, conceden a una ampulosidad indeseable y eclipsan en algo la claridad de Mercedes Sosa.
Un clásico, en todos los sentidos posibles, es el Oratorio de Navidad de Bach. Se incluye aquí la versión completa, dirigida por Sir John Eliot Gardiner, con una orquesta que reproduce lo que se sabe de la conformación instrumental y de las prácticas interpretativas de la época en que fue compuesta (1734). Pero quienes no tengan ganas –o tiempo– de escucharla completa pueden empezar con la magníifica explosión del comienzo y pasar a la pista 8, con el aria para bajo y trompeta obligada, la siciliana con oboes solistas (pista 10) y una de las arias más perfectas y hermosas de la producción bachiana, “Duerman mis más amados” (pista 19). Menos conocidos –pero no menos valiosos– los oratorios navideños de Georg Philipp Telemann complementan el panorama de la navidad luterana y los Noëls de la corte francesa, en una magnífica producción del sello del Festival de Versailles, así como la Cantata de navidad de Alessandro Scarlatti y el Concerto Grosso para la noche de Navidad de Arcangelo Corelli permiten ampliar la visión al barroco del resto de Europa. Y, ya en el Siglo XX, “In The Bleak Mid-Winter, de Gustav Holst, y Ceremony of Carols, de Benjamin Britten son ejemplos de bellísima música inspirada en la fecha. Y, como final, una cita, la que el Modern Jazz Quartet hace de un carol anónimo, con John Lewis en clave y con el agregado de un grupo de bronces, en ”Variations on a Christmas Theme“.
Diego Fischerman es autor del blog “El sonido de los sueños”: https://xn--sonidodesueos-skb.com/
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