Atentado a CFK
Los otros intentos de magnicidio de la historia argentina, desde Sarmiento hasta Alfonsín
A lo largo de la historia argentina y mundial hubo múltiples intentos de asesinar a mandatarios en funciones o exmandatarios que, por diferentes razones, no llegaron a concretarse. A raíz del atentado que sufrió la Vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner al enfrentar cara a cara el arma que portaba un ciudadano brasileño en la puerta de la casa de la expresidenta en el barrio porteño de Recoleta, un repaso por otras situaciones similares en el país, hace más de un siglo.
Según reseña el sitio Buenos Aires Historia, entre los años 1873 y 1929, hubo seis intentos personales y directos a igual número de presidentes de la Nación.
Ninguno resultó fatal para el agredido, y en uno solo el atacado sufrió ligeras heridas. En cuanto a los agresores, cinco fueron detenidos y uno muerto por el personal policial a cargo de la custodia del presidente, en legítima defensa.
Domingo Faustino Sarmiento
En la segunda mitad de 1873, ya en las proximidades de la contienda electoral para renovar representantes del Congreso Nacional y elegir al nuevo presidente de la República para el período 1874/80, el país vivía un clima político de pasiones desatadas, mientras en la provincia de Entre Ríos se llevaba a cabo la represión militar a la revolución de Ricardo López Jordán.
Todos los días, al finalizar las tareas presidenciales, Sarmiento enfilaba su carruaje hacia la casa de su amigo Vélez Sárfield, realmente para encontrarse con la hija de éste, Aurelia, con quien vivía un apasionado romance. Esta situación, conocida por todos, fue aprovechada para atentar contra su vida, sobre todo porque cuando se dirigía a la casa de gobierno o a algún acto oficial, iba acompañado por una guardia militar, costumbre que él había inaugurado para imponer el respeto a su investidura entre los ciudadanos, pero cuando se trasladaba por cuestiones privadas, lo hacía sin custodia y desarmado.
Sarmiento vivía por ese entonces (a raíz de la separación de su esposa, Benita Pastoriza) como huésped de su prima hermana Eloísa Salcedo, en la calle Maipú entre Tucumán y Temple (actual Viamonte). En la noche del 23 de agosto, salió en su carruaje tirado por dos caballos, alrededor de las veintiuna, para dirigirse a la casa quinta de Dalmacio Vélez Sarfield, sita en las actuales calles Tte. Gral. Juan D. Perón y Frías (actual Rawson), donde se había instalado desde fines de 1864, cuando acometió la redacción del Código Civil.
Recorrió apenas dos cuadras por Maipú y, antes de cruzar Corrientes, tres sujetos que lo aguardaban se abalanzaron sobre el rodado. El que estaba más próximo extrajo de entre sus ropas un trabuco, afirmó el arma sobre su mano izquierda e hizo fuego. El atentado fracasó porque el trabuco explotó, y los fragmentos del cañón y el exceso de pólvora en la carga, le destrozaron la mano al agresor, perdiendo el dedo pulgar. Los proyectiles se incrustaron en la pared de una casa de la calle Maipú, entre Corrientes y del Parque (actual Lavalle), a un metro y medio de altura del pavimento.
A pesar de las intenciones de los atacantes, el presidente resultó ileso, pero el estampido encabritó a los animales, que con esfuerzo fueron dominados por el cochero José Morillo, y el coche prosiguió su marcha hacia el domicilio de Vélez Sárfield. Su ocupante, ensimismado en sus cavilaciones o debido a su avanzada sordera, recién se enteró del atentado por referencias de su cochero, al llegar a destino.
Más tarde, el jefe de policía, Enrique O’Gorman que, como todo el mundo, sabía dónde se encontraba el presidente, arribó a la casa de los Vélez, y le informó a Sarmiento que acababa de frustrarse un atentado criminal contra su vida y que habían atrapado a dos sujetos que intentaban escapar amparados por la oscuridad.
Mientras Sarmiento proseguía su camino, en el lugar de los acontecimientos intervenía la policía. Atraídos por la detonación, se aproximaron el oficial inspector Floro Latorre y el vigilante Joaquín Soto, quienes alcanzaron a distinguir a los agresores que emprendían la fuga.
Quienes habían cometido el ataque eran los hermanos Francisco y Pedro Guerri, y Luis Casimir, conocido por “Eva”, todos de nacionalidad italiana y marineros de profesión, recién llegados al país.
Perseguidos por la autoridad, Francisco y Pedro Guerri fueron apresados en la casa de Corrientes 145 (actual 591). El primero estaba herido. Portaba un puñal envenenado con sulfato de estricnina y, posteriormente, se comprobó que los proyectiles utilizados en el fallido suceso también estaban envenenados con bicloruro de mercurio (o sublimado corrosivo), según informe del químico Miguel Puiggari, que los examinó.
Los detenidos fueron interrogados por el comisario Raimundo Arana y negaron en principio sus intenciones, explicando lo ocurrido como una riña con un tercero que huyó haciéndoles el disparo y abandonando el arma. Esta explicación no contentó al comisario, que continuó el interrogatorio hasta que, al día siguiente, terminaron por confesar.
Según declararon, el domingo anterior, en una casa de La Boca, se habían reunido con Aquiles Segabrugo, apodado el “Austríaco”, y su amigo “Eva”. Segabrugo les había ofrecido la suma de diez mil pesos por asesinar al presidente de la Nación, Domingo Faustino Sarmiento, y se comprometió a proveerlos de armas y sacarlos del país, dándoles en sucesivas entregas tres mil pesos y fijando la fecha del asesinato para el 23 de agosto.
