Hace poco una amiga me contó una anécdota horrenda. Después de escribir una nota sobre un tema que se metía de lleno en la grieta, empezó a recibir una avalancha indomable de odio en las redes. Entre todos esos mensajes –de los que leyó solo algunos– un tipo de mensaje todavía la perturbaba unos años después: en Twitter, le pusieron fotos de ella con su hijo, con mensajes intimidatorios.
Las fotos, lógicamente, las habían sacado de alguna de sus redes sociales en donde muchas personas compartimos información personal de manera voluntaria y entusiasta. A diferencia de las narrativas distópicas de cómo las plataformas nos roban datos personales y trackean nuestra respiración gracias a términos y condiciones abusivos, acá no hay coerción ni secretos, sino un deseo indudablemente contemporáneo que nos lleva a hacer pública nuestra intimidad, como retrató hace más de una década Paula Sibilia, entre otros, en un libro a esta altura clásico: La intimidad como espectáculo.
Cuando tenemos hijos chicos, muchos los mostramos conociendo y a la vez menospreciando los riesgos. O desconciéndolos, hasta que alguna anécdota o hecho perturbador y disruptivo nos paraliza, nos hace replantearnos nuestro vínculo con la tecnología para después, probablemente, volver a usarla como antes al cabo de unos días.
La que imaginó consecuencias tajantes del sharenting como decisión maternal fue la escritora Delphine de Vigan. En su novela Los reyes de la casa, una mamá de dos hijos vive monetizando su canal de YouTube en el que su hija es protagonista absoluta y preguntando en Instagram encuestas a sus seguidores hasta que la nena desaparece por completo. A raíz de este caso policial, la novela va develando una trama de pantallas e indicios constantes sobre aspectos ciertamente privados que dejamos ver en las redes sociales. También, distintas miradas de distintas instituciones sobre los potenciales riesgos.
La decisión de publicar información preciada sobre nuestra vida privada se parece cada vez menos a eso, a una decisión: más bien, la vida en el entorno digital (como lo llaman Pablo Boczkowski y Eugenia Mitchelstein) es una vida siempre online, con entradas y salidas tan fluídas que son imperceptibles y ni se inmutan ante un tick automático en el cuadrado de términos y condiciones. Incluso, tampoco se detienen demasiado en formularios físicos en el que diversas instituciones, entre ellas los colegios, piden autorización para disponer de las imágenes de nuestros hijos, que de golpe son protagonistas de las cuentas de redes sociales que promocionan esos colegios gracias a sus alumnos felices.
No es un tema de culpabilizar a los adultos sino más bien parece un signo de los tiempos el no saber del todo qué hacer con eso, cómo domar el impulso que nos facilita volvernos públicos, como dice Boris Groys, con los reparos que eso nos genera tanto cuando se trata de nuestra propia actividad como de la de personas que tenemos circunstancialmente a cargo, como nuestros hijos.
En una nota muy sensata en el New Yorker sobre un nuevo libro a propósito del tema, Hua Hsu interpretó el fenómeno con mayor complejidad: obvio que hay una cuota de querer mostrar a tus hijos con su mejor luz e ir diseñando una maternidad o paternidad agradable y divertida, solo compuesta de esos momentos que sí se pueden fotografiar. Pero no hace falta ser condescendiente para subrayar el aspecto social de las redes sociales: “El aislamiento de la paternidad te lleva a lugares extraños, especialmente al principio, y necesitas a tu tribu. Compartir imágenes o historias en las redes sociales hace que la experiencia sea soportable, conectando a uno con un mundo más grande en un momento en que parece que las escalas y los contornos de la vida se están reduciendo”.
Además de un placer por ser parte de una conversación en momentos de soledad y exigencias múltiples, ese aspecto íntimo en la pulsión de compartir es también parte de la complejidad de nuestra era, a menos que queramos seguir abonando a los relatos de pánico moral sobre las redes sociales que nos manipulan con los datos que nos extraen sin nuestro permiso o conocimiento o aprovechándose de la necesidad de manutención como la pobre madre de la novela: la verdad es que hay muchos datos, bastante íntimos, que les damos simplemente porque queremos, porque nos gusta que otras madres o padres nos respondan y estén al tanto.
