Ucrania: el bosque que fuimos
Un pariente lejano emigrado a Buenos Aires desde la ex Yugoslavia, quien sobrevivió a la Revolución de 1917, a los estragos de la Primera Guerra Mundial y a la masacre de la Segunda Guerra Mundial, solía repetir este refrán: Cuando talan un bosque las astillas se esparcen.
Preparo una taza de café mientras escucho las noticias sobre la invasión rusa a Ucrania. Mamá mira la TV en el sillón, tiene los ojos rojos y una servilleta sobre el regazo, las manos hincadas en sus rodillas como si estuviera en un avión a punto de despegar. Doy sorbos al café y repaso los sueños que me persiguen desde que soy chica: el colegio de mi infancia estallado, restos de los animales que criaba mi abuela Elena esparcidos sobre el pasto, el abuelo Piotr caminando por el campo con la ametralladora en la mano, el bosque de Gómel atravesado por las trincheras que cavaron los soldados. Son mis pesadillas, pero ocurrió.
Piotr, mi abuelo paterno, fue soldado en la Segunda Guerra Mundial. Cada 8 de mayo, para el día de la Victoria que se celebraba en Bielorrusia y en varios países de Europa del Este, se ponía sus medallas y se sentaba a fumar en un banco con su vecino, también veterano de guerra. Cada Día de la Victoria las calles principales se llenaban de tanques, veteranos de guerra, personas que no habían luchado agitando claveles. Piotr nunca fue. Una vez lo escuché decir: Defendí mi país y cuando la guerra terminó, se deshicieron de mí. Sólo me dieron estas medallas.
“Mi abuelo lo único que hacía era afeitarse y temblar/ frente al televisor”, escribí a los 20 años en un poema incluido en mi primer libro, Esteparia. Una vez me animé a preguntarle: Abuelo, ¿son los bombardeos, los disparos, los que te hacen temblar cuando te quedás dormido? Asintió. Y se fue a caminar por el campo con un cigarrillo de papel de diario entre los labios.
Mi madre y yo nos nacionalizamos en el 2012. Para eso tuvimos que renunciar a la nacionalidad bielorrusa, no había opción. Me calmé al ver que en mi nuevo DNI figuraba mi lugar de nacimiento. Mi hermano, en cambio, no quiso adoptar la ciudadanía argentina. Nació en Gómel, en la misma ciudad que yo, tres años antes, pero en su documento figura que es ruso. El mío, que traje a este país, consignaba que yo era de Bielorrusia, un país que había declarado su independencia en 1991. Hace poco me acompañó a hacer unos trámites. Después de una considerable espera en la fila un señor se quejó: “En este lugar te tratan peor que los rusos”. Mi hermano lo miró y dijo: “Extrañamente, yo soy ruso”. Se hizo un silencio incómodo. El hombre se disculpó. Volví pensando en los territorios, en las nacionalidades, en los hermanos, en los datos que figuran en nuestros documentos, en que cuando mi hermano y yo éramos chicos estuvimos en todas las ciudades que están siendo bombardeadas.
Hace cinco días que se desató la guerra en Ucrania donde vive parte de mi familia. Mi prima M., de 34 años, me escribe desde Zhitomir, una ciudad que en las noticias destacan como clave por ser el corredor hacia Kiev. Hace poco compró un departamento con su marido, después de haber dado a luz a su segundo bebé. “Empezó a nevar y es muy simbólico tan cerca de la primavera”, dice. También que ve a la gente salir de sus casas y pararse frente a los tanques. Dice que ya circulan las noticias de que disparan a los autos. Dice que para huir con la familia de ella y la de su marido necesitan dos autos. Dice de ir en un auto pensando en que le pueden disparar al otro auto, es una locura.
El poeta ruso Osip Mandelstam fue enviado al gulag por culpa de un poema contra Stalin que jamás llegó a escribir . Lo había recitado por teléfono y luego lo fueron a buscar. Ese poema solo ocurrió en su cabeza, y en la fibra volátil de la oralidad. Antes de morir allí, compuso sus últimos textos, se publicaron bajo el título de Cuadernos de Voronezh. En uno de esos poemas, Mandelstam anuncia su muerte jugando con el nombre de la ciudad de su exilio: Voronezh (Voron en ruso es cuervo y Nozh, cuchillo).
Déjame marchar, déjame volver, Voronezh,
soltame o dejá que huya,
caiga o regrese.
Voronezh, capricho; Voronezh, cuervo, cuchillo.
Pienso en la ciudad de Zhitomir donde viven mis parientes y me pregunto si su nombre los protegerá.
Zhit en ruso significa vivir y Mir, paz.
