“Vean esta imagen”, exclama el nuevo administrador de la NASA, Bill Nelson.
En la sesión virtual del Congreso de Estados Unidos, se instala un silencio. El ex astronauta insiste: “Véanla con atención: este es el robot chino que acaba de aterrizar en Marte y anoche mandó esta foto. China es un competidor muy agresivo. Tiene planeado mandar tres grandes misiones al polo sur de la Luna. Allí es donde está el agua. ¿Qué vamos a hacer al respecto?”.
Como ocurrió el 4 de octubre de 1957 cuando el “bip-bip” radial del primer satélite artificial -el Sputnik- lanzado por la Unión Soviética paralizó al mundo (“ningún evento desde Pearl Harbor provocó tantas repercusiones en la vida pública”, escribió el historiador Walter A. McDougall), un nuevo miedo recorre especialmente en Estados Unidos.
Su dominio se sacude. No solo perdió la exclusividad espacial, tras el avance irrefrenable en las últimas décadas de la Unión Europea, India, Emiratos Árabes Unidos, Japón, del sector privado liderado por los billonarios Elon Musk y Jeff Bezos y Rusia que se niega a quedarse atrás. Ahora quien le pisa los talones es el gigante asiático. Y se lo recuerda foto tras foto, tuit tras tuit.
La nueva carrera espacial se recalienta. Mes a mes, las piezas se reacomodan. Aunque más que de ajedrez, el tablero se parece al de Monopoly.
La llegada del robot Zhurong al planeta rojo a mediados de mayo marcó la madurez espacial china. Hasta ahora solo las sondas estadounidenses dominaban los aterrizajes en Marte. Los demás países que lo han intentado o bien se han estrellado -los europeos lo saben bien: sondas como la británica Beagle 2 y el Schiaparelli llegaron al cuarto planeta del sistema solar pero hechos añicos- o no se han posado con total éxito, como ocurrió con la sonda soviética Marte 3 (Марс 3) en diciembre de 1971 que 20 segundos después de llegar a la superficie perdió contacto por razones desconocidas.
La expansión roja más allá de los límites físicos de la Tierra, sin embargo, no constituye un capricho nuevo. En los últimos 65 años, China ha logrado avances sustanciales en cohetes, satélites y sondas planetarias, en sus primeros días con la ayuda de ingenieros soviéticos. “¡Nosotros también fabricaremos satélites!”, pronosticó Mao Zedong después del lanzamiento del Sputnik 1.
La historia espacial de la por entonces República Popular China oficialmente dio inicios cinco años antes del viaje inaugural de Yuri Gagarin en 1961, cuando Qian Xuesen, padre de la tecnología espacial china, estableció el primer instituto de investigación de cohetes y misiles, inspirado tanto en el MIT como en el Instituto de Tecnología de California por donde había pasado antes de colaborar en la fundación del Laboratorio de Propulsión a Chorro (JPL).
Mientras estadounidenses y soviéticos corrían hacia la Luna, Qian Xuesen -luego de dejar atrás Estados Unidos donde la caza de brujas del macartismo lo encarceló por comunista- trabajaba en un plan para ingresar en la disputa con una cápsula para dos hombres llamada Shuguang (“Amanecer” en mandarín), similar a la nave espacial Gemini. También conocido como Proyecto 714, el programa llegó a seleccionar 19 candidatos a astronautas en 1971. La convulsión provocada por la Revolución Cultural entre 1966-1976, sin embargo, condenó la iniciativa al fracaso.
El sueño de Mao de elevar literalmente a la naciente república se volvió realidad recién en abril de 1970 cuando China lanzó con éxito su primer satélite, Dong Fang Hong 1 (“El este es Rojo 1”), que marcó el comienzo de la exploración extraterrestre de la nación. Después de llegar a órbita, el artefacto empezó a transmitir el himno nacional de la república para que todo el mundo lo oiga. Habían llegado. Así estuvo durante veinte días. Aun sigue en órbita y en el calendario: desde entonces cada 24 de abril se celebra en China el Día del Espacio.
El gran salto tecnológico de esta nación milenaria ocurrió recién en septiembre de 1992 cuando se anunció formalmente su programa espacial tripulado de largo alcance, conocido como Proyecto 921. Era el momento. La estabilidad política había regresado al país, junto con el crecimiento económico. Y con ellos, también resucitó el viejo sueño. “Fuimos el país más civilizado hace siglos y debíamos recuperar esta gloria”, señala Joseph Cheng, director del Centro de Investigación de China Contemporánea de la Universidad de la ciudad de Hong Kong.
