En el verano más ardiente no hay días tibios para Lula
En Brasil cada presidente electo o reelecto asume el poder el primer día de enero. Una norma con onda. Subvenciona el sincronismo astronómico y astrológico de la simultaneidad arbitraria de dos comienzos. Cada cuatro años, el calendario gregoriano y período presidencial están en sus marcas en la misma fecha.
Marchan juntos, pra frente, en armonía preestablecida, Brasil y el Mundo. En ordenado progreso, sin atraso ni apremio, según ostenta la bandera nacional, con didáctico lema declaratorio en portugués e ilustración de Brasil en el centro de un esférico globo terráqueo contemplado con aprobación desde la distancia del espacio exterior. (Resulta curioso que el anterior presidente, Jair Messias Bolsonaro, ex capitán del Ejército, ex diputado federal, muy nacionalista, coqueteara con ideas y grupos terraplanistas, en un flirt que desmentía, no menos simultáneo, tanto a la enseña patria verde amarilla como a las FFAA golpistas que la diseñaron a fines del siglo XIX cuando establecieron la República).
Los golpes de calor de la estación violenta
Sin sopesar hasta qué punto hayan sido fruto de la especulación, menos arbitrarios lucen algunos razonables beneficios funcionales que derivan medir a partir de un mismo día 1 el ciclo del Ejecutivo nacional y el de la traslación de la Tierra. El Poder Ejecutivo entra en funciones durante el receso de los otros dos Poderes de la Unión. La nueva administración cuenta con un mes para organizarse o reorganizarse internamente. Jefe de Estado y gabinete asumen en verano, cuando buena parte del país está en vacaciones, o trabajando en los servicios el turismo. En febrero llegan los carnavales. A pesar de que la atención mediática jamás desfallece en un acoso virtuoso de cada vericueto del nuevo inquilinato de Brasilia, la estación más caliente les sirve de ensayo general más o menos privado, todavía –aun en la relación con la prensa-, para un posterior estreno público ya sin tolerancia para bochorno alguno.
Estas previsiones de amortiguación, de previsión de un tiempo de pactos tranquilos, sin alzar la voz, que se adelantara a los debates cara a cara y a los gritos en las Cámaras y en las redes, para nada contaron en la tercera presidencia Lula. No había pasado una semana desde la asunción, que el segundo domingo de enero la capital brasileña fue asaltada por una multitud opositora que con palos y piedras destruyeron vidrios, muebles, infraestructura en el corazón del poder federal, en los palacios de lujosa o vistosa arquitectura modernista que son sedes funcionales del Presidente, el Congreso, la Justicia.
A la respuesta oficialista a esta invasión violenta de la oposición derechista, alentada por los mismos sectores, entre otros los del agronegocio, de la explotación amazónica, de organizaciones camioneras, de terratenientes rurales, de iglesias evangélicas que llevaron en 2018 a la presidencia a Bolsonaro, y en nada desalentada -como mínimo- desde su meca, santuario y refugio derechista en Florida por el ex Presidente perdedor en 2022, no faltaron elementos de sorpresa, de exageración, de sobreactuación. Que sin embargo en poco perjudicaron, y acaso consolidaron, un balance en suma positivo ante la opinión interna y exterior, y ante el Congreso y los poderes territoriales -el Legislativo federal, los gobernadores estaduales, los legislativos estaduales y municipales son de mayoría derechista-. Lula, como presidente, volvía a ganar con las armas con las que había combatido en los días y noches insomnes de la campaña de la segunda vuelta presidencial. Cuatro semanas, las que separan a su victoria, insuficiente, en la primera vuelta del 2 de octubre, primer domingo del mes, al margen victorioso, pero suficiente, ganado en el 30 de octubre para vencer a su rival oficialista. Un balotaje que multiplicó los récords. O, sin este lenguaje deportivo o filatélico, que presentaron consorcios de circunstancias singulares. Únicos, pero ya no irrepetibles. Primer presidente brasileño en funciones vencido cuando aspiró a una primera reelección consecutiva, Bolsonaro ganó más votos que nunca antes. Como la lograda por Kylian Mbappé al final del segundo tiempo de la final de Qatar, nunca se vió una recuperación extrema más admirable, o temible, y más inútil. Nunca se vio un margen tan exiguo, en la democracia electoral brasileña, entre ganador y perdedor de un balotaje: más que un punto porcentual, pero nítidamente menos que dos puntos. La victoria de la coalición electoral liderada por el PT, es tan estrecha como incontrovertible. La ganó una campaña basada en una polarización que es más que ideológica: la de la Democracia contra la Autocracia, la de la convicción de que entre dos rivales sólo uno cuenta con el mínimo de legitimidad exigible para ser un rival, para jugar ese partido, participar en una elección democrática competitiva. Fue una campaña victoriosa, con un arsenal que, como la bomba atómica de 1945, el vencedor preferiría ni mencionar nunca más.
