Carlos Salvador, cuando la derrota es la muerte
¿Dónde está Carlos Bilardo? En el pasado, en el recuerdo. Las anécdotas proliferan en los testimonios de varios ex campeones del mundo que recibieron sus instrucciones y recuerdan de ellas la lógica incontrastable de sus conceptos y la locura de la transmisión.
En el tiempo real del espectador, la serie dirigida por Ariel Rotter, con guiones de Sebastián Meschengieser y Gustavo Dejtiar, Bilardo es un misterio internado en un geriátrico. Digamos que se lo mantiene a distancia sanitaria de su homenaje. La actualidad se filtra en la historia: ¿Sabe o no sabe que murió Maradona? Saber podría matarlo. ¿O ya lo sabe por deducción y no lo dice? Historia y actualidad se pisan los talones, y en ese espacio limítrofe, fantasmático, en el que Bilardo está y no está se estaciona Bilardo, el doctor del fútbol.
Con un montaje como cortado a cuchillo que podría justificar reproches narrativos si no fuese porque el montaje mental de Bilardo ha de haber sido algo similar, la serie sostiene su encanto en los archivos públicos y privados y en un talk show de superhéroes. Tiene también, el espíritu vitalista que se puede encontrar en los chistes de velorio, esa felicidad de supervivencia que comienza a bloquear en presente el dolor del porvenir.
En ese proceso de despedida, la composición esta vez más profunda del mito no hace más que reforzar la figura de Bilardo como el obsesivo, el maníaco, “el loco de mierda” como lo llama Oscar Ruggeri con todo el amor del mundo, el catálogo viviente de TOCs que adivina el futuro y pretende controlar el berenjenal de causas y efectos que se desatan como una tormenta en un partido de fútbol.
Hay un esquema de movimiento que desarrolla su ex vecino de Flores, César Aira en Diario de la hepatitis (1993). Tenemos nueve hombres formados en tres líneas de tres, a los que se les ordena dar un paso en simultáneo en cualquiera de las cuatro direcciones posibles (derecha, izquierda, adelante, atrás). Si todos lo dan en la misma dirección, el orden se mantiene. Para que eso suceda, dice Aira, “hay una posibilidad de 4 x 4 x 4… (nueve veces), y el total dividido por cuatro”, que son las direcciones que se pueden tomar. Cansado del cálculo, anuncia que no va a hacer la cuenta, “pero es una cantidad hipermillonaria”. Dice: “Ya se ve lo difícil que es mantener el orden. ¡Y con nueve hombrecitos nada más!”.
La enseñanza que deja ese juego en la cabeza de Aira es que “el mundo comienza y ya es un caos”. ¿No es ese caos, ya no de nueve hombrecitos sino de veintidós, el que Bilardo intentó desentrañar para dominarlo aunque sólo fuese un instante, el instante de la gloria? Esa fue su locura: una neurosis de humildad. La lucha era por el control de la atomización, y sólo podía ser afrontada por un científico loco que convirtiera su vida en trabajo. El triunfo, si llegaba, era “por poquito”, esa unidad de medida infinitesimal que aprendió de Osvaldo Zubeldía. ¿Tanta dedicación para imponerse por un poquito?
Todos los procesos que desembocan en el juego de Bilardo son asaltos a la conquista de ese poquito. La obsesión, la disciplina, la concentración, el compromiso mental, la pasión patológica por el detalle, el talento y la idea de que la vida es una monografía sobre fútbol estaban imaginados y ejecutados para alcanzar esa diferencia mínima.
Es lo contrario a los postulados de su antagonista de cómic, César Luis Menotti, situado en la creencia aristocrática de que esa diferencia es genética (o sea racial), por lo que ya está dada como los ojos chinos en los chinos. Eso es lo que distingue sus escuelas, la percepción antagónica del concepto de diferencia. Menotti cree que la diferencia ya está instalada como un don. En cambio, Bilardo sabe que hay que hacerla con paciencia y custodiarla con locura (a sus sueños megalómanos los sostiene la modestia).
Que aparezca Menotti en la serie tiene mucho de armisticio. Era lo que faltaba para reforzar de manera irreversible el vector de unanimidad que llevó a Bilardo a lo alto de la memoria pública. Podrán discutirse algunas de sus prácticas que ya están en el hall de la comedia del fútbol argentino (y colombiano). A él, ya no.