Formalmente, el Proyecto 921 establecía tres fases progresivas: el lanzamiento de naves espaciales tripuladas; la puesta en órbita de un laboratorio; y la construcción de una estación espacial para lograr una estadía a largo plazo.
A paso lento pero seguro, una tras otra, estas etapas se han cumplido. Sin la fanfarria publicitaria norteamericana, China avanzó de casilleros. Finalmente en octubre de 2003, Luego del lanzamiento de tres naves de prueba (Shenzhou-1, no tripulada, en noviembre de 1999; Shenzou-2, con un mono , un perro y un conejo, en 2001 y Shenzhou-3 y Shenzhou-4, cada una con maniquís, en 2002), ingresó en el pequeño club de las naciones que hasta entonces consiguieron poner seres humanos en órbita: la Unión Soviética y de Estados Unidos. A bordo de la Shenzhou-5, el piloto Yang Liwei pasó unas 21 horas en el espacio. Habían nacido los “taikonautas” (o yuhangyuans como dicen en mandarín).
Desde entonces, 11 personas de nacionalidad china han viajado a órbita, entre ellas las taikonautas Liu Yang y Wang Yaping. En 2008, el piloto Zhai Zhigang fue el primer chino en realizar una caminata espacial y agitar una banderita china. “En el momento en que salí de la escotilla, sentí que me convertirme completamente en uno con el espacio”, comentó. “Miré deliberadamente hacia el espacio exterior, mirando más allá de los dedos de mis pies. La vasta e ilimitada extensión del espacio exterior conmovió mi alma”.
Desde 2011, han visitado los pequeños laboratorios espaciales Made in China Tiangong-1 y la Tiangong-2 que prepararon el camino para lo que comenzó el 29 de abril de este año: la construcción de la primera Estación Espacial China. Después de viajar un poco más de ocho minutos en el cohete Long March-5B Y2, el módulo Tianhe entró en órbita. Este jueves recibió a sus primeros inquilinos: los taikonautas Nie Haisheng, Liu Boming, Tang Hongbo de la misión Shenzou-12.
“Progresar de manera constante con una planificación sistemática ya largo plazo -dijo Zhou Jianping, diseñador jefe del programa espacial tripulado chino-: este es un ejemplo de cómo hacemos las cosas”.
El avance rojo se produce rodeado del mayor secretismo. En contraposición al marketing desaforado de la NASA, la agencia espacial china no transmite en vivo sus lanzamientos. Como en cualquier otro tema, la comunicación es controlada férreamente. la Administración Espacial Nacional de China (CNSA) no postea las fotos y comunicados en Twitter sino en la red social local Weibo y en la prensa estatal. Y la barrera lingüística tampoco ayuda.
El programa espacial chino es la encarnación del ascenso de las ambiciones científicas y tecnológicas de esta nación con 1.400 millones de habitantes que pasó de ser una sociedad agraria atrasada y empobrecida a una potencia industrial -y espacial- en solo 35 años, a tal punto que en 2006 superó a Estados Unidos para convertirse en el mayor productor mundial de gases de efecto invernadero. Se dice que Napoleón alguna vez dijo: “Deja que China duerma, porque cuando el dragón despierte, sacudirá al mundo”.
Sus actividades espaciales, como ocurre en otros países, incitan el orgullo nacional; promueven el desarrollo de ingenieros y científicos y 'derraman' inventos con nuevos usos militares, comerciales y civiles valiosos. Pero, además de buscar prestigio internacional -aquel soft power que también se busca con la diplomacia de las vacunas o que pretendió lograr con los Juegos Olímpicos de Beijing de 2008-, China apunta a conseguir legitimación interna, una forma de demostrar a sus propios habitantes que una nación que históricamente dominó la astronomía y ahora es vista como la fábrica del mundo ofrece una alternativa al liderazgo espacial estadounidense.
“China está siguiendo sus propias motivaciones e intereses en lugar de impulsar su programa en competencia con nadie más”, dice John Logsdon, fundador del Instituto de Política Espacial de la Universidad George Washington.
Su programa espacial encaja en su narrativa nacionalista. En contraste con los nombres de la era de la revolución -como los cohete “Larga marcha” o el satélite “El este es rojo 1”- los nombres de las naves, estaciones espaciales, orbitadores y robots actuales refieren a los días gloriosos de la civilización tradicional china, cuya cultura y valores constituyen la base de la China contemporánea. El nombre Shenzhou de las cápsulas significa “nave divina”; la estación Tiangong, “Palacio celestial”; el módulo Tianhe, “Armonía de los Cielos”; el nombre de la misión a Marte Tianwen quiere decir “preguntas al cielo” -y proviene del poema de Qu Yuan del siglo IV a.C.- y el rover se llama “Zhurong” en honor a una figura mitológica asociada con el fuego y la luz.
