Toni Morrison
“Las dos amigas”: el experimento de Toni Morrison con los prejuicios raciales de sus lectores
La historia de Las dos amigas (un recitativo) ocupa apenas 40 páginas que se leen casi sin querer, en un trayecto un poco largo en el metro, mientras se espera a que se cueza la pasta o en un descanso del trabajo. Pero en ese breve espacio de tiempo, Toni Morrison enfrenta a quien está leyendo a sus propios prejuicios raciales con una maestría digna de aplauso. O del Premio Nobel de Literatura que ganó en 1993. Este relato, el único que publicó la escritora, se incluyó en el volumen Confirmation: An Anthology of African American Women, editado por Amiri y Amina Baraka en 1983. Ahora, la editorial Lumen lo lanza de forma independiente en España traducido por Carlos Mayor Ortega y con epílogo de Zadie Smith.
Las dos protagonistas en cuestión son Twyla y Roberta, dos niñas de ocho años que comparten habitación en el centro de acogida de menores Saint Bonny’s durante cuatro meses. Ambas han acabado allí porque sus madres no pueden hacerse cargo de ellas: una porque se pasa la noche bailando y otra porque está enferma. Ya desde la primera página se deja claro que son de razas diferentes a través de las palabras de Twyla, la narradora.
“Cuando entré y la Alelada de Remate nos presentó, se me revolvió el estómago. Una cosa era que me hubieran sacado de la cama de madrugada y otra muy distinta que me hubieran soltado en un sitio que no conocía de nada con una niña de raza totalmente distinta”, dice al principio. “De vez en cuando dejaba de bailar el tiempo suficiente para decirme algo importante, y una de las cosas que me decía era que esa gente no se lavaba y olía raro. Roberta, desde luego, sí. Sí que olía raro, quiero decir”.
Con solo ese párrafo, el lector o lectora ya habrá intentado adivinar cuál es la niña negra y cuál es la niña blanca. Pero según avanza el relato y las dos protagonistas se encuentran con el paso del tiempo –cuatro veces más después de salir del centro de acogida–, la certeza se desdibuja. Cuando coinciden doce años después de conocerse, Twyla trabaja en un restaurante de carretera donde Roberta para a comer con dos amigos rockeros que van en busca de Jimmy Hendrix.
“Tenía el pelo tan voluminoso y tan enmarañado que casi ni le veía la cara. Pero los ojos… los habría reconocido en cualquier lado. Llevaba un conjunto azul cielo de blusa de cuello halter y pantalones cortos y unos pendientes que podrían haber sido pulseras. (...) Aun sin mirar, alcanzaba a verme el triángulo azul y blanco de la cabeza, el pelo embutido en una redecilla, los tobillos gruesos por los zapatos blancos de cordones. No podía haber nada menos fino que mis medias”, narra Twyla, que no sabe quién es Hendrix. ¿Es ella la chica negra o es Roberta? Según los estereotipos raciales que maneja el lector o lectora, ¿es más propio de una joven blanca no saber quién es esa estrella de rock en los 70 del siglo XX o ser una fan que puede permitirse no trabajar?
Morrison juega a propósito, claro, con las trampas de las ideas preconcebidas para que en ningún momento se desvele quién es qué. Y lo más llamativo es que no lo hace dando rasgos imprecisos de la personalidad o las circunstancias de las protagonistas, sino todo lo contrario: quien lee sabe muchas cosas de ellas y del momento de su vida en el que se desarrolla la acción. Por ejemplo, la tercera vez que se encuentran están en un supermercado gourmet donde venden productos delicatessen dirigidos a los ejecutivos ricos de IBM que se están mudando a Newburgh, ciudad en decadencia en pleno proceso de gentrificación.
Twyla, que vive allí con su marido y el resto de su familia, se acerca a ver qué es lo que compra esa gente rica y que ella no se puede permitir. Allí está Roberta, “con diamantes en la mano y un vestido blanco de verano muy elegante”. Se ha casado con un viudo rico, su casa está en una zona pija, tiene chófer y servicio doméstico. De nuevo, la respuesta está en el lector o lectora.