Carolina Martinez Elebi es Licenciada en Comunicación e investiga el cruce entre derechos humanos y tecnología. Su perspectiva desde los derechos del niño es crucial para combinar el foco del que comparte con el que es compartido sin su consentimiento. Por un lado, señala los potenciales conflictos: “En primer lugar tiene que ver con entender que desde que una persona nace tiene derechos, que un niño no es alguien que nos pertenece y por lo tanto por el hecho de ser sus tutores tenemos la libertad de autorizar la publicación de su imagen. Se trata de entender que desde que nace tiene derecho a la intimidad, a estar en un entorno seguro, contenido, a comprender su propia línea histórica: eso que hoy es el puro presente se convierte en un registro que va a quedar como una huella digital para siempre disponible en la red”. También, señala que hay mejores y peores prácticas: la publicación de niños desnudos en situaciones íntimas (por ejemplo aprendiendo a usar una pelela) o en redes sociales que mantienen la imagen a la vista (a diferencia de las historia de Instagram, por ejemplo) no solamente constituyen un potencial avasallamiento mayor sino que también aumentan el riesgo de que las imágenes sean tomadas en sitios de pornografía infantil o sufrir otros peligros en la red y en el mundo offline. Pero a la vez, reconoce que el compartir es algo inherente al ser humano, aunque la inclusión de los algoritmos haga más específica la problemática en la era del like, el comentario y la satisfacción que brinda la interacción online: “Antes había gente que tenía fotos de sus hijos en la billetera. Al tener ahora la posibilidad por una disponibilidad tecnológica de no solo poder mostrar una foto estática sino poder mostrarlo en diversos momentos, los hacemos, también en parte para ponernos en el centro de la escena, como dice Sibilia. Pero además, en pos de conseguir la aprobación ajena, la temática de los niños es muy ponderada por los algoritmos”. Se genera entonces una interacción que termina siendo muy satisfactoria para esos padres y madres devenidos usuarios, y borra o minimiza preguntas realmente complejas: ¿es justo crearles a los niños una persona digital antes de que ellos decidan hacerlo?¿Cuáles son los riesgos presente y futuros de hacerlo, en términos tanto de seguridad offline como también de los que implica involucrarlos en el “capitalismo de la vigilancia”?
El marco regulatorio plantea diversos derechos del niño reconocidos en convenciones internacionales. Pero hay una regulación específica para esta era que está siendo discutida en distintos países. En Francia, por ejemplo, en donde transcurre la novela de De Vigan, los hijos podrían demandar a los padres por compartir su imagen en redes.
La abogada, fotógrafa y madre Stacey Steinberg tiene tres profesiones que, cruzadas, dan en el clavo de la problemática pensada como un tema de derechos. Ella, como cuenta en esta charla y como desarrolla en su libro Grow-Up Shared, investiga el cruce entre el derecho a la privacidad de los niños y el derecho de los padres a compartir sus imágenes. Entre otras cosas, cree que hay que mejorar la información de los padres a la hora de subir información pero también de los reguladores y diseñadores de políticas públicas para aprender a proteger mejor la data incluso cuando las familias deciden compartirla. En ese sentido, pone el ojo en otros actores del ecosistema digital y no solo en los padres. Pero además, propone preguntarles a los chicos si quieren que compartamos sus imágenes antes de hacerlo, incluso aunque sean chicos, para que vayan aprendiendo que es un tema en el que necesitamos consentimiento del otro involucrado. Todas las reflexiones de esta abogada valen la pena. También una que habla de esa pulsión por mostrarles a los chicos las fotos que les acabamos de sacar. Steinberg comparte evidencia que muestra que ver una foto apenas fue tomada altera el recuerdo sobre ese momento: “Mientras estamos constantemente documentando la niñez, estamos también reescribiendo la niñez”. Pensando en términos de derechos, se pregunta si no es aquí donde debería jugar el famoso derecho al olvido para cuando esos otrora adorables bebitos tengan edad suficiente para decidir borrar su huella digital.
Aunque pueda presentarse con un tono más o menos resuelto sobre lo que está bien y lo que está mal (y lo que está decididamente mal), todo indica que el sharenting se está convirtiendo en un dilema más que pesa en la cultura contemporánea de la crianza, en donde se combinan discursos culpabilizadores con preguntas abiertas por parte de los adultos y de los niños, mediados como nunca por pantallas en red.
NS/MG
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