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Mauro Fernández

2 de febrero de 2021 07:43 h

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Cuando el Cambá fue a buscar el revólver a la Hilux, miré a mi alrededor con miedo. No había nada: eran ellos, nosotros y el horizonte inundado del Iberá. Una tensión eléctrica recorrió mis cuádriceps, pasó por mis gemelos y terminó en mis pies fríos por el agua que se colaba entre el pastizal. Miré a Emilio que seguía firme y me tranquilicé. Él ni registraba a Cambá; seguía hablándole al patrón.

El patrón era el presidente de Haciendas San Eugenio, la empresa que había construido el terraplén de 24 kilómetros que inundaba los ranchos de la comunidad guaraní Yahaveré y que ahora incumplía una sentencia que había ordenado su demolición. Emilio era el ecologista que, junto con la comunidad, se había puesto al hombro la coalición Salvemos al Iberá y que estaba en la mira de las patotas de algunos productores correntinos.

Cambá volvió con el revólver en la mano derecha, sin apuntar a ninguna parte. Enajenado, insultó a un muchacho de veintipocos que registraba todo con una cámara digital para el medio independiente Momarandú. En esa época —y en esa geografía— la transmisión en vivo no era opción. Era el lejano este y podía pasar cualquier cosa. El patrón tranquilizó a su guardaespaldas y Cambá enfundó el arma, aunque dejó la mano sobre la empuñadura, amenazante. Los siete u ocho que estábamos ahí nos miramos más aliviados. Recién ahí reparé en el carpincho que mascaba tranquilo al costado de la Hilux, como si no estuviera pasando nada. Emilio volvió a la carga.

“Estas tierras son públicas y usted sabe muy bien que las usurpó ilegalmente. inundando y encerrando a la comunidad como si fueran animales.”

“La tierra es mía, nene”, contestó el patrón. “Y vos, con todos estos pendejos la atacaron cobardemente. Hoy zafás, pero esto no va a quedar así”.

***

La noche anterior nos habíamos despertado de madrugada. El plan era cruzar la laguna desde el rancho de Rosendo (N. de R.: el nombre es ficticio) hasta el primer alambrado. Una vez ahí, íbamos a cortar parte del alambrado con unas tenazas enormes y a tirar unos postes con motosierra. Era una actividad simbólica y localizada en las tierras fiscales que “el patrón” había usurpado. Con Emilio creíamos en el valor de las acciones directas no violentas como método para promover discusiones sobre la vulneración de derechos colectivos. Él se había mudado a Corrientes hacía unos años y ya estaba convirtiéndose en un referente de la lucha por los humedales. La comunidad estaba desesperada, pero firme. No sólo los inundaban, sino que los habían cercado y les habían cortado todos los caminos de acceso terrestre. Sólo podían acceder a su tierra desde Concepción, navegando en una balsita entre la vegetación y los yacarés y chapoteando a caballo en el trecho restante.

Desde la construcción del terraplén de Haciendas San Eugenio, las catorce familias de la comunidad sufrían inundaciones inéditas. El agua del humedal no pasaba hacia los terrenos que explotaba “el patrón”, acumulándose del lado que habitaban las familias. Esos ecosistemas son esponjas absorbentes. Lógicamente, cuando se interrumpe el flujo de agua hacia un área, la otra rebalsa. Las marcas del agua sobre las paredes de la casa de Rosendo llegaban casi hasta la cintura. Las inundaciones habían destruido muebles y algunos electrodomésticos. En la inmensidad del Iberá, los ranchos tenían unos paneles solares chiquitos que abastecían una lámpara y permitían la carga de un celular, pero para la heladera tenían un generador diésel y para cocinar, garrafas.

Salimos de lo de Rosendo a las tres de la mañana. A poco de andar el agua nos llegó hasta las rodillas. El frío se sentía en los huesos. Nuestro grupo anduvo unos veinte minutos a la luz de la linterna. Otros dos salieron a caballo hacia una zona más cercana al terraplén. Alguien encendió una motosierra. Cayeron tres postes en un minuto. El ruido de la motosierra retumbó fuerte en la noche cerrada.

 Una lucha larga y compleja

La escena ocurrió el 22 de junio de 2010. Nueve años después, el Superior Tribunal de Justicia de Corrientes oficializó la entrega de escrituras por parte de Haciendas San Eugenio a los integrantes de la comunidad Yahaveré. Un reconocimiento a la lucha indígena-ecologista y, también, una evidencia del dolo extractivo y apropiador de los intereses que explotan los humedales para su propio beneficio. El terraplén, a pesar de la sentencia firme, nunca se terminó de demoler.

La lucha por el Iberá fue larga y compleja. En 2018, la donación al Estado Nacional de más de 150.000 hectáreas por parte de la fundación de Kristine Tompkins (viuda del magnate que creó la marca The North Face) terminó por dar el paso definitivo para la creación del Parque Nacional Iberá. Este particular modelo de filantropía -discutido, merecedor de un capítulo aparte- llevó al cuestionamiento por parte de varias organizaciones ecologistas locales, incluido el propio Emilio. 

