La redacción de la revista Claudia, el clima de época antes del Golpe
En el aire, en el comienzo del nuevo gobierno a cargo de su viuda, Isabelita, se percibe un nuevo permiso para hacer declinar la –hasta ayer– indiscutida independencia de un puñado de medios de comunicación con respecto a la esfera política. En una época de inflación avasallante y vacas flacas, tanto las revistas de la editorial Abril –que conduce César Civita– como el diario La Opinión –a cargo de Jacobo Timerman– se imaginan por primera vez en la Historia subsidiados por el Poder de turno.
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Hoy no será un buen día: en la redacción de la avenida Alem se detectaron focos de disenso interno frente al alineamiento con la viuda de Perón; mientras, el diario La Opinión funciona una vez más en espejo con el emporio de los Civita, y el borramiento de su tradicional perfil crítico ya causó la primera de una serie de bajas que le resultarán irremontables: una de sus plumas sobresalientes (Tomás Eloy Martínez) acaba de presentar su renuncia a Timerman.
1º de agosto de 1974- Primera Reunión de Edición del día
“Señoras, hoy las quiere bien precisas y con intervenciones homeopáticas. Vino con el humor de un divo de la ópera”, dice Donna, una de las secretarias del presidente de la editorial Abril, con una condescendiente actitud hacia la plebe, que resulta atípica para su rol de mano derecha del jefe.
Claudia es la revista argentina “para la mujer moderna”, y este es un día más en los últimos diecisiete años en los que Claudia entró en los anales de las revistas argentinas más vendidas de todos los tiempos. Es tan versátil como para hacer convivir a las publicidades de carteras y visones con un matiz progre, aportado por el psicoanálisis, y un tonito de UBA que le habilitaron un sitio singular dentro del mapa de medios gráficos.
En el año 1974, es consumida por las estudiantes de psicología, y hasta por las mujeres del PC y la JP, que pueden identificarse en los perfiles de escritores a cargo de grandes firmas de la época y la presencia –por primera vez en la historia de los medios locales– de abundante consejería para una plena vida sexual.
Civita ingresa en el Despacho después que todas y, antes de tomar asiento, se dirige hasta el teléfono y levanta el tubo:
–Señorita Alicia, convoque al Nene (como lo llama, solamente él, a Carlitos, uno de los pasantes de Claudia).
Alicia (después de unos segundos):
–No contesta, señor –levanta otro tubo, sin cortar a César–.
Ay, Carlitos; ¿dónde te habías metido? En cuestión de segundos, Carlitos se saltea el puesto de la Secretaría –en el cual conviven Alicia y Donna–, e ingresa a Despacho, jadeante, sin haber golpeado la puerta. El presidente de Abril le sonríe con los ojos, dándole señal de aprobación. El pasante sí puede entrar sin golpear, ¡carajo! Las damas observan la escena, azoradas. Carlitos se regocija con esa caricia simbólica del jefe; lo hace sentir especial.
César: –Nene, 500 palabras para ¡ya! –Y le entrega una fotografía recién llegada del salón de revelado. Es un retrato de Claudia Sánchez, la modelo del año.
“¿Qué es ya? ¿Qué es ya? –se enreda el pasante–. ¿Así nomás? ¿Por qué no habré preguntado para cuándo?”.
Mientras desciende un piso por escalera hasta la redacción de Claudia –en el octavo– evalúa desistir de la misión asignada, pero eso sería hacerse echar.
Después es sentarse ante la máquina y concentrarse. Dejar de vibrar: ser prolijo, sintético y coloquial. No correr riesgos: no apartarse de la doctrina del servicio para el cuidado personal; cierta rigidez gestual y la mirada absorta en el vacío –hacia el fuera de campo– de la modelo le da a la imagen que debe epigrafiar un aire enrarecido, exactamente lo buscado: tiene que distinguirse como un autor que se corre del lugar común de la sección “Belleza”, pero sin generar interferencia con lo que se viene concibiendo hasta el momento como servicio en Claudia. Su intervención debe ser una pincelada módica de color percibida solo por el ojo experto.
Después, vuelve a Despacho, munido de su foto epígrafe, para que la valide el hombre fuerte de Abril. Pero la reunión ya corre por otro cauce, y nadie le presta atención.
Se discuten asuntos más urgentes que atañen a la próxima edición de septiembre de Claudia, la cual dará cuenta del primer mes de gobierno de Isabel, tras la muerte de su marido, el presidente. Muerto el líder, su señora se debió hacer cargo de la conducción de la República.
Civita le está encargando a Héctor Zimmerman, el secretario de redacción de Claudia, el artículo que irá a la portada del número de septiembre. Mientras las editoras se disgregan rumbo al Roof Garden, para el típico vermucito posterior a la reunión de edición –un ritual que hace generoso al líder ante los ojos de sus subordinadas–, el presidente de Abril entrega a Héctor un telegrama recién llegado del Ministerio de Economía, que conduce José Ber Gelbard, funcionario con muy buenas relaciones tanto con Civita como con Timerman, director del diario La Opinión.
De manera espontánea, se dio que Gelbard empezara a meter mano en el área de Prensa del Gobierno Nacional, aprovechando sus contactos fluidos con los dos editores con mejor llegada a las embajadas de Israel y los Estados Unidos en Buenos Aires.
Las reuniones en bares hasta la madrugada (eventualmente las escapadas de los tres por alguna ruta de la provincia) son altamente valoradas por Gelbard y muy inspiradoras en lo que se refiere a cómo trabajar la imagen de la Señora desde los medios gráficos.
Gelbard siente, desde que asumió la viuda de Perón, que nadie está pensando en eso. “José María (Villone, secretario de Prensa del Gobierno) es un inútil”, les reveló con esa confianza desmesurada que implica es tar cuestionando a un acólito de su archirrival en el Gabinete, el Brujo López Rega. Entonces, pone a trabajar a sus paisanos en un doble juego secreto para un beneficio que, a la larga, involucra a algunos, como gobierno, y a todos como país.
Las reuniones tienen sí o sí que ser clandestinas, ya que de enterarse López Rega –el ministro de Bienestar Social y secretario privado de amplísima influencia sobre la presidente– armaría una opereta para desactivarlos y –si hubiera resistencia– los aniquilaría por medio de su tropa parapolicial, la llama da Triple A, que hace base en el ministerio bajo su ala.
Así las cosas, la imagen de Isabelita se trabaja disgregada e informalmente, en una época que todavía no vio nacer a los voceros profesionalizados, en la que la relación con los medios se arma al tuntún, muy en función de las relaciones personales que cada ministro pudo aportar a la causa. La confidencialidad de los encuentros es la regla que ninguno de los que juegan este partido puede desacatar; este tipo de vínculo entre funcionarios y directivos de medios no debe ocurrir jamás dentro de la Casa Rosada.
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