Inmediatamente la policía dispuso la búsqueda del “Austríaco” y de “Eva”, quedando a cargo de la pesquisa el comisario de órdenes (cargo hoy equivalente al del subjefe de la Policía Federal) Avelino B. Anzó.
El “Austríaco” resultó ser Aquiles Segabrugo, italiano de 38 años, alto, de ojos pardos y de cabello, pera y bigote rubios. Solía concurrir a la casa de sus suegros en Belgrano y La Rioja. Cuando el comisario Adolfo Tuñer allanó la misma, se encontró con que había viajado a Montevideo.
Con autorización superior marchó tras él. Días después se le sumó Anzó, pues el jefe O’Gorman quiso apresurar la detención del prófugo. Al no localizarlo, ambos regresaron a Buenos Aires.
Aquí ya había sido detenido Luis Casimir (“Eva”) por los oficiales escribientes Justo Cháves y Juan Antonio Williams, al desembarcar de un vapor. Al igual que los Guerri admitió su vinculación con el “Austríaco” y su participación en el suceso.
Segabrugo, mientras tanto, continuaba en Montevideo y se hospedaba en el “Hotel del Vapor”. Procedente de esa ciudad llegó un telegrama que informaba al comisario de órdenes de esta situación. Se decidió entonces que, en el mes de octubre, el comisario Irineo Miguens viajara hasta la vecina ciudad y se hospedara en el mismo hotel, pero no llegó a encontrarse con el “Austríaco”, pues éste, que estaba ausente, nunca regresó.
Poco después Carlos María Querencio, representante de López Jordán en Montevideo, mató de dos tiros, en defensa propia según su declaración, a un desconocido que quiso asesinarlo en su casa. Identificada la víctima, resultó ser Aquiles Segabrugo. Ante estos hechos Miguens regresó a Buenos Aires.
Se embarcó en el “Porteña”, que fue abordado en horas de la noche por revolucionarios jordanistas al mando del teniente coronel Luis Severo Bergara. Los pasajeros, excepto Miguens, fueron desembarcados en la costa uruguaya. Un barco de la armada argentina persiguió al “Porteña” que, luego de abandonar a Miguens a la altura de Maldonado, huyó río Uruguay arriba y encalló próximo a la frontera brasileña.
Finalmente, Miguens regresó a Buenos Aires, luego de enterarse en Montevideo de que el asesino de Segabrugo era Carlos María Querencio.
Estos hechos novelescos vividos por Miguens, originaron en Buenos Aires una versión que, aunque jamás fue comprobada, tomó cuerpo y una gran difusión. No hay que olvidar que el rumor público ya presagiaba con anterioridad un atentado contra el presidente, que se hallaba en plena represión del caudillo entrerriano Ricardo López Jordán. Además el momento era propicio, pues arreciaba la crítica periodística y la oposición en el Senado, culpándose a Sarmiento de la inactividad militar en la provincia de Entre Ríos y de preparar la sucesión presidencial en la persona de Nicolás Avellaneda.
Según esta versión, Miguens, estando en Montevideo, al tener noticia de la muerte de Segabrugo, obró con celeridad y penetró en su habitación del hotel, inspeccionó su equipaje y se apoderó de documentos que revelaban la trama. Debían ser muy comprometedores, ya que a ello siguió el abordaje del “Porteña” y la detención de Miguens por Bergara, que recuperó los papeles e impuso al primero la condición de liberarlo bajo palabra de honor de no revelar su contenido, o de lo contrario sería fusilado. En la disyuntiva, Miguens habría optado por la primera alternativa, cumpliendo con la palabra empeñada. Todo para ocultar al autor intelectual del atentado: Ricardo López Jordán.
Judicialmente el hecho fue encuadrado por el fiscal doctor Ventura Pondal en la ley 2, título 23, de las Partidas, aún vigentes en nuestro país, y pidió para los Guerri y Casimir la pena de muerte. La condena no fue tan grave; el juez Octavio Bunge sentenció a Francisco Guerri a veinte años de prisión y a quince a Pedro Güerri y a Luis Casimir. Con posterioridad, la Cámara del Crimen, que integraban los doctores Francisco Alcobendas, Juan E. Barra y Tomás Isla, confirmó la sentencia de los Guerri y rebajó a diez años la impuesta a Casimir, con costas.
Solo este último la cumplió íntegramente, porque Pedro Guerri falleció en la cárcel el 30 de abril de 1883 y Francisco Guerri (el autor del disparo) fue indultado el 4 de enero de 1890 por el presidente Juárez Celman3. De todos los que atentaron contra la vida de presidentes argentinos, fue quien más permaneció en prisión: casi 17 años.
Nueve años después, cuando ya el hecho era un solo recuerdo, llegó a manos de Sarmiento una carta en la que unos presidiarios pedían que intercediera ante la justicia para lograr la conmutación de sus condenas, diciendo que “habían sido seducidos y dominados por un criminal” y actuado como “unos pobres locos extraviados”. Firmaban esta carta los hermanos Güerri.
Y ese hombre combatido y con muchos enemigos, que en 1873 había desoído las advertencias reiteradas del gobernador de Santa Fe, Simón de Iriondo, y de otras amistades como el matrimonio Olave, y se había mostrado indiferente ante la posibilidad de un atentado contra su vida, después de nueve años se mostró nuevamente indiferente y no prestó atención a ese pedido de sus agresores.
