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ENSAYO GENERAL

Con un pie afuera del mundo

Fragmento de la tapa de Las correcciones, de Jonathan Franzen.
23 de marzo de 2025 00:35 h

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Me pregunto si pienso en la vejez más o menos que otras personas de mi edad (flamantes treinta y seis, ni tan cerca ni tan lejos). A veces creo que menos, porque no tengo un gramo de hipocondría. No me obsesiona tanto la idea de enfermarme y morirme. Y a veces creo que más, porque sí me obsesiona la pregunta de cómo pagaré mi vejez. Calculo que porque vi a mi mamá haciéndose cargo prácticamente sola de la vejez de sus dos padres. Vi lo que costaba el geriátrico de mi abuelo y las cuidadoras de mi abuela; vi que la asistencia del Estado es prácticamente nula, que a menos que tus padres tengan la inmensa suerte genética de Mirtha Legrand hay que poner cantidades siderales de dinero para garantizarles una vida ni siquiera buena, ni siquiera lujosa, apenas digna. No sé si fue cumplir años, las marchas de los jubilados o algún interés oculto todavía a mi conciencia, pero hace una semana empecé a leer una novela por la que nunca había logrado interesarme, Las correcciones, de Jonathan Franzen, y desde entonces no la puedo soltar.

Las correcciones empieza con unas páginas que la primera vez que intenté leerlas, hace diez o quince años, me resultaron insoportablemente densas. Estamos con Enid y Alfred, los dos padres de la familia que protagoniza la novela, que ya están en sus setenta y largos. Franzen dedica, entonces, el principio de la novela a una larga descripción de la relación que Enid y Alfred tienen en el presente, siendo viejos, con la casa que habitan: las sillas en las que se sientan y aquellas en las que ya no se pueden sentar porque no se podrían levantar; los estantes que se han vuelto inaccesibles, las escaleras que ya no se atreven a intentar subir; los problemas prácticos y burocráticos que Alfred ya no puede resolver sin Enid, y viceversa. De más chica todo este pasaje me pareció gris y aburridísimo, y ahí quedó la novela, esperando al momento en que me sedujera la historia de terror de ver a tu hogar e incluso a tu propia vida convertida en una trampa mortal.

A medida que avanza la novela, Franzen se va metiendo con la experiencia de la vejez desde un lugar que me resultó profundamente novedoso: por un lado, a través de los hijos (Chip, Denise y Gary) vamos viendo lo molesto de la vejez. Los vemos escuchar a sus padres con paciencia, soportar sus olvidos y sus repeticiones, que los sigan retando y tratando como chicos, que sigan dando consejos sobre sus vidas y sus profesiones como si ellos siempre supieran más que sus hijos, aunque ahora los necesiten más de los que ellos los necesitan.

Podemos odiar a Enid cuando dice que su hijo, un profesor de literatura de cuarenta años, debería volver a la facultad y convertirse en abogado, o cuando se pelea con su hija que está tratando de ayudarla solo porque no le festeja el relato de una boda en su ciudad natal. Podemos odiar a Alfred cuando trata a su esposa como a una vieja desconectada, siendo que esa misma vieja desconectada es la que se ocupa todos los días de su salud en declive.

Pero en la misma novela, podemos sentir la angustia de Enid y Alfred: podemos entender que ellos fueron jóvenes y saben perfectamente que ahora están con un pie afuera del mundo, que hay demasiadas cosas que no entienden, que ven perfectamente el desprecio de sus hijos y lo sufren, y que si los juzgan y los retan todo el día es porque es la única manera que en su inconsciente encuentran para afirmar todavía alguna suerte de anclaje en la adultez funcional.

Esa posibilidad de criticar las vidas de sus hijos desde un pedestal es la forma desesperada que hallan de no sentirse niños, no sentirse inválidos, no sentirse una carga. Cuando pienso en lo que más me preocupa de la vejez, entonces, es cierto que lo primero son, cabeza a cabeza, la salud y la plata. Pero lo segundo es esa sensación de dejar de ser parte de la sociedad, de que traten como una persona que no entiende nada del mundo, no sabe hacer ningún trámite ni resolver ningún problema. O peor, sentir que no solo te tratan así, sino que efectivamente es así, sentir que una no entiende nada, no puede ocuparse sola de nada y necesita ayuda para todo.

Pero lo más interesante, creo, es que la novela da un paso más: sobre todo cuando entra en la psiquis de Chip, el protagonista, un profesor que acaba de perder su carrera por una denuncia (fundada) de acoso sexual a una estudiante. Al seguir el derrotero de Chip Franzen parece dar cuenta de que esa sensación de que el mundo lo están dirigiendo “otros” y uno siempre está con un pie afuera va más allá de la edad. Pensé en cosa sobre la vejez, una ambivalencia muy extraña de nuestra época (que no es la de la novela de Franzen, publicada en 2001): por un lado, todo el mundo parece querer ser joven.

Cuando yo era chica los adultos no morían por Britney Spears o los Backstreet Boys; tenían sus propios consumos y no les parecían más cool los nuestros. Hoy la sensación es que la gente de treinta, cuarenta y cincuenta años quiere ir a los mismos festivales que sus hijos; no está ni bien ni mal, pero el dominio que los consumos juveniles tienen sobre la agenda es un hecho consumado. Y, al mismo tiempo, los boomers (los mayores de sesenta) concentran la riqueza de una manera nunca vista; los que hoy tenemos treinta y pico somos, en general, objetivamente mucho más pobres que nuestros padres a esa misma edad. Mucha gente de treinta o de cuarenta tiene puestos junior, porque los que debería ocupar no se liberan. Es como si la hegemonía cultural de la juventud conviviera con la hegemonía económica de la adultez.

Lo interesante, reitero, es que Las correcciones habla de un mundo diferente; Chip, de hecho, sabe que su país y el mundo en general está viviendo un momento de crecimiento económico espectacular, que si tuviera dos mangos y dos neuronas como tienen muchos de sus amigos se estaría haciendo rico, y se siente un idiota por estar desaprovechándolo siendo un fracasado. Me pasó con Las correcciones lo mismo que me pasa con todas las grandes obras maestras de la novela realista: al decir una verdad muy específica sobre su propia época y su propio contexto, logran también dejar al desnudo lo que trasciende a esa época y ese lugar. En este caso, ese sentimiento universal, viejo o joven, de estar perdiéndose una fiesta que todos los demás están gozando. 

TT/MF

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