Por otro lado estaba Emiliano Ezcurra, un militante por la biodiversidad de larga trayectoria, fundador de la organización Banco de Bosques y, en el momento de la creación del parque, vicepresidente de la Administración de Parques Nacionales. Ezcurra cree que “Iberá es un ejemplo de lo bien que puede funcionar un humedal con un plan con anclaje social, cultural y ambiental como pilares de una nueva economía”.Lo dice por teléfono desde Entre Ríos, ya fuera de la gestión pública y otra vez con los pies en el agua.

Ezcurra cree que Iberá es un “caso de éxito palpable”, a tal punto que cosechó el reciente reconocimiento del actor y ecologista Leonardo Di Caprio por la reintroducción del yaguareté luego de setenta años de extinción. La reintroducción del yaguareté fue un proyecto que llevó adelante durante diez años la organización Rewilding, en conjunto con Parques Nacionales, las comunidades locales y el gobierno correntino. Sofía Heinonen, directora ejecutiva de Rewilding, destacó en un comunicado que “la ONU declaró al período 2021-2030 como la Década de la Restauración, y Argentina no podría haber comenzado de mejor manera”. Pero no todo es color de rosa para los humedales en el país, ni el conservacionismo regenerativo es el único camino que se abre paso.

Una herramienta para mitigar la crisis climática

Mientras que en el mundo los humedales ocupan del cinco al siete por ciento de la superficie terrestre, en Argentina ese número asciende al 21%. El 2 de febrero es el Día Mundial de los Humedales, fecha que busca rescatar la importancia de  estas áreas inundadas en forma permanente o transitoria y que actúan como esponja ofreciendo una enorme variedad de servicios ambientales como la prevención de inundaciones, la estabilización de las costas o la depuración de agua. Esta característica los hace hogar de una enorme diversidad biológica que, a nivel global, alberga al 40% de las especies. Los humedales sanos son una gran herramienta para mitigar y adaptarnos a la crisis climática que atravesamos.

El año pasado, los habitantes de Rosario y Buenos Aires respiramos el humo denso de los incendios en el Delta del Paraná. Sólo en ese humedal se quemó una superficie equivalente a quince ciudades de Buenos Aires. El 95% de estos incendios tienen un origen intencional, en gran medida por actividades como la ganadería que buscan “limpiar el terreno” para la producción.  Si bien a pequeña escala esto puede ser una práctica aceptable, el avance de la frontera agropecuaria intensiva debe encontrar un límite.

Pero ese no es el único problema en el Delta del Paraná. También se ve amenazado por la construcción incesante de barrios privados que rellenan el humedal, ignorando y alterando su valor ecosistémico. Esto produce un efecto similar al del terraplén de Haciendas San Eugenio en Yahaveré, a una escala mucho mayor. Los muros de concreto y el lujo de las lagunas artificiales se baten a duelo, una vez más, contra los bienes comunes y la naturaleza viva. Los humedales son el gran coliseo en el que combaten la propiedad pública y la privada, la preeminencia de la naturaleza con la acumulación de capital a partir de un modelo extractivo e insostenible. Como consideró el diputado Leonardo Grosso (Frente de Todos), presidente de la comisión de Recursos Naturales y Conservación del Ambiente Humano de la Cámara Baja: “la protección de los humedales debe ser una política pública ante el avance voraz del poder económico”.

 Un proyecto que espera ser ley

Si bien el fuego volvió a poner sobre la mesa la necesidad de discutir y sancionar una ley de humedales, los lobbies que se oponen son muchos y muy poderosos: la agroindustria, la especulación inmobiliaria y la minería. Más allá de lo restrictiva que pueda ser la ley en su letra final, lo mínimo que hace indispensable su sanción es el ordenamiento territorial. Sólo esto hace urgente su sanción. Aunque las discusiones más fuertes se centran en la moratoria de nuevas actividades o la ampliación de existentes hasta la finalización del inventario y, fundamentalmente, en la definición de humedal -como ocurrió con la ley de glaciares en la que el lobby minero quería reducirla a su mínima expresión-.

En noviembre de 2020, la comisión que preside Grosso dio dictamen a un proyecto unificado entre distintos textos presentados por casi todos los bloques. Desde el despacho del diputado destacaron “la generación de consensos necesarios para lograr el dictamen” y la “urgencia de que la política tenga la conciencia suficiente para que el proyecto continúe avanzando y la ley de humedales sea realidad”. Aunque desde Greenpeace cuestionaron la exclusión de tipificación de delito penal para quienes destruyan estos ecosistemas, la Red Nacional de Humedales celebró el avance y exigió su tratamiento urgente.

La ley de humedales es un desafío urgente en la legislación ambiental de la Argentina. Un golpe a la impunidad de los que se creen dueños de estos ecosistemas. Una reivindicación para las comunidades que las habitan y trabajan con respeto al ambiente. En definitiva, una herramienta clave para hacer frente a la crisis existencial que enfrentamos por el cambio climático.

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