Julio Argentino Roca
Cinco meses antes de finalizar su primer período presidencial, en la inauguración del vigésimo cuarto período de sesiones del Congreso Nacional, el general Julio Argentino Roca leería la última parte de su mensaje, con la frente vendada y el uniforme y la banda presidencial manchados de sangre, aclarando que “un incidente imprevisto me priva de la satisfacción de leer mi último mensaje que como presidente dirijo al Congreso de mi país. Hace un momento, sin duda un loco, al entrar yo al Congreso, me ha herido en la frente no sé con qué arma”. Al final anunció que se retiraba del gobierno “sin odios ni rencores para nadie, ni aún para el asesino que me ha herido”. Con anterioridad a su aparición en la sala, el ministro de Justicia, Culto e Instrucción Pública, Eduardo Wilde, que era médico, le había practicado una cura de emergencia en la secretaría de la Cámara de Diputados.
El 10 de mayo de 1886, a las tres de la tarde, el general Roca acompañado de ministros y funcionarios civiles y militares, se dirigió a pie desde la Casa de Gobierno al Congreso Nacional, que en ese entonces se hallaba en la esquina de Balcarce y Victoria (actual Hipólito Irigoyen).
Las inmediaciones de la plaza de Mayo albergaban a una multitud que presenciaba el paso del primer magistrado. De esa multitud surgió un individuo que, en momentos en que las tropas presentaban armas y la banda ejecutaba la marcha de Ituzaingó, con una voluminosa piedra que apretaba en su mano derecha, se arrojó sobre Roca y, ante el asombro de los presentes, lo golpeó en la frente, produciéndole una herida en el parietal derecho de siete centímetros de extensión y profunda hasta el hueso.
Su brazo en alto ya presagiaba un nuevo golpe, pero antes de que pudiera repetir el ataque, el ministro de Guerra y Marina, Carlos Pellegrini, lo inmovilizó entre sus gigantescos brazos, mientras que el senador David Argüello lo tomaba de los cabellos, hasta que el comisario Baldomero F. Cernadas se hizo cargo de él y lo envió a la comisaría 2ª. Mientras tanto, el presidente era conducido por Eduardo Wilde a la secretaría de la Cámara de Diputados.
El atacante resultó ser un correntino, de 36 años, nacido en Goya; su nombre era Ignacio Monjes, había actuado en la guerra del Paraguay integrando el contingente de tropas provinciales, y había tomado parte en las luchas contra López Jordán y en las revoluciones de Corrientes, alcanzando el grado de sargento mayor. Emigró luego a Uruguayana (Brasil), donde estableció un comercio de almacén que fue destruido por las tropas brasileñas. Por esta razón se dirigió a Buenos Aires y se empleó primero en la empresa de Tramways a Belgrano, y más tarde en una fábrica de ladrillos de la ciudad de La Plata. Militaba en el partido Liberal, dados sus antecedentes de familia unitaria; por esa época se hospedaba en la casa del doctor Manuel F. Mansilla, en Perú 99 (de la antigua numeración).
Monjes declaró que quiso dar muerte al presidente “por considerarlo responsable de la situación política, que era insoportable desde hacía un año y medio y con la intención de salvar a la patria, cuya libertad ambicionaba”. En una ampliación de la indagatoria, señaló que al intentar eliminar a Roca perseguía mejorar la situación con un cambio de gobierno, y que aunque tuvo la intención de matarlo, no quiso cometer un asesinato.
La situación del país en la década del 80, dado el auge inmigratorio, trajo aparejada la introducción de ideas disolventes y cabe destacar que el grueso de los inmigrantes quedó en la Capital, si sumamos a esto el hecho de que Buenos Aires era el lugar de residencia de las autoridades, lógico es que aquí fuera donde hicieran eclosión las doctrinas exóticas que instigaron a Monjes a atacar al primer magistrado para salvar a la patria, según sus declaraciones.
Inmediatamente de ocurrido el hecho, se levantó una corriente favorable a su persona, debido a sus antecedentes epilépticos, lo que debía ser tomado en cuenta para eximírselo de la pena.
Los médicos de los Tribunales, doctores Julián M. Fernández y Marcelino Aravena, reconocieron que Monjes era en realidad epiléptico pero, aunque su responsabilidad debía ser atenuada, ello no obstaba a que se le responsabilizara criminalmente.
El juez de primera instancia Carlos Miguel Pérez (secretaría Román Bourel) lo declaró convicto y confeso por tentativa de homicidio, con premeditación y alevosía, más las agravantes de ser la víctima autoridad pública, y lo condenó a diez años de presidio a cumplir en la Cárcel Penitenciaría, inhabilitación absoluta para ejercer cargos del Estado por el tiempo de la condena y la mitad más, e interdicción civil mientras sufriera la misma.
La Cámara Comercial, Correccional y Criminal integrada por los doctores Felipe Yofré, Juan E. Barra, Octavio Bunge, Justo P. Ortiz y Julián L. Aguirre, confirmó con costas la sentencia apelada y la atenuó con pena de penitenciaría más benigna, pues no incluía trabajos duros y penosos ni la prohibición de recibir auxilios desde el exterior, que aquella en cambio establecía.
Los biógrafos del general Roca suelen repetir que Monjes fue condenado a veinte años, y que por mediación del primero, el presidente José Evaristo Uriburu lo indultó el 9 de julio de 1896.
El favor no tuvo —sin embargo— estas características, ya que Monjes recibió una pena de diez años de acuerdo con el fallo del juez del 10 de mayo de 1887 (exactamente un año después del atentado), y la confirmación de la Cámara del 3 de setiembre de 1888, con la aclaración de que el plazo corría a partir del 6 de julio de 1887.