Algunas de esa prácticas están glosadas en la serie: sacar de quicio a los rivales metiendo el dedo en la llaga de la intimidad, los alfileres en los córners, el Bidón de la Muerte que fulminó a Branco en Italia ’90, estudiar a fondo los grises del reglamento, pisar al rival (hay un gran momento de archivo cuando en 1970 le preguntan a Poletti, el arquero de Estudiantes, por qué le pateó la cabeza a un rival en el suelo, mientras la cámara encuadra el mocasín asesino). Son prácticas de la escuela pincha cuya justificación se explica por sí sola. ¿Cómo podría haber competido Estudiantes de La Plata con el Manchester United en 1968 si no era con todo lo que tenía? Ese “con todo” fue lo que hizo la diferencia “pequeña”, y no habría habido proeza con una gota menos de ese todo.
Lo que tiene de encantadora la serie es que comprende a Bilardo a la perfección. La prueba está en que el relato asume que interior y exterior son una misma materia indivisible. En algún momento lo confirma su hija Daniela. Esa confesión, naturalizada por la cercanía, consolida lo que veníamos sospechando: Bilardo es más un personaje que una persona. Y si ese deslizamiento ocurre y nos resulta claro, es porque su vida fue exclusivamente una obra.
Uno de los momentos en que esta certeza se manifiesta en Bilardo, el doctor del fútbol sucede al principio, cuando el Cholo Simeone cuenta con “la piel de gallina” que un día Bilardo lo citó para un entrenamiento de la Selección en Ezeiza. La salvedad: estaban ellos solos. La situación tenía algo de secuestro y de amor al arte.
El Cholo salió de la perplejidad cuando Bilardo le pidió que hiciera, en soledad, los mismos movimientos que haría si estuviera entre rivales y compañeros. Un hombre solo en una cancha de fútbol imagina que lo rodean veintiuno porque se lo pide su mentor. Y lo que le está pidiendo es que construya un mundo mental que valga exactamente lo mismo que la realidad.
Quien se aparta de la corriente de unanimidad que sostiene la figura de Bilardo con apenas alguna reserva sobre sus “picardías”, es el ex entrenador físico de Maradona, Fernando Signorini. En su testimonio subraya varias veces, como si no nos hubiéramos sobresaltado cuando lo dijo por primera vez, que Bilardo es “un cagón” al que lo aterroriza la derrota. Es una buena hipótesis de fondo: la del entrenador que entrega su vida a obtener por todos los medios la pequeña diferencia que lo lleve al triunfo porque, en sus profundidades, siente que la derrota es literalmente la muerte.
La tentación de fantasear con analogías entre los sistemas que identifican a los deportes colectivos y los países es tan inadecuada como inocua. ¿A quién puede matar una analogía, incluso una mal orientada, si se aclara que sólo se la establece para fantasear? Entonces, si la Argentina fuese bilardista ¿sería una potencia?
No se van a salvar de mi anécdota con Bilardo. Lo vi una sola vez, durante las dos horas de su programa “La hora de Bilardo”, un domingo a la noche en radio La Red. No aceptó una entrevista que le pedí, pero sí que lo “viera” hacer radio. Se la pasó hablando de la inseguridad. Un embole. Hasta que unos minutos antes de terminar, el locutor, la tercera persona adentro del estudio junto a nosotros, anunció que el próximo programa sería: “Nimo no perdona”, conducido por Guillermo Nimo, el referí guasón.
Bilardo trató de contener los nervios que lo anegaban. Dijo: “¿Cómo que hoy va Nimo?”. Estaba desencajado. Se abrió la puerta para que en el tráfico de estrellas se consumara el cambio de turno, y vimos a Nimo recortado a contra luz, con sus legendarios kits de bijouteríe, relojes, boquillas Difusor, pulsera antireuma. anteojos oscuros de carey, gemelos, llaveros, etc. Una Capilla Sixtina adentro de un traje cruzado. Bilardo, también de traje, llevaba en una mano un maletín y, en la otra, un Motorola PT500, uno de los primeros ladrillos con tapa de Movicom. Con esa mano, sin decir una palabra, volteó de una píña a Nimo, quien lo había recibido con un saludo en el que quizás cupieran ironías que no detecté: “¡Mi querido y estimado Doctor Bilardo!”.
Bilardo noqueando a Nimo para mí. Todavía no puedo creer que eso haya sucedido. Debo agradecerle a la superstición inexistente conocida como Dios haberme permitido estar allí, viendo ese combate de un solo golpe que los personajes involucrados me obligan a asociar con las pantomimas de Titanes en el Ring.
Bilardo no hablaba. Nunca habló. Yo, atrás, bajando las escaleras hacia, creo (fue hace 25 años), las veredas de Avenida Santa Fe en las que no había un alma. Entonces le dije, en una delicada intervención que buscaba una vuelta en sí de su viaje por la violencia catatónica: “¿Por qué hizo eso? Usted es campeón del mundo”. Me gritó: “¡Hace treinta años que este pelotudo me quiere armar los equipos!”.
JJB
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