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Entrevista

Juan Mattio: “Hay posibilidades tecnológicas que vinieron a cambiar nuestra relación con la muerte”

El escritor Juan Mattio nació en 1983. Su novela "Materiales para una pesadilla" ganó el premio Fundación Medifé-Filba en 2022.
16 de febrero de 2025 00:05 h

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“Imitar la forma de lo real supone, entonces, saber cuál es la forma de la realidad. ¿Sabe alguien esto? ¿Se escucha acá, dentro del texto, el eco melancólico de la vida? ¿Debería escucharse? ¿Lo escuchan ustedes? Acá hay un eco, sí. Pero no sé de dónde viene. Tal vez es el murmullo del sentido que se aleja, tal vez es la voz vacía de la experiencia”, apunta el narrador de Materiales para una pesadilla, la novela del escritor argentino Juan Mattio. Un libro extraordinario que, como esos ecos y como varios de los fantasmas que atraviesan sus páginas, acaba de volver, esta vez reeditado por el sello Caja Negra.

Ganadora del Premio Fundación Medifé-Filba en 2022 luego de su lanzamiento el año anterior a través de la editorial Aquilina, la novela propone un engranaje minucioso y perfectamente tramado donde se cruzan tiempos, lecturas, realidad, memoria, muerte y la belleza en su forma más extraña. Donde lo que insiste es una pregunta por el lenguaje. Ocurre a partir de la búsqueda que emprende Keiner, un hombre que heredó, luego del fallecimiento de una mujer a la que amó, una investigación inconclusa alrededor de un grupo de escritores, lingüistas y psicoanalistas que colaboró con la dictadura militar de 1976 para darle forma a un sistema de escuchas de conversaciones telefónicas que se activa a partir de determinadas palabras. Pero esa línea, repleta de fantasmas y donde resuena todo el tiempo la figura de Ricardo Piglia y La ciudad ausente, se completa con otros espectros. Son los del futuro, son los que vienen con la creación de una hacker japonesa llamada Haruka que debe pasar a la clandestinidad en el año 2036 luego de programar una realidad virtual que permite a las personas interactuar con sus seres queridos muertos.

–Desde los lingüistas que colaboran con la dictadura hasta la creadora de la realidad virtual, en el libro aparece siempre la pregunta por el lenguaje y sus agujeros. De hecho en la dedicatoria se lee “A la memoria de Mirta, que enfermó de lenguaje”. ¿Por qué te interesó abordar este asunto en todas las capas que componen la novela?

–Hay varias puntas. Por un lado, desde chico conviví con mi mamá, que era una persona con una enfermedad mental severa. Eso siempre me abrió una serie de preguntas sobre el lenguaje, algo que otro tipo de infancias no tiene que enfrentar. Pero a mí me pasó. De hecho en un momento en la novela creo que lo digo: para mí hay una fe de los niños en las palabras que es total. Pero cuando uno se da cuenta de que el lenguaje puede expresar algo que no está ahí y que alguien, un adulto que puede ser de tu familia en este caso, puede estar convencido de una realidad, describirla con el lenguaje y que esa realidad no esté ahí, genera un cortocircuito muy particular en relación a la adquisición del propio lenguaje. También a la concepción del lenguaje como medio social y de construcción de la vida cotidiana. Más allá de que no se trata de una novela de la experiencia personal si mucho menos, fue un intento por ver qué pasaba con eso. Por otro lado, hacia el año 2014, alguien me contó una anécdota sobre una militante del Partido Comunista: cuando esta persona hablaba por algún teléfono público, evitaba ciertas palabras. Por ejemplo, no decía “Cuba”, decía “la isla”. Y esto pasaba porque ella suponía que ciertas palabras activaban una máquina para grabar conversaciones. Por supuesto la máquina no existía, pero me puse a pensar cómo funcionaría, o sea, cómo debería ser una máquina que realmente cumpliera esa fantasía. Así entré en una espiral de investigaciones y a darme cuenta de que eso que había imaginado no era cierto, pero tampoco estaba tan lejos de algunas realidades más de la contemporaneidad. Sobre todo de la sensación de que el teléfono me escucha, esto de hablar de zapatillas y que de repente las redes me ofrezcan zapatillas. Así empecé a ver ahí toda una serie de links que me permitieron algunas reflexiones iniciales sobre el lenguaje en relación a la construcción de la realidad y esto se fue metiendo de manera orgánica en la trama de la novela.

–Es curioso porque, inclusive la zona más del futuro, si se quiere, el relato tiene un ancla en lo más analógico de todo: buena parte de los textos que se intercalan son desgrabaciones de cassettes.