Con posterioridad, Roca fue objeto de otro atentado. El 19 de febrero de 1891, cuando desempeñaba la cartera de Gobierno, durante la presidencia de Carlos Pellegrini, un proyectil de revólver, disparado por el menor Sambrice, se incrustó contra la parte posterior de su coche, resultando ileso.
Manuel Quintana
1905 fue un año de honda conmoción política, que se inició haciendo crisis con la fracasada revolución radical del 4 de febrero, liderada por Hipólito Irigoyen.
En la tarde del 12 de agosto, el cupé presidencial, tirado por dos caballos, y conducido por el vigilante Antonio Mazato, que conducía al presidente, Manuel Quintana, marchaba al trote por la calle Santa Fe rumbo al este. Eran las catorce y veinticinco de un día lluvioso y frío. El presidente se trasladaba desde su domicilio de Artes (actual Carlos Pellegrini) 1245 a la Casa Rosada, en compañía de su edecán, el capitán de fragata José Donato Alvarez.
Al llegar a la esquina de Santa Fe y Maipú, frente a la plaza San Martín, un hombre que, pese a la lluvia, se encontraba sobre la escalinata, con las manos en los bolsillos del sobretodo, descendió y avanzó hacia el centro de la calle. En su diestra esgrimía un revólver, y a un metro y medio de distancia apuntó a la ventanilla y lo accionó sin resultado, corrió a la par y volvió a apretar la cola del disparador repetidas veces, sin lograr su objetivo y, dando la espalda arrojó el arma y huyó hacia la plaza.
El edecán quiso detenerlo y, a pesar de estar el coche en marcha, bajó de él, pero a consecuencia de la humedad de la calzada resbaló y cayó. Tras el cupé seguía otro coche en el que viajaba el comisario Felipe J. Pereyra, de la Comisaría de Pesquisas (hoy Superintendencia de Investigaciones), quien tenía a su cargo la vigilancia de la Casa de Gobierno y la responsabilidad de la custodia del primer magistrado.
El agresor se internó en la plaza, seguido de cerca por el comisario Pereyra, que logró apresarlo auxiliado por el agente José Casanova, de facción en Santa Fe y Esmeralda, conduciendo al detenido al Departamento de Policía.
Quintana, serenamente, siguió su camino, pero al llegar a la calle Florida, debido a la humedad del pavimento, costaló uno de los caballos del coche y arrastró en su caída al otro, por lo que ascendió a un vehículo de alquiler y en él llegó a la Casa de Gobierno a las quince y veinte. Ya allí formuló declaraciones en las que evidenciaba que no le había sorprendido el atentado. “Estaba usted en lo cierto cuando me anunció a tiempo ciertos planes. Pero recuerde lo que le dije entonces: he resuelto no tener miedo”, le dijo al director de la Penitenciaría Nacional, ex comisario y ex secretario general de la Policía, Antonio Ballvé.
A la ciudadanía porteña no le extrañó el suceso. El país se hallaba en pleno florecimiento de ideas anarquistas, y además llegaban noticias de la lejana Europa, en las que se afirmaba que se había atentado en París contra Alfonso XIII y el presidente Loubet. Por entonces se agitaba también la llamada “cuestión social”, cuya víctima propicia habría de ser, en 1909, el jefe de Policía coronel Ramón L. Falcón, y por otra parte se había expulsado del país a más de cincuenta extranjeros indeseables, de acuerdo con las disposiciones de la Ley Nº 4144.
El agresor fue identificado como Salvador Enrique José Planas y Virella, catalán, de veinticinco años, con tres de residencia en el país, empleado en una imprenta de la Capital. Declaró haber procedido por propia iniciativa y sin cómplice alguno, ser anarquista y haber pretendido dar muerte al presidente para lograr un cambio total en la conducción política.
Había planeado el atentado con la intención de eliminar al presidente y así, mediante su reemplazo, guardaba la esperanza de que el sucesor pudiera corregir la honda injusticia social que padecía la clase obrera. Su meta ideal de progreso era que llegase al poder un político de la talla del uruguayo Batlle y Ordóñez.
Su plan había sido meditado en forma minuciosa y prolija, a punto de abandonar días antes su empleo en la imprenta de Tailhade y Roselli, para disponer de más tiempo y estudiar todos los detalles. Se preocupó de observar durante varios días el domicilio del presidente, interiorizándose de sus horas de salida y llegada, además de su trayecto habitual. Como precaución, el día anterior al hecho se hizo afeitar el bigote en la peluquería de Montevideo 652, para evitar así ser reconocido por los policías de la residencia presidencial. Por último, realizó una nueva inspección de la misma y aguardó en la plaza San Martín el paso del carruaje, consumando el fracasado atentado.
El estudio del arma usada, recogida en el lugar de los hechos, indicó que se trataba de un revólver tipo Smith Wesson de cinco tiros, calibre 38, modelo 1871, cargado con todos los proyectiles, dos de los cuales presentaban señales de la aguja del percutor, lo que indicaba que se habían intentado al menos ese número de disparos. En el bolsillo de Planas y Virella se encontraron otros cinco proyectiles.
Una vez más admitió su culpabilidad, ya que ratificó sus declaraciones ante el juez de instrucción doctor Servando E. Gallegos (secretaría Luis Espinosa), diciendo que “había acariciado desde el martes anterior la idea de eliminar al presidente de la República, por considerarlo culpable como jefe del Estado del malestar general del obrero, y en la esperanza de que el que le sucediese pondría remedio a ese malestar”.
