Hacer silencio
Hablar de un tema, “elegirlo”, disponerse a escribir sobre él, enredarnos en una actualidad de terceros, intervenir en política o en literatura: ¿para qué? ¿Qué de lo propio podría desembocar en esa obligación? Ningún tema es nuestro, salvo aquel sobre el que hacemos silencio.
¿Hablar otra vez de Milei, de Canosa, de Putin, de Mbappé? Me parece mejor hablar de ese silencio, de su necesidad y su salubridad, incluso de la conveniencia de utilizarlo para vivir. Imagino su empleo en condiciones de máxima eficacia, a saber: dos personas dejan de hablarse por alguna razón. Ese es el cuadro, el teatro, la novela que se inscribe en la vida. No nos interesan las causas de ese hecho, por graves o superfluas que hayan sido. En cualquier caso, las consideraremos simplemente humanas, sin acudir al auxilio de la razón para enjuiciarlas, dado que, como habrán de saber los racionalistas, los alcances de su potencia llegan hasta ahí, no más.
El segundo momento del cuadro podría perfilarse naturalmente hacia el restablecimiento de lo que se había suspendido. Las personas que han dejado de hablarse, vuelven a verse para hablar. ¿Por qué? ¿Por qué hay que hablar siempre? Porque hay una tendencia a reconocerle la delegación de una eficacia que no tiene. ¿O acaso se puede explicar un acto? El lenguaje es un problema sin solución que Wittgenstein, el último filósofo, planteó entre la angustia y la despreocupación, máximo estado de la inteligencia. Por lo que luego de atravesar un bosque de sombras en su Diario filosófico, exclamó: “¡Vive feliz!”. Un rey de la autoayuda no lo hubiese dicho mejor.
Si yo fuese el asesor sentimental de esas personas que han dejado de hablarse para volver a hacerlo exactamente a partir del mismo punto en que suspendieron la conversación, en los mismos términos y del mismo tema, les diría: “¡Stop! ¡Trancas!”. Luego les recomendaría (por deformación novelística doy por sentado que son dos enamorados) que se reúnan, por supuesto, si es que el deseo común los atrae, pero con el compromiso de no hablar, de no decir una sola palabra. Mi consejo: que se reúnan como los animales que son, desentendiéndose de que alguna vez aprendieron a hablar un idioma que no es ni será nunca de ellos, y en el que cristalizan ideas con las que pueden acordar, pero tampoco son de ellos. Que se miren y se toquen y se huelan como bestias, libres del karma de ponerle a cada cosa la palabra adquirida, y que vean si allí, en las profundidades de ese silencio, son capaces de realizar declaraciones sin antecedentes. Pero no, lo más probable es que uno o los dos digan: “Tenemos que hablar”, para entregar su suerte a la Escuela de la Discusión.
Si acá entró Wittgenstein, pues que también entre Becket, que en Malone muere, dice esto: “Porque cuando tenemos al alcance de la mano el único amor compartido de una vida desmedida, es natural que uno quiera aprovecharlo, mientras todavía haya tiempo, y que no se deje distraer por los pruritos que están bien para los tibios, pero de los que se burla el amor, si es verdadero”. La palabra que quisiera subrayar es “pruritos”, que son los frutos del lenguaje dados por fuerza mórbidas.
Becket es un escritor que se distinguió por haber intuido (es la intuición la clave del artista; no sus ideas ni sus formas) que el mundo con el que nos relacionamos sin pensar nunca en él, el mundo artificial disfrazado de naturaleza, es un montaje de dos piezas irreconciliables que él supo contrastar como nadie: el lenguaje y el silencio. Es sobre el vacío, sobre un núcleo de nada, que gira su verborragia. No hay un escritor más charlatán que Becket. Al lado de él, El Manco de Lepanto es mudo. Sin ese exceso, sin esa formulación monstruosa del uso del lenguaje como una experiencia de inutilidad, sabríamos poco o nada de la vida. Y lo que sabemos por él, es que le lenguaje sobra.
Cuando en El innombrable dice, al borde del pozo de la locura, “me quieren reducir a la razón”, me dan ganas de apostar todo lo que tengo a que lo que quiso decir fue: “me quieren reducir al lenguaje, a hablar, a argumentar, a convencer, a imponerme, a dominar, a entender todo… Concha de la lora. No me dejan no decir”. El regreso del silencio como materia prima de la ignorancia humana sería un gran negocio para situar la voluntad de decir en el lugar secundario que le corresponde.
El mundo como una representación de cine mudo, ¿está mal? ¿Estaría mal que las relaciones se redujesen ya no al terror de Becket, la razón, sino a todo lo que la antecede? ¿Y si nos alcanzara con tener relaciones que sólo consistieran en mirarnos a los ojos y detectar, “a la antigua”, qué hay dentro de cada uno? Abrir la boca ¿es más caro o más barato que cerrarla?
No tengo ningún interés en hablar de la época. No tengo idea de en qué consiste. Es algo que le corresponde saber a las épocas del porvenir. Pero esto es un diario y acá hay qué decir algo, así que lo que voy a dar es una recomendación sanitaria: hablemos menos, miremos más. Como un fantasma, se me aparece detrás de esta idea Sergio Chejfec, seguramente su mentor. Su despiadada salida de este mundo pequeñísimo me tiene mal. Se ha perdido su radar invalorable para comprender lo poco que se hace entender la vida. A ese poco, que el detectó por medio de complejísimas combinaciones de encuadre, velocidad y profundidad (ese talento para ver antes de hablar), tomémoslo como el único “todo” al que podemos acceder si hacemos el mayor de los silencios.
JJB
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