El hijo mayor de mi prima, Misha, tiene tres años, y su hija Mía, ocho meses. Misha se perturba cada vez que suenan las alarmas. Se pone mal cuando ve los tanques. Mía, en cambio, sonríe y saluda a todo lo que ve.
Mamá nació en una aldea cerca de Chernóbil, en 1950. Durante tres años su madre ocultó que había dado a luz una nena. Pensaba que Stalin iba a mandar a matar a los bebés que habían nacido en las aldeas. Escondía a mamá en el subsuelo, en los sacos de papas, en los barriles donde se cuajaba el queso. Cuando mamá creció nunca le preguntó al respecto. A mamá le parecía lógica la historia de su nacimiento.
Mi abuela materna fue secuestrada por los nazis durante la invasión a Bielorrusia. La metieron en un camión y se la llevaron a una granja. Allí alimentaba a los cerdos y limpiaba los corrales. La esposa del nazi dejó que huyera cuando se enteró de que su esposo planeaba matarla. Ya en territorio bielorruso la agarraron los soldados y la metieron en otro camión, la indagaron y le dieron cinco años de trabajo forzado por traición a la patria. Trabajó en pantanos juntando resina. Siempre que escucho la frase “Con el agua hasta el cuello”, pienso en mi abuela. Con el agua hasta las rodillas, cinco años.
Cuando eran chicos, mi hermano y su amigo entraban a escondidas a un parque minado de Gómel. Era un espacio prohibido, pero no lo custodiaban como correspondía. Los restos de los explosivos seguían en la tierra. Mi hermano y su amigo no entendían el riesgo. Volvían del parque con municiones en los bolsillos, hacían fogatas, las tiraban al fuego buscando el estallido. Yo los miraba detrás de un árbol. Nuestros padres nunca se enteraron. No sé cómo sobrevivimos a esta guerra íntima.
Le escribo a mi prima: M, ¿cómo están y dónde? Contesta que en el departamento; ayer cayó un misil sobre un colegio cercano. Ya decidieron huir a Polonia y luego a Alemania. Le pregunto si podemos hacer una video llamada para que mamá pueda hablar con su hermana. Mi tía envejeció mucho en una semana, mamá también. Después de una breve charla mamá pide ver a los más pequeños, Mía y Misha. Mía no se sostiene sola. Su padre la alza en brazos, el rostro de él está frío por la tristeza, pero cuando Mía le sonríe, él también lo hace, pero su expresión se ve distinta, viene de otro tiempo, no tan lejano, en el que podían jugar en el parque.
Leo a la escritora española Angélica Liddell: “Toda gran historia debería comenzar después de una gran guerra”. En mi familia hay muchas historias; muchas guerras. Mamá se emociona cuando habla de sus primos. Como no se llevan bien con las redes sociales hace años que no logra comunicarse con ellos. Varios fueron liquidadores cuando explotó el reactor de la Estación nuclear de Chernóbil en el '86. Algunos murieron, otros sobrevivieron y decidieron instalarse cerca de Kiev. Mamá llora y confiesa su temor: que bombardeen la estación nuclear. Qué será de ellos si la radiación vuelve, se pregunta mamá.
Recién cuando cumplí 30 años mamá me contó que sus primos entraron a apagar el incendio en el reactor de Chernóbil. Pregunté por qué había tardado tanto en compartirme esa historia. Contestó que para algunas personas el tiempo se detiene en ciertos hechos, y aunque siguen viviendo aparentemente igual que los demás, en realidad están allá, en ese otro lugar, sobreviviendo.
Miro un video donde dos chicas ucranianas sentadas en las escaleras de una biblioteca cortan retazos de su ropa para hacer una red de camuflaje. Un periodista les hace preguntas en inglés: ¿Tienen miedo? ¿Piensan dejar Ucrania? Las chicas no desatienden la tarea, no bajan las tijeras. No, dicen, no. En el mismo video se escuchan risas y conversaciones mientras la red sigue creciendo y los retazos de ropa colgados me recuerdan a un mar que de pronto deja su horizontalidad y se levanta para mostrar la densidad de su masa. Una mujer se sienta al piano y toca una antigua canción ucraniana y una muchacha se arrodilla al lado y se pone a cantar.
Mi abuela materna fue secuestrada por los nazis. Cuando mamá y mi tía hablan por video llamada sobre la historia familiar, usan frases directas. Evitan los calificativos: “La secuestraron”, “Alimentaba a los cerdos”, “Casi la matan”, “Sobrevivió”. No se detienen en nada, no subrayan con otro tono ningún dato que pudiera resultar asombroso. Las escucho y las historias de mis ancestros parecen una ventana que se abre a veces y el viento la cierra de golpe.
NL
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