La defensa sostuvo que su cliente era irresponsable de sus actos, pues había procedido bajo la influencia de una crisis emotiva. Los médicos, por su parte, informaron que no padecía de alteración mental y que no era un fronterizo, ni predispuesto a la locura. Sin embargo, consideraron podría haber procedido bajo una crisis emotiva provocada por un amor contrariado y una carta de sus padres desde España, en la que le hacían saber de sus premuras económicas.
El juzgado, que en caso de duda ha de estarse a lo que sea favorable al acusado, consideró esas circunstancias como atenuantes, pero de todos modos tomó en cuenta los agravantes del Código Penal entonces vigente, pues el hecho “había sido ejecutado en personas que ejerzan autoridad pública”, entendiendo que de acuerdo con la ley Nº 4189 (artículo 17, inciso 1º), correspondía al homicidio consumado la pena de veinte años, pero hecha la reducción prevista por el artículo 3º de la citada ley, falló imponiéndole, por tentativa de homicidio, trece años y cuatro meses de prisión.
La Cámara, integrada por los doctores Ramón Méndez, Carlos Miguel Pérez, Miguel Esteves, Diego Saavedra y Benjamín Basualdo, la redujo a diez años de presidio, con costas y accesorias legales, debiéndose computar desde el 29 de abril de 1907. El preso fue remitido a la Penitenciaría Nacional, donde se le asignó el número 610, y se lo destinó al taller de imprenta, donde se desempeñó como auxiliar de tipógrafo.
Pero lo que aparentaba ser el final de la historia, tuvo un matiz inesperado. Planas y Virella no solo sería el primer anarquista que intentó matar a un presidente, sino que sería también uno de los agresores presidenciales que huiría de la cárcel. Efectivamente, el día 6 de enero de 1911, a las trece y treinta horas, trece reclusos de la Penitenciaría Nacional fugaron a través de un túnel, cuya boca de acceso se hallaba en el jardín del establecimiento. Entre los prófugos estaba Planas y Virella.
La custodia interna de la cárcel la realizaban 54 guardianes, afectados a muy diversas tareas y distribuidos en distintos turnos. La vigilancia externa la proveía el ejército nacional con soldados conscriptos de infantería, de servicio en los torreones sobre la calle Juncal, entre las doce del mediodía y las dos de la tarde. Dos de ellos fueron considerados responsables “por negligencia en el desempeño de su servicio de guardia”. El 11 de abril siguiente el Consejo de Guerra Permanente para Tropa falló la causa condenando a Francisco Gastón y Francisco Spandori, del regimiento 1 de infantería, a diez meses de prisión.
Entre los evadidos estaba Planas y Virella, quien nunca fue hallado por la policía. Esta consideró que salió furtivamente del país con nombre supuesto, regresando a su patria. Las averiguaciones pertinentes para localizarlo no dieron resultado, ya que se perdió el rastro, y esta historia pasó a formar parte de los archivos policiales.
José Figueroa Alcorta
En medio de un agitado y confuso clima político, y próximas a realizarse en todo el país las elecciones para la renovación de la Cámara de Diputados, la opinión pública fue sacudida por la noticia de un atentado criminal en la persona del presidente.
El doctor José Figueroa Alcorta se había hecho cargo del Poder Ejecutivo después de acaecida la muerte de su antecesor, Manuel Quintana, ocurrida el 12 de marzo de 1906. Había ocupado la vicepresidencia, y asumió la primera magistratura carente de apoyo político. Sufrió la presión del general Roca, que aspiraba a gobernar un tercer período y obstaculizaba su gestión controlando el Senado por intermedio del partido Autonomista Nacional.
Al decretarse la intervención a la provincia de Corrientes en diciembre de 1907, hizo eclosión la crisis. En represalia por esta actitud, el Senado se negó a tratar el presupuesto para 1908. Figueroa Alcorta clausuró entonces el período extraordinario de sesiones y por decreto puso en vigencia el presupuesto de 1907. Los legisladores intentaron sesionar, pero el jefe de policía, Ramón L. Falcón, hizo ocupar el Congreso con cien bomberos a las órdenes de su jefe, el coronel José María Calaza, impidiéndoles el acceso. Los senadores y diputados opositores, por tal motivo, suscribieron dos inoperantes documentos de protesta. En medio de tal estado de conmoción política, se produjo el atentado.
El 28 de febrero de 1908, a las dieciocho y treinta, frente al domicilio presidencial, Tucumán 848, aguardaba el oficial inspector José González, de la comisaría 3ª, con personal a sus órdenes, la llegada del jefe del Estado. La vigilancia se había acentuado en razón de que días antes le había sido enviada a la primera dama una canasta de frutas que contenía una bomba explosiva, que debía estallar a una hora determinada. Para ello, el reloj despertador que la accionaba tenía combinado un mecanismo con su campanilla envuelta en papel de lija y fósforos adheridos al percutor. Estos, al arder por frotamiento, encenderían la mecha, que provocaría la explosión. El anónimo remitente de tan siniestro presente no previó que el frotamiento, al accionar el percutor del reloj, no sería suficiente para que se inflamaran los fósforos; fracasando por consiguiente ese intento.
El día 28, un hombre en las inmediaciones de la finca presidencial aguardaba oculto en el zaguán de una casa lindera, en el número 842. Este personaje era un joven que simulaba esperar el paso del tranvía, justificándose su presencia en el zaguán, ya que allí se protegía de la lluvia. Nervioso, apretaba entre sus brazos, contra el cuerpo, un paquete envuelto en papel madera y atado con piolín y alambre.