China se ha movido a un ritmo sostenido y, además de ocupar posiciones en la órbita terrestre, ha avanzado más allá de lo que muchas naciones supusieron que podría algún día hacer: el Proyecto Chang’e -nombrado por la diosa china de la Luna- es crucial para la geopolítica espacial del país asiático. Desde 2007, se han enviado al satélite cinco misiones y más allá. El 13 de diciembre de 2012 China se convirtió oficialmente en una potencia espacial interplanetaria cuando su sonda Chang’e 2 sobrevoló el asteroide 4179 Toutatis, dos años después de completar su misión original de cartografiar toda la superficie lunar.
Recién en 2013, la bandera china flameó en la soledad de Luna cuando el rover Yutu (o “Conejo de jade” de la misión Chang’e 3) empezó a dejar sus huellas en una vasta llanura conocida como Mare Imbrium. Le siguió en 2019 la misión Chang’e 4 que se la recordará por dos hitos: haber realizado el primer aterrizaje suave de la humanidad en el lado oculto de la Luna y haber transportado una planta para evaluar cómo crecen y se desarrollan en el entorno lunar alienígena. El robot Yutu-2 sigue aún activo.
De todas ellas, la misión Chang’e 5 fue hasta ahora la más ambiciosa: luego de aterrizar el 1 de diciembre de 2020, recolectó 1731 gramos de muestras lunares que regresaron a la Tierra en diciembre. “El gobierno chino está listo para compartir las muestras lunares, incluidos los datos relevantes, con todas las instituciones afines de otros países”, dijo Wu Yanhua, subdirector de la Administración Nacional del Espacio de China. Incluso, indicó, con instituciones estadounidenses. Aunque la política espacial de Estados Unidos podría impedir que eso suceda.
La rivalidad en materia espacial entre Estados Unidos y China se acrecentó durante la administración Trump. El vicepresidente Mike Pence llegó a clasificar al país de amenaza económica, tecnológica y militar, en especial por su ambición de convertirse en la nación espacial más importante del mundo. El ascendente programa chino, de hecho, fue citado como una de las razones de la formación en 2019 de la United States Space Force, una rama de las Fuerzas Armadas estadounidenses.
Estados Unidos se niega a cooperar con China en materia espacial desde hace más de una década. Es consecuencia de lo que se conoce como la “Enmienda Wolf”, una ley aprobada por el Congreso norteamericano en 2011 que prohíbe a la NASA utilizar fondos del gobierno para colaborar de cualquier manera -por ejemplo, compartir información- con el gobierno chino.
Promulgada originalmente como sanción por su política en derechos humanos, con los años ha demostrado ser un obstáculo para los proyectos espaciales bilaterales: es, de hecho, la razón por la cual ningún taikonauta ha visitado la Estación Espacial Internacional.
La paranoia impulsada por esta enmienda propuesta por el republicano Frank Wolf llevó a que se le negasen credenciales a periodistas chinos para cubrir los lanzamientos de transbordadores espaciales en 2011.
La paranoia en Estados Unidos llevó a que se le negasen credenciales a periodistas chinos para cubrir los lanzamientos de transbordadores espaciales en 2011.
Lejos de lo que se pensaba originalmente, la Enmienda Wolf no ha frenado ni disuadido a China en materia espacial sino que ha hecho todo lo contrario. “Nuestra política de excluir a China de los vuelos espaciales tripulados y las misiones de exploración a la Luna y más allá no ha frenado su ascenso como potencia espacial”, dijo Todd Harrison, director del Proyecto de Seguridad Aeroespacial en el Centro de Estudios Estratégicos e Internacionales. “Peor aún, puede crear un incentivo para que China cree una coalición alternativa para la exploración espacial que podría socavar nuestro papel de liderazgo tradicional en este campo”.
Es lo que se avecina. La Estación Espacial Internacional (ISS) está programada para jubilarse entre 2024 y 2028 por lo que la estación china bien podría dentro de no mucho convertirse en la única colonia humana en el espacio exterior. Otros países que deseen continuar a largo plazo en órbita terrestre podrían verse atraídos a asociarse con China o con su creciente industria espacial privada que ha crecido exponencialmente en los últimos cinco años.
