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Crónicas del fin de una era

Crónicas del fin de una era

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¿Cómo llegamos hasta acá?

Inesperadamente, en diciembre de 1991 se precipitó la desintegración de la Unión Soviética y con ella se desmoronó el sueño de transformar al mundo en forma colectiva hasta convertirlo en un lugar más libre y más justo, con recursos suficiente para todos y donde nadie basara su buen vivir en la explotación y el ultraje a los demás.

Sobre ese desierto se edificó otra utopía, la del libre mercado, cuyo puño invisible estaba lleno de soluciones y prometía un orden, sino justo, al menos de crecimiento económico progresivo, sin guerras ni muros y supuestamente estable.

Nada de eso sucedió. 

En este libro recogí las vivencias de hace treinta años, escritas en Moscú y en Kiev al calor de aquella encrucijada histórica, con la expectativa de que, al evocarlos a la distancia, aquellos testimonios contribuyan a pensar cómo fue que desembocamos en este mundo despiadado y autodestructivo. Los tiempos soviéticos, la escasez, el espionaje, las tensiones militares con Ucrania, el regreso de la religión, los nuevos ricos y la mafia, la reacción de los jóvenes, el duro aprendizaje de las reglas del capitalismo salvaje para los adultos, las tretas de la política: todas las crónicas y entrevistas fueron escritas bajo la inmediatez de los acontecimientos y reflejan las confusiones y los miedos; los optimismos y las esperanzas de un pueblo que, una vez más, enfrentó a su destino. Pero no solo eso. Los artículos muestran además cómo ya avanzaba la batalla cultural que había emprendido el neoliberalismo para imponer sus valores y crear imaginarios que, aunque falaces, fueron y son creídos por muchísima gente. 

Tres décadas después nos preguntamos qué pasó. ¿Cómo fue posible que en lugar del idílico «mundo libre» que nos prometía la propaganda norteamericana, termináramos en un torbellino de cambios económico-financieros y tecnológico-comunicacionales que ni siquiera nos permiten hacer frente a una pandemia de manera coordinada y solidaria?

El libro suma, en ese sentido, las valiosas observaciones de cuatro reconocidos intelectuales, invitados especialmente para analizar las razones del fracaso tanto de la utopía comunista como de la neoliberal y para reflexionar sobre las posibles alternativas futuras. Los entrevistados son la exembajadora argentina en Venezuela y el Reino Unido, Alicia Castro, política, sindicalista e integrante de la Internacional Progresista. El historiador indio, Vijay Prashad, director ejecutivo del Instituto Tricontinental de Investigación Social y también miembro de la Internacional Progresista. El sociólogo y politólogo Atilio Boron, agudo analista internacional y prolífico escritor. Y el doctor en Historia egresado de la Universidad Lomonosov, Oleg Barabanov, profesor en la Academia de Ciencias de Rusia y director de programación del Club Valdai, think tank fundado en 2004.

La conversación con el doctor Barabanov tiene un plus. Con una infancia soviética, una adolescencia en plena perestroika y una juventud atravesada por el turbulento período de Boris Yeltsin, su historia de vida nos permite entender mejor los contornos problemáticos, pero también los positivos de aquella época. El historiador ruso arriesga incluso las razones por las cuales cree que este trigésimo aniversario de la disolución de la URSS podría pasar inadvertido en Rusia.

Un balance rápido de estos treinta años nos devuelve un panorama sórdido. Susana Murillo, doctora en Ciencias Sociales, nos da una valiosa clave de interpretación. Para ella el proyecto neoliberal tiene una estrategia a largo plazo cuyo objetivo central es la transformación de los valores de las poblaciones y su fin último, «el apoderamiento de lo común: los bienes naturales, la historia, las reglas, normas y derechos sociales y, a partir de ello, lograr la subordinación de la fuerza de trabajo a nivel mundial a formas posmodernas de servidumbre». 

Para esto, toda una ingeniería ético-cultural se lanzó a escala global. Con el colapso de la URSS y el fin del orden bipolar se impulsó una completa reinterpretación de la historia y la puesta en marcha de nuevas expectativas, nuevas creencias y un nuevo sentido común. 