–Sí. Hay algo curioso y es que la trama del año 2030 y pico, eso que tiene que ver con esta programadora japonesa que se llama Haruka y el entorno de realidad virtual aparecen para salvarme la novela mucho tiempo después de que me pusiera a escribir. Durante cuatro años la novela había sido una investigación en el presente del pasado de la dictadura y nada más, con un escritor que entraba al servicio de inteligencia a colaborar en el Proyecto Hermes. Pero no podía terminarla, no me cerraba, había algo que le faltaba. Hasta que apareció Haruka, de una forma muy extraña. Yo estaba volviendo de una reunión de militancia con un amigo que es gamer y él me dijo “me gusta este juego nuevo que encontré porque el trabajo con la física está bueno”. Le digo “¿la física?”. Me dice: “claro, ¿vos viste Mario Bros? Salta, o sea, no salta igual que saltaría una persona, ahí hay una física fantástica digamos. Hay físicas más realistas con cuerpos se mueven parecido a los del mundo real”. Y ahí empiezo a pensar en esto de un programador de la física. Entonces llegué a mi casa y escribí las primeras notitas de Haruka, de alguien que programaba la física de un entorno virtual. Y ahí se destrabó la novela. Y ahí, también, empezó a tener como una especie de contraste entre la tecnología analógica de los años 60 y 70 y la de Haruka, en el año 2035 o 2036. 

–Decidiste, con estos recursos y estas idas y vueltas en el tiempo, retomar episodios de la dictadura argentina, contarla en clave cyberpunk. ¿Por qué? ¿Siempre estamos volviendo a pensar en esos años y a relatarlos?

–Voy a tratar de ser cuidadoso con las palabras. Creo que es muy claro que la dictadura es una especie de gran trauma social al cual hemos intentado elaborar y posiblemente sigamos intentando elaborar por mucho tiempo. Pienso que lo hemos hecho con distintas estrategias y el paso de una estrategia a otra no significa el fracaso de la anterior, sino cierto agotamiento. Si vos revisás los primeros años del regreso de la democracia, lo que predomina es el testimonio: había una necesidad de reconstruir la verdad de los hechos que hizo que no solamente el Nunca más sino que todo testimonio o libro de no ficción se convirtieran como en el centro de la discusión en relación a la dictadura. Después aparece un segundo momento donde la novela realista, la ficción realista, toma un poco ese lugar predominante y ya no hace falta que se narre exactamente la verdad de los hechos, pero sí todavía que esos relatos respondan al funcionamiento de la realidad tal cual lo conocemos. Y hay un tercer momento, que podríamos fechar en el cambio de siglo, donde el terror o la ciencia ficción empiezan a hacerse cargo de esa especie de elaboración del trauma y empiezan a tomar la dictadura como un material que puede ser absorbido por una literatura de género. Yo me imagino que si aparecía un cuento de terror en 1983 que tomara la dictadura, hubiera sido muy difícil que circule o que no le dijeran al que lo escribió “te pasaste de rosca”. Si uno lo piensa, con la Segunda Guerra mundial y el Holocausto pasa más o menos parecido. De Primo Levi a la aparición de (Kurt) Vonnegut con Matadero cinco, con una elaboración delirante pero al mismo tiempo desde un sobreviviente de Dresde, pasa algo de tiempo. No tengo respuesta, pero es una buena pregunta la de por qué es necesario hacer ese camino por el que las literaturas no miméticas llegan después a la elaboración o vienen a elaborar algo de una forma distinta. Simplemente aparecen estos otros tratamientos.

Creo que es muy claro que la dictadura es una especie de gran trauma social al cual hemos intentado elaborar y posiblemente sigamos intentando elaborar por mucho tiempo. Pienso que lo hemos hecho con distintas estrategias y el paso de una estrategia a otra no significa el fracaso de la anterior, sino cierto agotamiento.

–Una historia política llena de fantasmas.

–Sí, no está muy lejos una cosa de otra. La idea de la casa embrujada, por ejemplo. Los centros clandestinos de detención dejaron lugares muy acechados por fantasmas. Uno va al (Centro Cultural) Conti ahora mismo, se empieza a hacer de noche y te querés ir. Yo, al menos, no me quiero quedar y soy una persona racional que no cree en casi nada. Pero hay algo ahí. Después también hay cicatrices: uno camina por esta ciudad y se encuentra con placas cada dos o tres cuadras. Toda esa espectralización de la ciudad y los espacios encuentran en el terror un lugar para la narración. Es un material que nos va a seguir dando para pensar y escribir. Incluso, probablemente, quizá nos fuercen a volver a estrategias anteriores o nuevas. Sobre todo si, como estamos viendo, el negacionismo se convierte en el discurso de Estado. 

