Lo más bajo

Ironías del destino: después de años de escuchar hablar a varones temblorosos sobre el flagelo de las denuncias falsas, la primera denuncia auténticamente insostenible (sin pruebas, sin nombres; sin siquiera el testimonio de algún supuesto damnificado) que parece guiada no por ningún malentendido sino por la intención auténtica de arruinarle la vida a alguien se dirige contra una mujer trans.
No suelo usar esta columna para hablar de chimentos, ni siquiera cuando se supone que son una buena excusa para poner sobre el tapete algún tema interesante. Esa idea de que puede haber algo disruptivo en tomar “lo más bajo” de la cultura (que en el caso de la industria del chimento y los mafiosos que la manejan, no precisa comillas) y analizarlo con buenas herramientas intelectuales ya se ha vuelto demasiado vieja: hay demasiado poco espacio para la cultura en los medios hoy como para gastarse si quiera una línea en basura. No pensaba hacerlo tampoco esta vez, pero me convenció la columna excelente del crítico cultural Rodrigo Cañete: tiene razón Cañete en suponer que esta falsa denuncia de Viviana Canosa contra Lizy Tagliani, aunque pueda estar motivada por cuestiones personales, aparece en un contexto en el que Canosa se sabe protegida (podemos suponer, en términos bastante explícitos: de otro modo, el juicio por daños al que se expondría tendría que dejarla absolutamente desplumada). Tiene razón Cañete, también, en vincular el ataque a Tagliani con otros ataques contra mujeres trans en Gran Bretaña y Estados Unidos. Y entonces sí, no se trata solo de chimentos de poca monta y gente que no se merece ni el aire que gastamos en nombrarla.

Las personas trans, y quizás sobre todo las mujeres, son un objetivo profundamente fácil, y hace bastante que los conservadores lo saben. Por razones de inserción social, pero también meramente de estadística, mucha gente no ha conversado jamás con una mujer trans; sin embargo, tienen asociadas a ellas muchísimas representaciones vinculadas a una sexualidad supuestamente degenerada. Para algunas mujeres obsesionadas con excluirlas de la categoría “mujer” (y este es un fenómeno relativamente nuevo, tal vez), las mujeres trans funcionan como los inmigrantes que vienen al país a robarse el trabajo: vienen a robarnos a nuestros maridos con sus performance de femineidad mejores que las nuestras. Lo escribí hace unas líneas: poca gente siente que las mujeres trans son sus amigas, sus hermanas, sus colegas, sus novias. Ese razonamiento por la cercanía que podía convencer a alguien de empatizar con una mujer que había abortado o incluso con una persona queer se enfrenta con un conjunto vacío cuando se trata de las mujeres trans. Para mucha gente las mujeres trans son un concepto, un estereotipo o un juguete para discutir: discutir en qué torneo deportivo tienen que jugar, si corresponde o no que ocupen un cupo femenino o a qué edad deberían tener permitido transicionar. No digo que estos debates sean insensatos, ni que deban estar prohibidos; solo quiero llamar la atención sobre el hecho de que mucha gente que pasa gran parte de su tiempo en internet debatiendo ese tipo de cosas jamás ha hablado con una mujer trans en la vida real. Es más fácil, entonces, que las traten como abstracciones que como personas. Es más gratuito, también, meterse con ellas: es muy poca la gente dispuesta a saltar a defenderlas, mucha menos que para otros colectivos.
Lizy Tagliani es una de las figuras que vienen a romper con eso: una mujer trans a la que quiere y conoce mucha gente que nunca en su vida saludó en una reunión a una persona trans. Puede que, por eso mismo, este ataque que quiso ejercer contra ella Viviana Canosa esté destinado a fracasar. Ya ha causado, sin embargo, mucho daño: un daño reputacional, por supuesto, ese contra el que alertaban todos los varones preocupados por las denuncias falsas cuando pensaron que les iba a tocar a ellos, y un daño muy inmediato y concreto, vinculado a un trámite de adopción que Tagliani tenía ya casi resuelto y ahora se ve (ojalá solamente) demorado. Vuelvo a la ironía, entonces: a diferencia de lo que sucede con un varón heterocis, esos que incluso ante denuncias fundadas pueden salir airosos mostrándose con sus esposas como respetables hombres de familia, Tagliani se enfrenta en cambio al peor caso. Ya solo por ser quien es empieza bajo sospecha. Si algo puede tener este caso de interesante, entonces, es mostrar (ojalá) lo cortas que son las patas de una denuncia auténticamente falsa incluso en la peor de las circunstancias.
Lo demás, por supuesto, no tiene nada de interesante ni de novedoso: los sujetos subalternos que no tienen quién los defienda sirven para unir a gente en el odio desde tiempos inmemoriales. Las cosas han cambiado, pero no tanto. No creo que Tagliani quede dañada para siempre; sí creo que Canosa no enfrentará ninguna consecuencia, y eso debería ser suficiente para que sintamos una vergüenza profunda por lo gratis que sigue siendo en nuestra época el daño del opresor al oprimido.
TT/MF
5