Recuerdo muy bien la fuerza con la que el poder académico y mediático de Occidente intentaba, en la década de 1990, instalar «verdades» sobre lo que estaba ocurriendo. Algo similar sucedió más tarde con los atentados del 11 de septiembre de 2001 en EE.UU. Siempre que hay un suceso de enorme impacto político, los poderes fácticos globales buscan evitar la proliferación de interpretaciones libres e instalan, con una velocidad y eficacia admirables, una única e indiscutible versión de los hechos. En aquel diciembre de 1991, la matriz dominante fue que el colapso de la URSS no solo desmentía la teoría de que el comunismo, como instancia superior, reemplazaría al capitalismo, sino que demostraba lo contrario: que el libre mercado y la democracia representativa —de los cuales Estados Unidos era su máximo exponente— habían triunfado para siempre.

En varias crónicas se observa el instante mismo en que la metamorfosis de los valores está actuando sobre la sociedad rusa. En otras, se percibe cómo se inculcan los cambios. En una de ellas, por ejemplo, el entonces presidente Boris Yeltsin advierte: «El descenso del nivel de vida es el precio que hay que pagar para salir del callejón en el que nos hemos ido metiendo en los últimos decenios».

Yo, que llegaba a Rusia desde la Argentina de Carlos Menem, no podía dejar de establecer el paralelo. Yeltsin le decía al pueblo ruso que tenía la culpa del «callejón sin salida» del socialismo. En la misma línea argumentativa, el expresidente Menem nos decía a los argentinos que éramos culpables por haber tenido un Estado sobredimensionado generador de corrupción. Y esas culpas tenían un costo. Los rusos —según Yeltsin— tenían que pagarla con «el descenso del nivel de vida» y los argentinos —según Menem—, aceptando «la medicina amarga de las reformas». El viejo truco de culpabilizar a la víctima fue una de las estrategias más utilizadas globalmente para convencer a los pueblos de que aceptaran las reglas del Consenso de Washington.

Las estrategias para la transformación cultural fueron muchas y variadas. Una de ellas buscaba generar la sensación de que ya no había más nada para discutir, que se habían acabado los debates. El ejemplo más acabado fue la teoría del «fin de la historia» de Francis Fukuyama, por entonces subdirector de Planificación Política del Departamento de Estado de EE. UU.

Otra, que aparece en boca de algunos ciudadanos rusos en varias crónicas, es la poderosa línea argumentativa conocida por sus siglas en inglés TINA: There is no alternative (No hay alternativa). Periodistas, analistas y académicos del establishment machacaban día y noche que, para lograr «la estabilidad» y un supuesto desarrollo y bienestar de la población mundial, «no había más alternativa» que seguir el plan pergeñado por el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y el Departamento del Tesoro de EE. UU. Este plan incluía flexibilización laboral (o sea la pérdida de derechos para los trabajadores); privatizaciones (saqueo a los Estados y disminución de la protección a los más vulnerables), disminución de impuestos a los ricos, y «liberalización» (¡linda palabra!) comercial, financiera y de inversión, entre otras medidas.

El sociólogo portugués Boaventura de Souza Santos describe de manera sagaz ese chantaje del imperio: «Con la fórmula TINA nos desertifican el futuro. Hacen creer que las formas más violentas e injustas de la dominación capitalista, colonialista y patriarcal emanan del orden natural de las cosas». Boaventura la llama la «utopía paralizadora».

Junto con el Consenso de Washington apareció una gran cantidad de nuevos términos. «Globalización»; «lavado de dinero»; paraísos fiscales» o «tercera vía» no existían antes de 1990 o solo se pronunciaban en ámbitos reducidos y muy específicos. Conceptos como «socialismo» o «justicia social» cayeron en desuso. La nueva moral impulsaba el «éxito por mérito y esfuerzo propio» y el «pragmatismo» para obtener algo sin importar cómo se consiguiera.