En todos los tiempos de la novela, la tecnología pareciera venir a dar algún tipo de solución, pero también está vinculada con el peligro, el mal, el delito. ¿Cómo pensás vos la tecnología? 

–Hay una anécdota que cuenta William Gibson en un documental que se llama No hay mapas para estos territorios. El documental es él en el asiento trasero de un auto hablando durante horas, es bárbaro. Él dice que leyó la crónica de un reverendo en algún momento del siglo XIX, que va a una fiesta y escucha por primera vez un gramófono. Entonces vuelve y escribe un texto en contra de Dios porque piensa en cómo Dios puede haber permitido que se grabaran y quedaran grabadas voces de personas que van a morir. Lo que dice Gibson es que tal vez esta persona estaba en el pico de ese cambio, de esa transformación, y que posiblemente la segunda vez que escuchó algo así ya estuviera más tranquilo. Y, después de la tercera, finalmente pudo empezar a convivir con eso. Cuando yo era chico ya era completamente de uso habitual convivir con las voces de los muertos, no nos hacíamos ninguna pregunta sobre eso. O convivir con sus imágenes de fotografías o videos. Entonces todo eso no nos impactó. Ahora, la primera vez que en Facebook vi revivir el perfil de alguien que se había muerto hacía poco porque alguien se había metido a decirle “te extraño” me pareció raro y sí me inquietó. Por ahí en ese momento estábamos en el pico de algo y ahora ya es más frecuente también. Me parece que hay algo de las identidades virtuales que vamos construyendo y cómo eso va a reverberar y va a ser una especie de eco nuestro una vez que no estemos vivos enrarece nuestro presente de alguna manera.  Por otro lado, creo que hay algo de la realidad que va corriendo más rápido que nuestra imaginación. O de la mía, por lo menos. Hacia el final de la escritura de la novela alguien me mandó la noticia de una mujer coreana que se había hecho construir por unos ingenieros un entorno virtual donde se iba a reencontrar con su hija que había muerto. Se lo mandé a Ricardo Romero, el editor, diciéndole “che, aparece esto después de cinco años de escribir la novela”. Él me dijo: “No leas nada de eso y seguí porque no estamos escribiendo sobre la realidad”. Pero es cierto que hay posibilidades tecnológicas que vinieron a cambiar nuestra relación con la muerte. Y van a seguir apareciendo más y más inquietantes.

–¿Se queda corta la ciencia ficción?

–Pasa que la ciencia ficción de anticipación, digamos, es un tipo de ciencia ficción bastante concentrada en los artefactos. Viste que cada tanto aparecen artículos en diarios tipo “los cinco inventos que Julio Verne anticipó” o algo así. Hay un autor, Arthur Clarke, que dice que el problema de la ciencia ficción no es imaginar el automóvil sino imaginar el embotellamiento. O sea, el problema que va a traer determinado invento. Entonces, sí está bueno estar atento a qué está pasando en términos tecnológicos y para dónde están yendo las cosas porque posiblemente desde el siglo XIX no hubo un momento de tanto prodigio tecnológico y rarezas de todo tipo. Pero en el fondo a mí me sigue interesando más el embotellamiento que el automóvil. O sea, prefiero pensar cuáles son los aspectos sociales de esas tecnologías, los aspectos incluso personales y emocionales del asunto

–La máquina más allá de la máquina.

–Hay una autora que me gusta mucho que se llama Helen Hester que dice que la tecnología no es ni buena ni mala, es política. Ahí hay una premisa, un buen lugar por donde empezar, la idea de que en la relación social del capital la tecnología tiende a favorecer la propia reproducción del capital. Eso puede tener muchas formas. Puede ser ella misma una mercancía. Puede ser parte del proceso de producción. Puede ser parte de la red de vigilancia que necesita un Estado para sostenerse en el poder. O sea, hay muchas formas del mal que puede ocupar la máquina. Al mismo tiempo, se trata siempre objetos muy libidinizados. Quiero decir: la gente quiere tener el teléfono, quiere el iPhone. Hay algo de la máquina que por alguna razón extraña está muy libidinizada y nos atrae.

–En el recorrido que hizo el libro desde que salió, ganó el premio Medifé-Filba y ahora se reedita, se habló de una novela cyberpunk. ¿La catalogarías así? ¿Podrías contar de qué se trata ese género?