El socialismo realmente existente
La elección general brasileña del 2 de octubre había marcado otro récord, este particularmente sombrío en el así oscurecido horizonte de un entonces eventual gobierno petista, habían sido las mayorías absolutas con facilidad en la Cámara alta y baja del Congreso por fuerzas de derecha, y muy en especial por las del Partido Liberal (PL), aquel que había sustentado la postulación presidencial de Bolsonaro. Correlativamente, el PT había hecho la peor elección de su historia, y las bancas ganadas lo habían sido por corrientes partidarias firmes en persuasiones izquierdistas sin gusto por la rutina de negociaciones y concesiones.
Aun para quienes descreen de ellos, que el Gobierno y el Presidente no se vieran demorados o disminuidos ni la energía ni menos en la obcecación empleadas en cumplir escogidos cometidos programáticos -aquellos sin los cuales la centro izquierda que son dejaría de ser la que fue-, aporta serenidad. Para una mirada de derecha, es una paradójica demostración de excelencia, de pericia. Tanto el secuestro de la agenda oficial por las urgencias espectaculares del activismo opositor golpista, antes desconocido, como la conformación del Congreso, antes conocida pero no por ello menos áspera, no frenaron que la tercera presidencia de Lula, al cumplir dos meses en el gobierno, pudiera poner oficialmente en marcha el viernes la Bolsa Familia. Este programa social, en especial, se había convertido en la marca o imagen más alabada o execrada, pero siempre la más identitaria, de dos gobiernos petistas anteriores ya marcadas por la financiación estatal de programas sociales. El plan Bolsa Familia, que transfiere recursos del Tesoro Federal, y así redistribuye la renta nacional, con una asignación en dinero. A partir del lunes 20 de marzo 20,8 millones de familias recibirán 715 reales (unos 140 dólares) por mes. Está previsto un adicional de 150 reales por menor de hasta 6 años. Y a partir de junio, un adicional de 50 reales para menores de la familia entre 7 y 18 años de edad. La asistencia escolar y el respeto del esquema de vacunas obligatorio son solos requisitos.
Bolsonaro fue derrotado en el balotaje presidencial del último domingo de octubre de 2022. Su vencedor y sucesor asumió el primer domingo de enero de 2023: el primer día del año, el primer día de los cuatro años de cada mandato del Ejecutivo brasileño. Era la tercera vez que Lula juraba como presidente en Brasilia. La primera vez había sido veinte años atrás. Dos décadas después, el ex obrero y ex sindicalista, el triunfante líder y desde 2002 candidato siempre invicto del Partido de los Trabajadores (PT) cumplirá 78 años el 25 de octubre.
La primera sopa, el primer pan, el primer poroto
Lula ya ha dicho, sin énfasis, sin escepticismo, que ahora no renuncia a decidir lo que que ya ha meditado, decidido y anunciado, con 80 años efectivos, su par de EEUU, el demócrata Joe Biden: repostularse como candidato presidencial en la próxima cita electoral. De triunfar, Biden contaría en su biografía política con cuatro mandatos en lo más alto de la estadística del Ejecutivo norteamericano: ocho años consecutivos como vicepresidente y ocho también consecutivos como presidente. En el caso de Lula, los cuatro mandatos serían presidenciales. De imponerse, habría en uno y otro caso, posiblemente, otro rasgo común, y excepcional: lo harían sobre los mismos candidatos opositores que fueron sus contrincantes en la última presidencial, el republicano Donald Trump y Jair Bolsonaro. Como también excepcional es que las urnas contribuyan a profundizar el parecido de estos dos derechistas, uno y otro perdedor desafiante o reluctante a resultados que los privaron de sucederse a sí mismos en la Casa Blanca o en Planalto.
Más acá de tantas consideraciones finalmente formalista, hay una fidelidad en Lula y Trump, políticos de centro izquierda, adultos mayores, de orígenes en familias numerosas, pobres en su entorno, su región, su país, ni metropolitanas ni menos cosmopolitas, de clase trabajadora, de muy modestos o de ningún mérito académicamente computable, que les ha conseguido, y no es imposible que les vuelva a asegurar, a lealtad de sus electorados. La fidelidad, y la determinación, de Biden y de Lula, a priorizar en su activismo legislativo, los planes sociales. Dos católicos que le rehúsan cualquier valor redentor, pedagógico, medicinal, instrumental para proveernos de un mejor mañana, al hambre, la enfermedad, la miseria y las dolencias actuales: el pan nuestro cotidiano danos hoy,
AGB
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