Se sabe que Rusia, actual miembro de la ISS, no participará en el orbitador lunar Gateway de la NASA. Argentina, de hecho, por medio de la CONAE es socia Internacional del Proyecto de Exploración Lunar Chang’e-5, además de colaborar con la Estación de Espacio Lejano ubicada en Neuquén..
En marzo de este año, la CNSA y Roscosmos (la agencia rusa) firmaron un memorando de entendimiento para construir juntos en el polo sur de la Luna la Estación Internacional de Investigación Lunar (ILRS) en la década de 2030. Este miércoles en San Petersburgo revelaron una hoja de ruta para su construcción: hasta 2025, las misiones chinas Chang'e-4, -6 y -7 y Luna 25, 26 y 27 de Rusia recopilarán datos. La fase de construcción será entre 2026 y 2035 con las misiones Chang'e-8 y Luna 28. La fase final de “utilización” está prevista para 2036 con el inicio de los aterrizajes tripulados. La ubicación de la estación aún no se ha decidido. Los posibles destinos señalados en la presentación fueron el cráter Aristarchus y Marius Hills y el cráter Amundsen cerca del polo sur.
Ante el avance de esta alianza, los principales asesores del presidente estadounidense Joe Biden han argumentado que es importante cooperar con China en la exploración espacial, incluso cuando la administración entrante trata a Beijing como su principal competidor económico y militar en prácticamente todos los demás ámbitos.
Para que eso suceda, la Enmienda Wolf tendría que ser derogada. Estados Unidos y China también podrían discutir esfuerzos conjuntos para reducir la basura espacial y la NASA podría invitar a la CNSA a firmar los “Acuerdos Artemisa”, un primer intento de organizar una exploración y explotación sostenida y pacífica de la Luna con fines comerciales.
Mientras se espera o sueña que eso alguna vez suceda, China exhibe al mundo su poderío con las fotos provenientes de Marte. Pero también con sus planes para las próximas décadas: un telescopio espacial acoplable con su estación -a veces llamado Xuntian o “Crucero celestial”; la misión ZhengHe que recolectará muestras del pequeño asteroide Kamo'oalewa y luego buscará orbitar el cometa Elst–Pizarro; y una misión de retorno de muestras a Marte para 2030.
Pero China no quiere detenerse ahí. Apunta al espacio profundo. Desea tener su versión de las sondas gemelas Voyager: por ahora son conocidas como IHP (Interstellar Heliosphere Probe). Como reveló Wu Weiren, diseñador en jefe del proyecto de exploración lunar de China, una sonda sobrevolaría Júpiter en 2029 antes de dirigirse a la heliosfera, la región creada por el viento solar alrededor de nuestro Sol que nos separa del espacio interestelar mientras el sistema solar viaja a través de la Vía Láctea. La segunda nave pasaría cerca de Júpiter en 2033 y de Neptuno y su luna, Tritón, en 2038 y cerca de algún objeto del Cinturón de Kuiper en el camino para luego dirigirse a la “pared de hidrógeno”, en el límite del sistema solar y el espacio interestelar.
Con los últimos avances de este país en cuenta, ya no suena descabellado pensar que las primeras palabras dichas en Marte podrían fácilmente ser en mandarín. Como dice la investigadora Molly Silk del Instituto de Investigación de Innovación de Manchester, China no solo ya ha alcanzado a Rusia. También desafía el monopolio de la cultura espacial global mantenido por la NASA desde hace décadas.
Con los últimos avances de este país en cuenta, ya no suena descabellado pensar que las primeras palabras dichas en Marte podrían fácilmente ser en mandarín.
Y en paralelo, acelera su conquista de la imaginación popular: los principales autores actuales de ciencia ficción -la literatura preferida de ingenieros y científicos- son chinos como Cixin Liu (autor de la saga El Problema de los Tres Cuerpos), Baoshu (La redención del tiempo) y autores como Lo Yi-chin, Dung Kai-cheung, Han Song, Chen Qiufan cuya obra se ha recopilado en The Reincarnated Giant: An Anthology of Twenty-First-Century Chinese Science Fiction y Invisible Planets: Contemporary Chinese Science Fiction in Translation de Ken Liu.
Además de inflar sueños espaciales, este género ayuda a naturalizar la idea de China como actor interplanetario clave, de la misma manera que la NASA ha explotado la idea del espacio como la “nueva frontera” para desplegar su narrativa colonialista.
El avance rojo incluso esto se aprecia también en Hollywood. De hecho, es la agencia china la que salva a la NASA y al astronauta estadounidense Mark Watney (Matt Damon) varado en Marte en la película The Martian (2015).
Al menos en la ficción, China ya ganó.
FK
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