Detenido el vehículo de Figueroa Alcorta, luego del habitual trayecto desde la casa de gobierno por las calles Rivadavia, Florida y Tucumán, el presidente descendió seguido de su edecán de turno, el capitán de fragata Ernesto Anabia. Al advertir la presencia de su víctima, el joven se aproximó corriendo, arrojó a sus pies el bulto e inmediatamente emprendió la fuga en veloz carrera. Sereno, aunque sorprendido, el mandatario atinó a alejar de sí, con el pie, el paquete, cuya envoltura se había incendiado y desprendía una densa humareda.
El personal policial alejó del lugar al doctor Figueroa Alcorta, quien penetró en su domicilio, mientras que uno de sus lacayos, Juan Casanova, desde el pescante del coche, daba voces de alarma, gritando a la vez que señalaba al prófugo: “¡Atájenlo… Atájenlo…!”. Al escucharlo, el oficial inspector Luis Ayala, que venía por Tucumán, desde la calle Maipú, desenfundando su revólver intimó al agresor que se detuviera, y con dos vigilantes lo condujo a la comisaría 3ª. En el trayecto, el prisionero sacó un puñal que llevaba en la cintura, pero fue inútil, porque lograron desarmarlo. Mientras, otros policías arrojaban baldes de agua sobre la humeante bomba, que luego un agente llevó a la comisaría.
El detenido fue conducido, posteriormente, al Departamento de Policía, ante el comisario de investigaciones José Rossi, y allí declaró ser Francisco Solano Rejis, salteño, de 21 años, soltero y de profesión mosaiquista. Admitió su acción, y al igual que Planas y Virella, expresó que quiso asesinar al presidente por considerarlo responsable de las causas del malestar obrero. Por su proceder lo calificó de tirano, y afirmó que estaba convencido de que había obrado para el bien de todos. El agresor no registraba antecedentes penales de ninguna clase.
Al allanar su domicilio, una habitación en la calle Avellaneda 352, en el barrio del Caballito, se secuestraron varias retortas y vasos graduados, un frasco de clorato de potasio, otro de ácido clorhídrico y un folleto: “Fabricación de explosivos”, del que era autor un teniente coronel español.
Con posterioridad se declaró comunista-anarquista y dijo haber procedido de acuerdo con sus convicciones, pero sin conexión con organización alguna, sin cómplices ni instigadores. En otro tiempo había pertenecido a sociedades gremiales, pero se había alejado de ellas desengañado de la conducta y ambiciones personales de sus dirigentes. En cuanto a la bomba, la había fabricado en su habitación y la había llevado en tranvía hasta la Casa de Gobierno a las catorce horas. Como Figueroa Alcorta ya había penetrado en la misma, deambuló a la espera de la hora de regreso al domicilio del presidente, donde decidió arrojar el artefacto.
El juez del crimen doctor Ernesto Madero (secretaría Julián Byron), lo condenó a veinte años de presidio, con diez días de reclusión solitaria en los aniversarios del delito, y cinco años de vigilancia de la autoridad sobre su persona, después de cumplida la condena. La Cámara integrada por los doctores Carlos Miguel Pérez, L. López Cabanillas, Miguel Esteves, Diego Saavedra y Ramón Méndez, confirmó la sentencia, a contar del 8 de marzo de 1909.
El detenido fue destinado a la Penitenciaría Nacional, donde se le asignó el número 335 y se lo destinó al taller de litografía, como aprendiz. Allí no tardó en hacerse amigo de Planas y Virella, y juntos participaron de la fuga mencionada anteriormente. La policía sospechó que lo acompañó a España. Francisco Solano Rejis no alcanzó a cumplir tres años de la pena, mientras que su amigo catalán permaneció poco más de cinco años en presidio.
La evasión de los trece penados motivó no solo la condena de los dos soldados por negligencia en la guardia, sino que el 14 del mismo mes de enero de 1911, el Poder Ejecutivo, en acuerdo de ministros, creó un cuerpo especial de seiscientas plazas para la vigilancia de las cárceles nacionales, con el nombre de guardiacárceles, dependientes del ministerio de Justicia e Instrucción Pública.
Victorino de la Plaza
El presidente Roque Sáenz Peña, elegido para el período 1910-1916, falleció el 9 de agosto de 1914. Le sucedió su vicepresidente, Victorino de la Plaza, al que propusiera el mismo Sáenz Peña para tal cargo a la Junta Ejecutiva del Partido Unión Nacional en vísperas electorales, prefiriéndolo a otros candidatos. De la Plaza actuó en los primeros años de la guerra mundial, en la que nuestro país no intervino por haber declarado la neutralidad que mantuvo hasta el final de la misma, aún ante la presión de las potencias aliadas y en medio de numerosos conflictos obreros, debido al elevado costo de la vida y la insuficiencia de los salarios.
Solo le restaban tres meses para abandonar la presidencia, y ya su sucesor, Hipólito Yrigoyen, había resultado electo, habiéndose aplicado y cumplido en su integridad la Ley Sáenz Peña el 2 de abril. Esto y su edad de setenta y seis años, que traía aparejado su alejamiento definitivo de la escena política, hicieron inexplicable a todas luces el atentado contra su persona.
