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Música

Adiós a Theodorakis, el compositor “revolucionario”

Theodorakis en un ensayo en la Acrópolis de Atenas en 2001

Diego Fischerman

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Un mexicano que arrastraba una pierna por un problema en su rodilla inventó la danza griega más popular –y más auténtica– de todos los tiempos. El ejemplo del coreógrafo Giorgos Provias, creando, a partir del hassapiko –y de la dificultad física de Anthony Quinn– algo nuevo que, no obstante, se convertiría en sinónimo de tradición, habría deleitado al historiador Eric Hobsbawm, autor del brillante artículo “La invención de la tradición” que introduce al libro del mismo nombre (Crítica, 2012). Pero nada sería lo mismo sin la música de Mikis Theodorakis, el hombre que murió el 2 de este mes y fue velado hasta el jueves 9 en la Catedral Metropolitana de Atenas. El mismo que Grecia encarceló y torturó tres veces por comunista. El mismo al que la izquierda vilipendió, en los 90, cuando fue ministro del gobierno del conservador partido Nueva Democracia conducido por Constandinos Mitsotakis, padre de Kiriakos, el actual primer ministro.  

Miles de personas, algunas de ellas con flores, desfilaron durante días frente a la Catedral. Y, en varios lugares, alrededor de la Torre Blanca de Thessaloniki y en la Acrópolis de Atenas entre ellos, multitudes se juntaron a cantar sus canciones y, obviamente, a remedar al viejo Zorba en las arenas de Creta. Allí fue enterrado Theodorakis, que había nacido hace 96 años en otra isla, Chios, y que, luego de sonadas rupturas y discutidos vaivenes, escribió una carta al Partido Comunista de su país (KKE) explicitando los términos de su despedida: “Ahora, ante el fin de mi vida y frente al momento de hacer un balance, los detalles se borran de mi mente y quedan las ‘grandes cuestiones’. Por lo tanto, viendo que he pasado los años más cruciales, maduros y llenos de fuerza bajo la bandera del KKE, quiero dejar el mundo como un comunista”. Fue el Partido el que anunció los detalles de la larga vigilia y su posterior entierro. 

“De un lado, siento el aliento humano, el calor popular en mis conciertos. Del otro, el desierto”, decía el músico en un diálogo con el poeta argentino Juan Gelman publicado por la revista Crisis en 1973, cuando llegó a Buenos Aires para presentar en el Luna Park Canto General, con textos de Pablo Neruda. Allí renegaba de quienes “hacen arte para las mafias y las elites”. Y, entre otras cosas, señalaba las similitudes y diferencias entre su obra y la Misa criolla, de Ariel Ramírez. “Desde el punto de vista de la finalidad es casi lo mismo que yo hago. Pero con la diferencia de que yo empleo un texto revolucionario, contemporáneo, de un gran poeta como Neruda, mientras en la Misa criolla se utiliza el Evangelio que, para mí, es la reacción. Se acabó eso. La religión de hoy es El canto general”.

Más de treinta años después, cuando en 2006 llegó a esta misma ciudad para actuar en el Coliseo, la Orquesta Popular Mikis Theodorakis, creada en 1997 y coordinada por su hija Margarita, la música fue acompañada por imágenes de Fidel Castro y el Che Guevara, a quienes Theodorakis consideraba sus amigos, y de luchas “de liberación” entre las que se incluía a soldados de Hezbollah. El concierto era patrocinado por la Embajada de Grecia, casi todos los asistentes pertenecían a la comunidad helénica de la Argentina y la actuación acabó en escándalo. O en una versión en escala de la Guerra Civil que había desembocado en la Dictadura de los Coroneles. “No metan la política en el medio, vinimos a escuchar música” y “Viva Theodorakis” fueron, en rigor, los hits de cada uno de los bandos en disputa. 

Como con el erke, el charango y el bombo, que nunca habían estado juntos en ninguna parte, salvo en la pieza a la que Edmundo Zaldívar, en 1941, le puso el ritmo del tranvía porteño en que viajaba para definir para siempre a Humahuaca, los folklores tienen sus razones. Y la primera de ellas tal vez esté en el propio origen de la palabra folklore, creada en 1846 por el fotógrafo, coleccionista y ensayista inglés William John Thoms: “saber del pueblo”. La cuestión era que en esos objetos culturales, que habían estado a la vista –o ante el oído– de todos de pronto se reconociera un saber.

El minucioso registro –aunque con distintos grados de profundidad y rigor– de las tradiciones populares por infinidad de creadores “cultos” a partir de las décadas finales del siglo XIX pone en escena, eventualmente, esa idea de un saber digno de ser tenido en cuenta y, sobre todo, capaz de dotar de legitimidad una búsqueda estética. “Mi país tiene una cultura ancestral”, explicaba en ese sentido Theodorakis, en una conversación mantenida con este periodista. “Y especialmente en el sector de la música esa cultura siguió como un río que atraviesa por medio de los siglos sus modos y formas tradicionales. Las antiguas formas musicales griegas pasaron íntegramente a Bizancio cambiando sólo su nombre. Así, la característica básica de la antigua música, es decir, su unión orgánica con la poesía y con el movimiento permanece hasta hoy en nuestra música popular”.