Un relato sin hueco para el azar
Esta edición publicada por Lumen de Las dos amigas (un recitativo) incluye un epílogo firmado por la siempre incisiva Zadie Smith. En él, la escritora británica remarca que no hay nada al azar en la obra de Morrison, empezando por la intención primigenia. De hecho, en el caso de este relato, “la autora fue explícita”, dice Smith y cita a la propia Morrison, que explicó en el prefacio de Playing in the Dark: Whiteness and the Literary Imagination que la historia se concibió como “un experimento que trataba de suprimir todos los códigos raciales de una narración sobre dos personajes de distinta raza para quienes la identidad racial resulta crucial”.
Pero más allá de la identidad de cada amiga y de sus circunstancias vitales, hay un suceso que también entra en el juego de despiste al lector o lectora. Cuando estaban viviendo en el centro de acogida, había una mujer trabajadora muda a la que las chicas mayores tiraron al suelo un día. Las dos niñas vieron lo que pasó, pero en ningún momento reaccionaron para ayudar a la víctima. En el escalafón de la metasociedad en la que vivían, la 'muda' estaba aún más por debajo que ellas, era insignificante. Al menos, así es como Twyla recuerda el incidente hasta que Roberta le da otra versión.
Como explica Smith, la autora norteamericana “construye la historia de modo que nos vemos obligados a reconocer que hay otras categorías, dejando de lado la racial, que también producen experiencias comunes. Categorías como 'pobre', como 'mujer', como 'persona a merced del Estado o de la policía', como 'habitante de determinado barrio', 'persona con hijos', 'persona que odia a su madre', 'persona que quiere lo mejor para su familia'. Muy a menudo somos parecidos y distintos a mucha gente”.
Y continúa: “La de los blancos podría ser la categoría de poder de la jerarquía racial, pero desde luego a una niña de ocho años interna en un centro estatal con una madre delincuente y sin dinero no se lo parece. La de los negros podría ser la casta inferior del escalafón, pero quien se casa con un ejecutivo de IBM y tiene dos personas de servicio y un chofer alcanza, como mínimo, un nuevo escalafón con respecto a los miembros menos poderosos de su sociedad. Y viceversa”.
El incidente relacionado con aquella trabajadora muda que no podía defenderse de la agresión no solo por no tener voz, sino también por no tener importancia para nadie, es el nexo de unión más fuerte de las amigas. Más allá de los cuatro meses que compartieron habitación, pesa sobre ellas aquel suceso que cada una recuerda de manera diferente según, se intuye, la raza de cada una. Y el lector que siga empeñado en descifrar el enigma –y que a esas alturas de ese relato de apenas 40 páginas estará exhausto del esfuerzo– no encontrará respuesta a su duda sino quizá más confusión.
“Toni Morrison escribió once novelas y un relato, todos ellos con propósitos e intenciones concretos. Es difícil sobreestimar lo insólito de esta situación”, desarrolla Smith en su epílogo. “La mayoría de los escritores trabajan, al menos en parte, a tientas: subconscientemente, a trompicones, avanzan de forma caótica, en ocasiones toman atajos, con frecuencia llegan a callejones sin salida. Morrison, no. Tal vez el peso de la responsabilidad que sentía sobre sus hombros no se lo permitía”, concluye la británica.
No se puede decir mucho más del libro ni del apéndice sin destriparlo aún más. En el relato está la esencia del genio de Morrison y el de Smith en su texto. La segunda no se corta en expresar su admiración y en determinado punto ofrece un resumen certero del cuento: “Las dos amigas merece un lugar al lado de Bartleby, el escribiente (Herman Melville) y La lotería (Shirley Jackson): son los tres relatos perfectos (y perfectamente norteamericanos) que todo niño de Estados Unidos debería leer”. Sería una sinopsis perfecta a no ser por su determinada circunscripción geográfica y etaria porque, en realidad, cualquier persona en cualquier parte del mundo debería leer a Morrison.
0