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OPINION

Tocar un monstruo

Me alojé en un hotel apartamento que por las noches se vacía de personal y en el que solamente quedamos los huéspedes.

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Estoy hace cinco días en Montevideo, pero tengo la sensación de que alguien movió el espacio y el tiempo y estoy hace mucho más. Incluso un mes. Apropiarse del transporte público de un país ajeno, por ejemplo, da la sensación de que una ya se instaló, de que algo de lo extraño finalmente te pertenece. Aprender a pedir el boleto, sentarse en un asiento de fórmica, mirar el mapa hasta aprender de memoria el recorrido y saber perfectamente dónde hay que bajar, cómo, por qué. El sistema de transporte metropolitano de Montevideo fue lo que agitó la realidad. Pocas veces vine a este lugar, pero pocas veces, también, mi lugar de origen era una ciudad devastada como lo es Buenos Aires ahora mismo. Lo que está por fuera de Argentina puede parecer muy apacible, aunque eso sea engañoso y duela de una manera difícil de identificar. La sensación imprecisa de estar a salvo en otro territorio tiene su costo, y es falsa y es etérea.

Vine por trabajo y me alojé en el mismo hotel que me alojé el año pasado, por el mismo trabajo, a una cuadra de la rambla, en Ciudad Vieja. Es un hotel que está detrás de otro hotel demasiado inmenso, de cara al río. Yo me alojo en el otro, el hotel de reparto, el doble de riesgo. Un hotel apartamento que por las noches se vacía de personal y en el que solamente quedamos los huéspedes, en una confianza muda respecto del cuidado propio y de las instalaciones. Anoche fue mi última noche en esta construcción tímida, escondida. Después de un día largo, largo de trabajo, me invitaron a ver una obra de teatro que se llama Acariciar a un monstruo, en la famosa sala Camacuá de Montevideo. Una sala que parece haber quedado imantada en el año 92, igual que el resto de la ciudad, con paredes de madera simil barco y butacas bordeau muy juntas entre sí pero ilusoriamente cómodas. La obra es un texto del dramaturgo y director uruguayo Gabriel Calderón, actualmente director de la Comedia Nacional en el teatro Solís de Montevideo, y también autor de un repertorio enorme de obras teatrales. Está dirigida por  Gustavo Kreiman y Leonardo Sosa, quienes originariamente hacían la asistencia de dirección y luego terminaron siendo los directores absolutos del espectáculo. La obra transcurre en una especie de jaula de madera, algo así como un deck pero tortuoso, no tan amigable. Las actrices uruguayas Dahiana Mendez y Carla Moscatelli llevan puestos unos mamelucos color lila que van adaptando a distintas secuencias de la obra, que dura algo así como dos horas (bastante). Las direcciones de puesta son austeras porque todo lo demás no lo es. Me refiero a relato, a lo que llevan dentro las actrices durante el tiempo que dura su permanencia arriba del escenario. Descubrí a Carla Moscatelli anoche, no la conocía. Una actriz como un cubo rubik, depende dónde esté ubicada y cómo le pegue la luz, es una persona totalmente distinta. Y espeluznante, también. La obra es un sinfín de anécdotas pesadas y angustiosas en las que las actrices por momentos derrochan recursos y por momentos dan en lo preciso para acompañar la sensación. Historias sobre gente muy dañada que hace daño porque no conoce otra cosa que el origen del daño. Muerte, destrucción, un presente desolado y totalmente perdido. No hay nadie, no queda nada: ese es apenas el mensaje que nos queda.  No estoy del todo segura de qué me pasó con eso que vi en la sala antigua, frente al río, pero sé que quedé cargada, como si hubiera bebido un vaso de cemento. Después de la obra, fui a la famosa heladería de Montevideo, Grot, austera en su oferta de sabores (había como mucho diez) pero fenomenal en la exploración de cada uno. 

Después de unas vueltas turísticas en las que me despedí por un tiempo indeterminado, volví al hotel que ya parecía ser mi casa, por esta sensación de estancia tan extrañamente duradera en la ciudad que te amansa pero también te atrapa. Me acosté a dormir porque se me cerraban los ojos y desaparecí del mapa. A las horas, pocas horas, me desperté con voces. Podía ser una televisión encendida, alguna publicidad sobre alboroto, o una radio, o tal vez gente en la calle. Ese extravío del sueño y el despertar que ofrece infinitas opciones. Pero conforme pasaron los minutos, esas voces se hicieron cada vez más nítidas y pude reconocer a una mujer y a un hombre. Probablemente en la habitación de al lado, por lo cerca que se los oía. Nunca discerní lo que decían, podían estar hablando en castellano o en geringoso, daba igual. La temperatura de la conversación era alarmante. A ella se la oía apenas. El devoraba la escena sonora. Bajaba la voz y decía cosas que sonaban a reproche y apenas ella respondía él gritaba y caminaba, abría y cerraba puertas de placares y después entraba al baño, creo yo, y salía. Un cuerpo totalmente agitado. Era difícil adivinar qué hacía ella, pero permanecía más quieta. Al instante todo se volvía silencioso otra vez, y después, esa calma antes de la tormenta era lo que asustaba más, después arremetía él otra vez, nunca supe en qué idioma y volvía a gritar y a golpear la pared ¿acaso era la pared? Y sentí un susto extraño, aunque mi conciencia de no pertenecer a eso era absoluta, igualmente algo me paralizó, como si supiera que no saldría de mi cama ni movería una mano, un pie, un dedo, por nada del mundo. No quería que ese monstruo supiera que yo estaba ahí, oyendo todo. ¿Alguien había trasladado la obra de teatro que había visto horas antes, al piso de mi hotel? ¿Qué era esta realidad que se duplicaba? ¿Quiénes eran estas personas, en esta ciudad tan a simple vista sosegada? 

Encendí la linterna de mi celular porque no quería llamar la atención con luces. Busqué algún número de teléfono de recepción pero no había ninguno, solamente una línea de Whatsapp a la que –según aclaraba el reglamento– había que acudir únicamente en caso de emergencia. ¿Era esto una emergencia o tenía que esperar que la tragedia fuera evidente? ¿Exageraba? ¿Cómo confiar en mí, si según los demás, siempre exagero?

Escribí a ese número y alguien me respondió que era extraño, que cosas así no sucedían en ese hotel. ¿Ponían en duda mi versión de los hechos? Volví a enrollarme en la cama y el susto no se disipó. Pensé en llamar a la policía de Montevideo pero ni siquiera conocía el número ni el protocolo. Fui una extranjera cobarde. Una cómplice. 

Pasó un rato largo, entre los  murmullos que venían de las paredes, y el monstruo pareció calmarse. Lo dominó el sueño. Dejé de escucharlo a él y también a ella, que casi nunca la había escuchado desde que empezó el desvarío, porque en ese vínculo, muy posiblemente, ella ya no tenía voz. Cuando finalmente me dormí soñé con squatters: gente que ocupa espacios abandonados sin permiso legal. Como si estar divididos entre paredes significara algo. 

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