Autor, además de la música de Zorba el griego, de 1964, de la de los films Serpico, Z, Estado de sitio, de Axion Esti, sobre poemas del Premio Nobel Odysseas Elytis, del mencionado Canto General, y de numerosas piezas sinfónicas y de cámara, Theodorakis compuso notables canciones que Grecia convirtió en himnos –“Haz tu cama para dos”, “Barca a la orilla del mar”, “El niño sonriente”–, además de su conmovedora “Trilogía de Mauthausen”, cuyo segundo número, “O Andonis” –que el autor utilizó también como tema principal en la música de Z–, canta espontáneamente la multitud, agrupándose en las calles casi sin interrupción desde que el jueves pasado se conoció la noticia de la muerte del compositor.  “Ahí sobre la escalera de la plaza, sobre la escalera de las lágrimas, en la profunda Wiener Graben, en el camino del duelo, marchan judíos y guerrilleros. Judíos y guerrilleros caen..”, entonan recordando la “escalera de la muerte” del campo de concentración de Mauthausen, que los prisioneros eran obligados a subir llevando bloques de granito antes de ser empujados desde el punto más alto.

La estética del ganador del Premio Lenin de la paz en 1980 no puede separarse de los postulados del Realismo Socialista y, particularmente, la idea de que el límite de la experimentación es la comprensión inmediata del público no especializado. Theodorakis, que estudió análisis musical con el compositor Olivier Messiaen en su cátedra del Conservatorio de París, en 1957, nunca tuvo, por ejemplo, una opinión demasiado favorable de sus condiscípulos, y en particular de Pierre Boulez: “Me limitaré a una sola observación”, había dicho a Página/12 en 2006. “Por un motivo inentendible todos estos señores se pusieron a cultivar, a difundir y, finalmente, a monopolizar en el mundo de la música sinfónica europea, su fealdad estética”. 

Theodorakis, que nunca renegó de esa línea artística, tuvo en cambio numerosas diferencias con las políticas soviéticas que el Partido Comunista defendía, sobre todo la invasión de Hungría. Y, para desconcierto de muchos, apoyó al gobierno conservador que sucedió a los Coroneles –“es esto o los tanques”, dijo– y acabó siendo su ministro de Cultura. Miembro de la resistencia durante la Segunda Guerra Mundial, de las guerrillas en la Guerra Civil y opositor durante la dictadura, fue encarcelado en las tres ocasiones (y la última de ellas liberado gracias a la presión internacional). “No existe ni puede existir música ‘de la política’”, decía. “Existen, por supuesto, compositores como yo, a quien han caracterizado como político, pero sólo se trata de que fui un ciudadano-luchador. Igual que Pablo Neruda, con quien tenía los mismos principios e ideales. La denuncia del mal debe estar ubicada en una opinión política corriente y no en una revelación poética primitiva del mismo destino humano, a la manera de Sófocles en Antígona y de Eurípides en Troyanas. ¿Y existe algo más alto para el arte que servir a la verdad y al hombre? Creo que un arte de esa naturaleza es peligroso para toda clase de poderes y por eso intentan ubicarnos entre la política mediocre, corriente y mortal, y nos obligan a parecernos a aquellos artistas que son apolíticos e indiferentes ante el dolor humano y tratan de situarnos como meros observadores de esos Creontes contemporáneos, mientras consuman sus actos aberrantes”.

En aquella misma entrevista, reflexionaba acerca de los desafíos de la izquierda: “Se entiende que nosotros, los comunistas griegos del período heroico aspirábamos a un modelo de Estado y una forma de gobierno totalmente diferente y cuando tomamos contacto con las realidades del llamado bloque oriental entramos en una crisis profunda, la cual ha conducido a la actual izquierda a un rol marginal. De todas formas, el derrumbe, al mismo tiempo, del socialismo y de la Unión Soviética, conduce a la humanidad a un callejón sin salida. La falta de un modelo actual socialista que inspire y que reúna a los pueblos desembocó en un único imperio, EEUU, que se ha convertido en un régimen arrogante militarizado con mentalidad fascista y cuyo principal objeto es la dominación mundial basada en el terror de la guerra y en la aplicación de la violencia en su peor forma”.

“El pensamiento político puro es inseparable de la filosofía y tiene como objetivo central la liberación de las personas de toda clase de esclavitud y obligaciones. Pero eso tiene poco que ver con la política actual, desnuda de grandes metas, que a lo único que apunta es a conquistar el poder estatal para beneficio de los grandes círculos económicos internacionales y nacionales, que reivindican el control del poder real y que luchan no para la liberación sino, por el contrario, para el aprovechamiento y esclavitud de las personas y de los pueblos. Con ‘política’ se pueden interpretar dos cosas totalmente opuestas. Y el desafío de cada ciudadano libre debería ser no darle la espalda sino, por lo contrario, luchar con el pensamiento y con los actos para el predominio de la forma de la verdadera política real, es decir aquella que tiene como meta la liberación del hombre”.

El legado de Theodorakis no podría ser más coherente. Por un lado su declaración final: “morir como un comunista”. Pero, sobre todo, que la gente haya estado, durante más de una semana, cantando sus canciones en las calles. 

DF

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