El 9 de julio de 1916, a las quince y treinta horas, la Plaza de Mayo aparecía congestionada de público. El presidente, desde el balcón de la Casa Rosada, teniendo a su derecha al embajador de la República de Bolivia, doctor Villazón, y a su izquierda al enviado especial de los Estados Unidos del Brasil, doctor Ruy Barbosa, y rodeado de sus ministros, contemplaba el paso de la última formación del desfile militar, la de gimnasia y esgrima. Seguidamente venían los exploradores, precedidos de una banda musical y, luego, una columna cívica. De esta última surgió un individuo de la primera fila que, extrayendo un revólver, y sin detenerse, apuntó hacia el balcón presidencial. El proyectil dio contra una moldura, treinta centímetros debajo del mismo y en la diagonal del presidente. Intentó un segundo disparo, que falló, mientras la multitud se dispersaba, presa del pánico.
Sin embargo, algunas personas próximas al agresor se precipitaron sobre él con intención de lincharlo. La policía lo rescató de los exaltados y lo desarmó, no sin que sufriera dos lesiones en la cabeza, una de ellas producto de un bastonazo. La detención la realizó el agente de investigaciones Manuel Barral, junto con su igual Juan Silva Straw, el sargento del Departamento, Gregorio Morales, el señor Juan Yanzi Oro, el ingeniero Virgilio Raffinetti y el señor Alfredo Jorge Mailhé. Yanzi Oro le pegó en la mano derecha para desarmarlo; al hacerlo el tambor del revólver se abrió y cayeron al pavimento los proyectiles, de los cuales se extravió una de las balas; sin embargo se recuperaron las vainas servidas y hasta el proyectil disparado.
El agresor fue apresado mientras gritaba: “¡Autócrata!” y “¡Viva la anarquía!”. La policía tuvo que formar un cordón para evitar la ira del público, pues se vio incluso a una señora que, extrayendo el enorme alfiler que sujetaba su sombrero, intentó agredirlo. Para su seguridad fue trasladado a la guardia de Granaderos de la Casa de Gobierno, luego a la comisaría 2ª, y por último a la alcaidía del Palacio de Justicia.
El detenido era Juan Mandrini, porteño, soltero, de 24 años, frentista, quien en presencia del juez de instrucción, doctor José Antonio de Oro, y del comisario Toranzo, se negó a declarar, por lo que se dispuso su incomunicación. Al día siguiente revió su actitud y refirió que la pena capital aplicada a los autores de la muerte del señor Carlos Livingston, los pescadores Lauro y Salvatto, lo sublevaron en forma tal que quiso producir un acto de protesta resonante, no encontrando nada mejor que simular un atentado al presidente de la Nación. Con tal motivo se ubicó frente a la Catedral y, cuando el presidente de la Plaza pasó con su carruaje hacia la Casa Rosada, temió herirlo a él o a alguno de sus acompañantes con el revólver calibre 7 de marca ilegible, que se le secuestró con posterioridad. Cambió de ubicación y se acercó hasta la Casa de Gobierno, frente al balcón presidencial, para presenciar el desfile militar. Ya había desistido de sus propósitos y se retiraba de la plaza, cuando una avalancha lo empujó hasta enfrentar nuevamente el balcón, y un vértigo (según sus propias palabras) le hizo sacar el arma y disparar, pero con cuidado de no herir a nadie.
“Ese loco merece que lo condenaran… por mal tirador”, fueron las palabras del anciano presidente, quien en un primer momento no se percató del peligro sufrido, ya que se enteró de lo ocurrido por referencia de los funcionarios que lo rodeaban. El presidente declaró ante el juez, mediante un escrito, no haber tenido conocimiento directo de los hechos, creyendo que todo procedía de la detonación de un petardo explotado entre el público, no habiendo experimentado la sensación de un atentado contra su persona.
Tan mal elegidos estaban el sitio y la ocasión, que la primera reflexión que surgió fue que no podía tratarse más que de la acción de un loco o de un desequilibrado; a pesar de lo cual el médico de policía, doctor Carlos de Arenaza, dictaminó que lo encontraba ligeramente excitado, y con aceleración del ritmo cardíaco —120 pulsaciones por minuto—, pero normal y por consiguiente responsable de su proceder.
El fiscal, doctor Victorino Ortega, al expedirse en el proceso, rechazó como prueba el que no hubo intención de matar, la circunstancia de que Mandrini al hacer el disparo dio vuelta la cara (esto fue corroborado por los testigos), y que a pesar de esto hizo funcionar repetidas veces el percutor. Tampoco se consideró importante el hecho de que, según algunos testigos, hubiera gritado “¡Viva la anarquía!” Importante era que los médicos legistas que lo examinaron consideraran que carecía de capacidad de imputación jurídica. La fiscalía no estaba de acuerdo en que fuera absolutamente irresponsable. Podía ser un fronterizo, pero no tanto que le impidiera un claro conocimiento de sus actos. El acusado había explicado su delito en forma razonable y coherente, con una defensa hábil, negando ser un asesino. Por todas estas causas fue declarado responsable.
La causa no fue proseguida por tentativa de homicidio, porque el hecho se calificó de “disparo de arma de fuego”. Por estas razones, solo se lo condenó a un año y cuatro meses de presidio y el juez del crimen, doctor Juan R. Serú, el 1º de febrero de 1918, en oficio dirigido al jefe de Policía, doctor Julio Moreno, al comunicar la sentencia hacía saber que la pena se hallaba cumplida, dado el tiempo que Mandrini llevaba detenido en la Alcaldía 1ª Sección de la Policía, desde donde se lo puso en libertad.
De todas las tentativas de homicidios presidenciales, ésta fue sin duda la más absurda y ridícula, y su autor el que menos tiempo purgó sus culpas, porque en realidad fue considerado por la mayoría, incluso el propio doctor de la Plaza, como un demente.
