La vuelta al día en ochenta nuevos mundos
Según el presidente electo Joe Biden, la misión de su administración y la mejor política de Estados Unidos en un mundo nuevamente multilateral, debe traducirse en el poder de generar influencia. Ante todo en China, el adversario favorito de Donald Trump, pero no sólo en China. Para ello, en el suelo norteamericano, se impone y se le impone desarrollar un consenso bipartidista en Estados Unidos. También para impulsar y sostener una buena política industrial estadounidense, con inversiones de gran tamaño encauzadas por el gobierno hacia proyectos de investigación y desarrollo, así como infraestructura y educación. Así, Estados Unidas podrá competir de mejor manera con China, y dedicar menos tiempos a quejarse de la competencia desleal del mayor competidor. Tanto los senadores demócratas como los republicanos tienen proyectos de ley que exhortan a ese tipo de estrategia. En particular, la industria estadounidense de semiconductores ha estado cabildeando a favor de un enfoque similar.
También hay que decir que este triunfo no implica la vuelta al mundo de 2015. Resulta que Biden no abjurará sin más de todas las políticas de Trump como sí lo hará con otras, más destacadamente los acuerdos relativos al cambio climático. Y si no renunciará a todo lo actuado y hay beneficio de inventario en esta herencia, la pregunta es por la tendencia actual y por su caducidad futura. ¿Cuáles son aquellas características que, sin gracia y con prepotencia, Trump instaló para fundar? A pesar de toda la mofa y el espanto liberal con el surgimiento de un experimento de nacionalismo populista en la indiscutida primera potencia industrial del siglo XX, tal vez podamos, con tan poca distancia, ver en el estilo político de Trump un medio y una excusa para transgresiones con lo pasado, que serán rasgos permanentes del mundo en lo sucesivo. Aunque, a veces, tanta híper-actualidad casera, en lugar de renovar, envejece.
El orbe dibujado en tinta china
Lo claro es que la disputa entre los Estados Unidos y la República Popular China llegó para quedarse. Esta confrontación presenta singularidades que es necesario, para mentes del siglo XX (como la mía), repasar.
El estancamiento de los Estados Unidos y el surgimiento de China implican la transición a una rivalidad mayor y mundial que sin embargo no ha adoptado la forma de la gran disputa hegemónica del siglo pasado, la Guerra Fría.
El cambio es cultural y civilizatorio. China no opone, como la Unión Soviética en su época, una interpretación endógena destinada a invertir los consensos de las democracias occidentales. China es un otro, una cultura que es un universo de sentido en sí. Además de un Estado con una continuidad de más de cinco mil años. Y, cosa significativa, no puedo dejar de advertir que, peleando en casi todos los mercados del mundo por casi todas las posiciones arancelarias, no se ha propuesto exportar ideología. Cosa notable.
La interdependencia es el rasgo saliente de la relación, a la vez de la intensificación de la rivalidad. Lo cual nos lleva a reflexionar sobre la posibilidad de un proceso de desacople gradual, como lo ha dicho Juan Tokatlián.
Al mismo tiempo vemos una tendencia: algunos en Occidente empiezan a preguntarse por el modelo chino. ¿Acaso no pudo China manejar mejor la pandemia que todas las democracias occidentales? Mientras los saludables mercados financieros globales corcovean felices al destrozar a cualquier incauto que se presuma jinete para esa silla… ¿no son los chinos capaces de sujetar con la brida de un Partido Comunista (que tiene más de ocho millones de afiliados) la sed de lucro y la capacidad de multiplicación de los bancos y de las bolsas?
Mientras Occidente y sus valores retroceden babeantes frente a la prepotencia de la propiedad privada y la incapacidad de las poliarquías para construir –en sus jurisdicciones− las fantasías que el Estado de Bienestar supo esbozar como derechos, China ha levantado de la pobreza a 850 millones de personas en las últimas tres décadas. Si gobernar es explicar, como supo decir Fernando Henrique Cardoso, algún gobernante debería dar alguna clase y ensayar alguna lección sobre este asunto.
Biden puede intentar volver el tiempo atrás, pero se sabe que eso es imposible. El pasado es como lo leído: ya está en nosotros. Durante 2016 Xi Xinping fue a Davos a pedir libre comercio, mientras los Estados Unidos. retomaban la senda del proteccionismo como opción general de política económica que habían abandonado en 1934. Mientras que en septiembre de 2016 China ratificó el Acuerdo de París, el Presidente Trump anunció en junio de 2017 el retiro de los EE.UU. El próximo Davos promete “resetear” el planeta. Otros que dan el paso sin medir la pernera. O los mismos.
China resulta, así, un actor confiable y un articulador de peso en los consensos multilaterales que el planeta sigue necesitando. Es dudoso que los EE.UU. recuperen la hegemonía de otrora y negocien desde aquel lugar.
La región más transparente del aire
Un par de índices (‘¿para qué opinar cuando se puede medir?’) sobran para mostrar la irrelevancia de América Latina:
- En 1955 América Latina significaba el 12% de las exportaciones mundiales; hoy significa el 6%;
- El porcentaje de los inventos protegidos por regímenes de propiedad intelectual que genera la región no alcanzan el 2% del total global. El conjunto del Sudeste asiático genera el 72% de todas las patentes nuevas.
No tenemos instituciones que nos permitan hacer oír una voz en la arena mundial. Estamos fragmentados y desarticulados y no tenemos consenso en las políticas más básicas.
No pudimos acordar políticas sanitarias, ni siquiera la sindicación de la compra de las vacunas. Aún cuando América Latina tiene el 8% de la población del mundo y el 30% de los muertos por COVID; ¿poco elocuente?
Así, me pregunto: ¿dónde están aquellos espacios para construir autonomía? Otra vez, en América Latina se trata de una opción inflexible. Que debe ser la divisa de la hora: Inventamos o Erramos. O más claro: hoy la opción es Integración o Intrascendencia. La vida no es una forma; es la forma que le damos a la vida. En política internacional, no hay nada más dañino que derivar. Que derivar, justamente, a la deriva. Atenazados por el pensamiento de que los demás dudan de nosotros. Cuando, en realidad, los que dudamos de nosotros somos nosotros mismos.
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