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ENSAYO GENERAL

La próxima generación

El actor debutante Owen Cooper, como Jamie, en "Adolescencia".
30 de marzo de 2025 00:33 h

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Tengo la sensación de que pocas veces sucede que la serie que trata “el tema de la época” y se vuelve fenómeno de redes sea, a la vez, una obra de arte en el sentido más clásico: que tenga una búsqueda formal interesante, una atención al detalle, un intento de sutileza. No suele pasar, pero sí sucede con Adolescencia (Adolescence, en inglés), la serie de la que todo el mundo estuvo hablando estas semanas: un producto británico sin estrellas de Hollywood, lejos de los presupuestos astronómicos que suelen demandar las apuestas más grandes de las plataformas.

Se agradece, en la era del contenido, una propuesta estética simple pero a la vez robusta: la solidez de Adolescencia viene, sobre todo, en lo preciso y lleno de capas de sus actuaciones, en la insistencia casi agobiante en el recurso del plano secuencia (que subraya el hiperrealismo hasta el punto de la claustrofobia: una quisiera ver un corte que le recordara que está viendo una película, que no es la vida real) y en la sobria solidez de su guion, hecho con diálogos naturales, estructuras sencillas y muy pocos golpes de efecto. 

Dicho todo esto que me maravilló, tuve también una incomodidad central con la serie: no diría que es ni una falla ni un problema. Más bien, creo que Adolescencia es una serie excelente cuya tesis central yo sencillamente no comparto. para quienes no la hayan visto ni oído nombrar, la miniserie creada por Jack Thorne y Stephen Graham y dirigida por Philip Barantini cuenta la historia de Jamie (el debutante y revelación absoluta Owen Cooper), un chico de trece años que en el primer episodio es acusado con pruebas contundentes de matar a una compañera de clase.

Lo que sigue es el proceso por el cual la policía intenta verificar su culpabilidad en la escena de crimen y hablando con sus compañeros de escuela, la detención de Jamie, las pericias psicológicas por las que debe pasar y las consecuencias devastadoras para su familia. A lo largo de este proceso, los protagonistas adultos de la serie (el policía que investiga a Jamie y tiene un hijo en el mismo colegio que él, la psicóloga que lo analiza, los padres de Jamie) van descubriendo un universo insospechado de consumos online que aparentemente serían masivos entre los chicos de esa edad: la regla del 80/20 según la cual el 80 por ciento de las mujeres solo quieren estar con el 20 por ciento de los hombres, lo que deja al restante 80 por ciento de los hombres en una situación completamente desesperada de la que culpan a las mujeres; el concepto de incel, que ahora que el mainstream lo ha descubierto nos va a quemar la cabeza en todos los noticieros 24-7 (como si no siguiera siendo más común que sencillamente te mate tu ex marido); y muchos otros vericuetos más de eso que en inglés se llama la manosphere, el internet donde los machista se ceban entre ellos, y que vi recientemente muy bien traducido como machósfera.

Lo que me complicó de la serie no fue el retrato de los chicos, en el que se detiene poco: tenemos muy pocas escenas de chicos hablando sin adultos, y no conocemos en profundidad a ninguno de ellos (ni siquiera a Jamie, de hecho: siempre lo vemos a través de lo poco que los adultos entienden de él, lo poco que él elige mostrarles). Lo que me incomodó fue, sobre todo, fue la imagen que arma la serie del mundo adulto.

Hay una especie de complacencia, como si la serie nos quisiera afirmar (a nosotros, sus espectadores, los adultos) que no hicimos nada malo, que hacemos lo mejor que podemos, que todos tenemos las mejores intenciones y, sin embargo, la tragedia es inescapable e inevitable. Yo supongo que hay un nivel en el que eso es cierto; y, sin embargo, quizás me parece un poco mucho que casi no veamos a ningún adulto (ni a un padre, ni a una psicóloga, ni siquiera a un policía o a un guardiacárceles) gritar ni insultar a lo largo de estos cuatro episodios. Incluso los mejores padres están más desbordados que eso.

Me pareció particularmente adultocéntrica, también, la idea de que los chicos están todos adictos a los teléfonos y los padres son como personas de 1970 que no tienen idea de lo que pasa “en internet”. Si los cálculos no me fallan, la amplia mayoría de los padres de los chicos de trece años hoy tienen entre cuarenta y cincuenta años, aproximadamente, y nacieron mayormente en la década del ochenta o a fines de los setenta; conozco a esos adultos, y en todas las clases sociales son tan adictos a los celulares como sus hijos.

Son adultos modelados a partir de nuestros padres, no de los padres que estamos siendo nosotros. Es cierto que no consumimos lo mismo que los chicos, pero no sé cuántos adultos hoy no saben que existe la violencia en internet: de hecho, los que les bajan a los chicos esos discursos sexistas son personas como Donald Trump, Elon Musk, Andrew Tate, Jordan Peterson o Agustín Laje, todos bastante lejos ya de la adolescencia. Me parece que es dramáticamente interesante la idea de que, aunque tus adultos a cargo no sean ni gritones ni violentos ni terriblemente negligentes podés terminar cometiendo delitos terribles; también es probable que sea cierta.

Lo que no me parece tan cierto o probable es que nosotros, los adultos, seamos tan buenos: gritamos, somos adictos al celular nosotros también y quizás nos ocupamos mucho menos de lo que deberíamos de disciplinar ciertas derivas. Es verdad que los padres de Jamie en algún momento lo reconocen, en la serie, que “podrían haber hecho las cosas mejor”, pero en un tono y en un momento que invita al espectador a pensar “no te tortures, todo esto es inmanejable, todos hacemos lo mejor que podemos”. No sé; a mí creo que me incomodó lo poco que me incomodó, lo poco que me criticaba la serie (como adulto, como docente, como persona que, tenga o no tenga hijos, tiene responsabilidades en esta empresa colectiva que es tratar de sacar a flote a la próxima generación).

Creo que igual hay algo interesante en el tratamiento que hace la serie de la brecha generacional; siempre existió esa brecha, los padres nunca se entendieron con los hijos, y la pregunta importante para hacernos hoy es si esta brecha ha cambiado, si la incomprensión mutua que sentimos es la misma de siempre o si la adolescencia actual es radicalmente diferente de la de adolescencia de las décadas anteriores.

Creo que la serie responde a esto último que sí, y que en eso tiene razón, mal que les pese a los padres optimistas que siempre quieren creer que sus pibes van a estar bien. Que efectivamente hay algo radicalmente distinto en crecer con un celular en la mano, con un aparato que te hace creer que podés divertirte solo en tu casa y aprender solo en tu casa, que no te perdés de ninguna lección importante si evitás juntarte con otra gente cara a cara; y que quizás los adultos tendremos que ser mucho mejores de lo que somos, mucho mejor de lo mejor que podamos, para pensar qué diablos hacer con eso. 

TT/MF

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