Hipólito Yrigoyen
El atentado ocurrió el 24 de diciembre de 1919, a las once horas. A esa hora llegó a la modesta casa del presidente, en la calle Brasil 1039, como lo hacía diariamente, el automóvil conducido por el chofer Eudosio L. Giffi. Veinticinco minutos después ascendió al mismo el presidente Yrigoyen, acompañado de su médico, el doctor Osvaldo Meabe. En el asiento delantero se ubicó, al lado del conductor, el subcomisario Alfredo Piccia Bonelli, de la Policía de la Provincia de Buenos Aires, encargado de la custodia.
Iniciaron la marcha en dirección al este; el vehículo traspuso la calle transversal, Bernardo de Irigoyen, y el pasaje Internacional, donde se hallaba de vigilancia el agente de investigaciones Carlos María Sicilia, de la Policía de la Capital. Segundos después, frente al número 924 de la calle Brasil (acera norte), donde estaba instalado el hotel “Tigre”, emergió del zaguán un hombre que extrajo de entre sus ropas un revólver y apuntó al automóvil. Hizo dos disparos. Después tres más. El conductor Giffi maniobró en zigzag para dificultar el blanco.
El ataque fue repelido por el subcomisario Piccia, que fue herido de gravedad en el abdomen, ya que viajaba del lado derecho, desde donde procedió el disparo; y el agente Sicilia, que desde su puesto se corrió al lugar, también resultó herido en la pierna izquierda. El personal de la custodia, que viajaba detrás en un doble faetón, efectuó algunos disparos.
El atacante cayó instantáneamente muerto, frente al número 912, hasta donde se había desplazado, alcanzado por cinco balazos. Su cuerpo fue llevado a la comisaría 16ª, próxima al lugar. Allí se dirigió Irigoyen, quien tuvo oportunidad de observarlo larga y pensativamente. El presidente volvió a su domicilio y, a las trece horas salió, con total tranquilidad, a iniciar sus tareas oficiales en la Casa de Gobierno.
Un año antes, el 12 de octubre, había asumido por segunda vez la primera magistratura, después de una elección consagratoria que fue calificada de “plebiscito” (838.583 votos contra 414.026). Venía a reemplazar a Marcelo T. de Alvear, también de la Unión Cívica Radical, pero de la fracción escindida, la “antipersonalista”, que llamó “personalistas” a los seguidores de Yrigoyen y en su afán opositor hizo migas con los conservadores. El radicalismo yrigoyenista calificó a esa unión de “contubernio”.
El presidente tenía entonces setenta y siete años, sus energías ya no eran las mismas que lo distinguieron durante su primera presidencia de 1916 a 1922, lo que fue usado por la oposición para pregonar que habían decaído sus facultades y lucidez mental. Ciertos actos de su segundo gobierno, como las cesantías de empleados públicos, reincorporaciones y ascensos militares, intervención a las provincias de Mendoza y San Juan, provocaron su desprestigio y dieron ocasión a la revolución del 6 de setiembre de 1930, que lo depuso y confinó en la isla de Martín García. Esto ocurriría casi un año después del atentado cuyo autor había caído muerto por las balas policiales de su custodia.
El cadáver fue identificado como Gualterio Marinelli, italiano, de 44 años, llegado al país en 1905, con un taller de mecánico dental instalado en Brasil 811 (como se advierte, muy próximo al lugar de los hechos). Su deceso impidió toda investigación precisa y abrió paso a toda clase de conjeturas.
La policía contaba para la pesquisa con dos elementos: su filiación y el arma utilizada. Por esta vía estableció que el italiano era un anarquista y estaba sindicado como integrante del grupo de esa ideología denominado “Nueva Era”, aunque por entonces estaba alejado de esas actividades. El arma era un revólver marca Iver Johnson’s de cinco tiros, calibre 32 corto, adquirido veinte días antes y con el que se probó que había efectuado prácticas de tiro para ejercitarse en su manejo.
Su muerte abrió paso a las conjeturas y los periódicos sensacionalistas y opositores señalaron que Marinelli no era el autor y sí la víctima casual de un error policial, pues habrían confundido al verdadero agresor con el mecánico dental, indicando que el primero había huido a favor de la confusión. Las críticas fueron muy severas por no haberlo apresado vivo. También se aseguró que Marinelli murió acribillado, presentando entre veinte y treinta heridas de bala.
La autopsia practicada por los médicos legistas Martín R. Arana y J. Manuel Ocampo vino a probar que el cuerpo albergaba cinco heridas, dos en el rostro, una en la caja torácica, una en el pecho y una en el omóplato, de las cuales tres eran mortales. Otra versión decía que Marinelli pretendió acercarse al automóvil portando una carta, que el personal de un hospital donde estuvo internado le entregara para hacerla llegar hasta el presidente en procura de mejoras. Esto planteó el interrogante de por qué fue depositario de la misiva, si no estaba vinculado al primer magistrado ni al partido oficialista. Por otra parte, la carta nunca apareció.
Raúl Alfonsín
Más de seis décadas tuvieron que pasar hasta que se registrara otro intento de magnicidio, cuando el 19 de mayo de 1986 el también radical Raúl Alfonsín se dirigía hacia el Cuerpo del Ejército III de Córdoba y el vehículo que lo trasladaba estuvo a punto de pisar un artefacto explosivo que se había instalado bajo una alcantarilla: se trataba de una bala de mortero de 120 milímetros, con 2,5 kilos de TNT en su interior y casi un kilo de trotyl.
Reseña de Osvaldo Carlos Sidoli, para Buenos Aires Historia.
IG
0