Como único imperio global, Estados Unidos activó una nueva terminología para disciplinar al planeta. Los países rebeldes fueron denominados «estados parias o canallas» (rogue states). En 1994, el gobierno de Bill Clinton señaló oficialmente con esta etiqueta a Cuba, Irán, Corea del Norte, Sudán y Siria. Luego sumó a Libia y a Irak. Según la Casa Blanca, eran países que estaban fuera de la ley internacional y constituían un peligro para la paz mundial, lo que habilitó al uso unilateral de la fuerza del Pentágono (o de la OTAN) contra ellos, tanto durante el gobierno demócrata como el de su sucesor, George Bush II, que pasó a nombrarlos en bloque como el «eje del mal». 

En el plano militar, durante esos gobiernos surgieron nuevas doctrinas como «la responsabilidad de proteger» o la «guerra preventiva», cuyos títulos buscan disimular lo que realmente son. Como describió el intelectual norteamericano Noam Chomsky: «Si se presta atención, se descubrirá que las potencias occidentales ejercen su responsabilidad de proteger de un modo muy selectivo y de acuerdo a tres máximas: 1) hacer lo que les conviene; 2) conseguir negocios; 3) demostrar quién manda». 

Con estas operaciones militares, que se volvieron brutalmente expansivas y violentas, surgieron nuevos adjetivos para suavizar la letalidad e ilegalidad de los ataques del Pentágono. Así las bombas se volvieron «inteligentes»; los asesinatos selectivos pasaron a ser «ataques quirúrgicos» y los crímenes masivos contra civiles, «daños colaterales». 

En treinta años, salvo la concentración de la riqueza y las finanzas, todo se ha deteriorado. La crisis medioambiental se ha agravado. Los conflictos sociales se han expandido. La brecha entre ricos y pobres se profundizó: en el Foro Económico Mundial de Davos del año 2020, el informe de Oxfam advertía que el 1% de los ultra ricos posee más riqueza que 4600 millones de personas, es decir, que el 60% de la población mundial. Este año, 2021, los desplazados en el mundo han alcanzado cifras récord. Solo en los primeros seis meses y solo en la ruta a Europa por el Mar Mediterráneo murieron más de 1150 personas, el doble que en 2020, según la Organización Internacional para las Migraciones (OIM). En otras zonas ni siquiera hay registros. Por otra parte, los Estados han quedado totalmente desarmados frente al capital y la banca: las grandes corporaciones económicas hacen lo que les place y se oponen a cualquier decisión política que no les guste. 

¿Cuánto tiene que ver la caída de la URSS con este mundo fuera de control?

Para terminar, una línea sobre las guerras que supuestamente iban a desaparecer con el fin de la Guerra Fría. EE. UU. no cumplió con la promesa hecha a Yeltsin y a Gorbachov y expandió la OTAN hasta las fronteras con Rusia. El Pentágono tiene el presupuesto más alto de su historia y, en las últimas tres décadas, ha extendido como nunca su presencia por todo el planeta. Más aún, las contradicciones de la actual forma de acumulación capitalista y la emergencia de China han desencadenado lo que los especialistas llaman guerra mundial híbrida y fragmentada, es decir, enfrentamientos de amplio espectro y en todos los planos: guerra de monedas, de vacunas, de información, psicológicas, financieras, comerciales, ciberguerra, lawfare o guerra jurídica y las tradicionales formas bélicas como las que padecieron Libia, Siria, Yemen, entre otros países. 

La complejidad de estos escenarios y sus vínculos con el fin de la era bipolar fueron analizados con Boron, Prashad, Castro y Barabanov en la parte final del libro. También las perspectivas a futuro, tomando como evidente el declive de Estados Unidos, el surgimiento de China como potencia y la segura transición hegemónica, probablemente hacia un orden multipolar o una «tríada dominante», como afirma Boron. 

Vivimos horas peligrosas y decisivas, con un neoliberalismo con características cada vez más fascistas y represoras. Este libro busca ser un aporte para entender cómo hemos llegado hasta aquí y, desde esa comprensión, contribuir con la construcción de un nuevo orden que repudie las pulsiones suicidas del capitalismo; que se incline hacia el redescubrimiento de los valores humanos comunes; que proteja a la Tierra, la única casa que tenemos. En definitiva, un nuevo orden donde mujeres y hombres, todos los habitantes del planeta, tengamos la alternativa de una vida con la mayor felicidad posible.

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