–Sí, a mí me interesa ese género, posiblemente por sus connotaciones nada prestigiosas en el campo literario. La novela que de alguna manera inicia el género es Neuromante de (William) Gibson en 1983. A eso yo le sumaría el imaginario visual de la película Blade Runner que es del ‘82. Y también sumaría textos como el Manifiesto cyborg de (Donna) Haraway que es del 84 u 85. Lo que veo pensando en este terreno y en Gibson, que es un autor al que quiero mucho, es que el futuro acá no está en el nivel de la representación sino en el nivel del lenguaje. La primera línea de Neuromante es algo así como “el cielo sobre el ensanche tenía el color de un televisor sintonizado en un canal muerto”. Esa comparación de la naturaleza con la televisión es extraordinaria. Después de esa línea no me interesa si vas a describir un objeto que no existe, si vas a contarme un viaje en el tiempo o qué va a pasar. Lo que me interesa es que el lenguaje, ese barroco de Gibson, hace que el futuro esté en el lenguaje.

Hay una autora que me gusta mucho que se llama Helen Hester que dice que la tecnología no es ni buena ni mala, es política. Ahí hay una premisa, un buen lugar por donde empezar, la idea de que en la relación social del capital la tecnología tiende a favorecer la propia reproducción del capital. Eso puede tener muchas formas. Puede ser ella misma una mercancía

–¿Ves una escena nueva de la llamada ficción extraña, new weird, literatura cyberpunk en Latinoamérica? ¿Se está publicando más de estos géneros?

–Creo que hay que hacer una salvedad. Para mí la diferencia entre una categoría crítica y una etiqueta de mercado es la supervivencia en el tiempo. Y creo que no pasó el tiempo suficiente como para saber si nueva ficción extraña latinoamericana va a significar algo realmente o va a ser simplemente una manera de organizar las bateas de las grandes cadenas. Pero si existiera esto como campo, entonces, creo que aparecen dos líneas. Una línea tiene más que ver con lo que podemos llamar neogótico, que es una especie de regreso a la literatura de terror con elementos de la tradición latinoamericana. Una tradición profunda, que tiene que ver o con pueblos originarios o con elementos entre precoloniales y coloniales. Una vuelta al siglo XIX, en algunos casos. Pienso ahí en Las esferas invisibles, de Diego Muzzio. Pienso en Las voladoras de Mónica Ojeda. Pienso en algunas cosas que hace Mariana Enriquez. Pienso en Fernanda Melchor de México. Un tipo de literatura que está trabajando, me parece, con la doble vía de la tradición latinoamericana y lo contemporáneo. Yo, por ejemplo, me crié viendo I-Sat, viendo cine clase B y escuchando música rock. Todo ese tipo de artefactos más pop son la interferencia, la gran interferencia de este gótico nuevo que está circulando en Latinoamérica ahora. Esa es una zona con más visibilidad, tal vez, y que es parte de lo que podríamos llamar nueva ficción extraña. Después hay una vertiente más weird en el sentido lovecraftiano, donde sí incluiría algunas experiencias del cyberpunk. Pienso en textos más duros como Miles de ojos, de Maxi Barrientos. La rareza increíble de lo que hace (Luis Carlos) Barragán o Verde de (Ramiro) Sanchiz. Tal vez puesto así suena todo demasiado esquemático. Pero, en líneas generales, el gótico suele ser una preocupación por el pasado, por cómo regresa el pasado en las múltiples formas de lo no muerto. El fantasma, el vampiro, el zombi. Todas figuras de lo no muerto que vuelve, que insiste. Hay muchos traumas en Latinoamérica que hacen que ese retorno de lo no muerto sea interesante de narrar. Del otro lado, el weird está más preocupado por el futuro, por la incertidumbre sobre el futuro, por la catástrofe, por la crisis, por lo extraño de lo que podría venir.

–Estás terminando una nueva novela, te dedicás a dar talleres. ¿Cómo atravesás esta Argentina en muchos aspectos difícil de 2025?

–Sí, doy talleres de forma particular y por suerte este es el tercer año que voy a dar taller en la Biblioteca Nacional. Va a ser uno de ocho encuentros sobre ciencia ficción argentina que me tiene entusiasmado. Es cierto que hay algo de la literatura que genera mucha comunidad. El año pasado di un taller de seis meses donde leímos el Ulises de Joyce con encuentros quincenales y se armó una comunidad muy hermosa alrededor del texto. Este año estamos leyendo El ruido y la furia, de Faulkner. Creo que además de ser una salida laboral en tiempos complicados, estos espacios ayudan a amucharse en un momento de dificultad. No quiero caer en la idea de refugio porque siempre me pareció malísima. Me refiero a amucharse para pensar. Se puede pensar en la realidad sin pensarla de forma inmediata y literal. Cómo se sale de este lío no es una respuesta que vayamos a encontrar necesariamente leyendo el diario. Qué sé yo, capaz la encontramos leyendo a Joyce. En cualquier caso, este tipo de comunidades funcionan más que nada como otra forma de producir reflexión. 

AL/DTC

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